—¡Paul, estoy aquí solo! —gritó—. ¡Paul, dime que estoy solo! Rex está en América. No está aquí. Paul, te lo ruego, te lo imploro. Estoy completamente ciego.

—Es una pena que lo haya estropeado usted todo —dijo Rex, y salió corriendo hacia las escaleras.

Con un rápido movimiento, Paul cogió el bastón del ciego y se echó encima de Rex, que, volviéndose, levantó las manos para protegerse el rostro; y Paul, el bondadoso Paul, que nunca en su vida había pegado a una criatura viviente, descargó el bastón sobre la cabeza de Rex con un tremendo golpe. Rex dio un salto hacia atrás, con el rostro congestionado aún por una extraña sonrisa, y de pronto ocurrió algo notable: al igual que Adán después de la caída, Rex, agachándose junto a la pared blanca, pálido, cubrió su desnudez con las manos.

Paul se echó de nuevo sobre él, pero el hombre desnudo huyó escaleras arriba. En aquel momento, alguien cayó sobre Paul desde atrás. Era Albinus, desesperado, sollozante, sosteniendo en su mano un pisapapeles de mármol.

—Paul —gimió—, Paul, lo comprendo todo.

—Dame mi abrigo, pronto. Está colgado en ese armario de ahí.

—¿Cuál? ¿El amarillo? —preguntó Paul tratando de recobrar el aliento.

En el bolsillo, Albinus encontró lo que buscaba, y se quedó plantado en mitad de la estancia, balbuceando.

—Te sacaré de aquí en seguida —dijo Paul, jadeando—. Quítate la bata y ponte ese abrigo.

Dame el pisapapeles. Vamos, te ayudaré... Anda, toma mi gorra. No importa que no lleves más que zapatillas. Vámonos, Albert, vámonos. Tengo un taxi parado fuera. Lo primero que hay que hacer es sacarte de esta cámara de tortura.

—Espera un poco —dijo Albinus—. Tengo que hablar con ella antes. Estará de vuelta dentro de un momento. Tengo que hacerlo, Paul. No tardaré mucho.

Pero Paul le empujó fuera, al jardín, y luego gritó e hizo señas al taxista.

—Tengo que hablarle —repetía Albinus—. De cerca. Por el amor de Dios, Paul, dime. ¿Es que acaso está ya aquí? ¿Ha regresado, quizá?

—No. Cálmate. Tenemos que irnos. No hay nadie aquí. Sólo ese desdichado, desnudo, mirándonos por la ventana. ¡Vamos, Albinus, vamos!

—Sí, nos iremos —dijo Albinus—, pero si Ia ves tienes que decírmelo. Podemos cruzarnos con ella en el camino. Tengo que hablarle. Muy cerca, muy cerca...

Bajaron por el sendero, pero, después de haber andado unos pocos pasos, Albinus abrió los brazos y cayó de espaldas, desmayado. El taxista subió a toda prisa, y juntos metieron a Albinus en el coche. Una de sus zapatillas se quedó allí, en el sendero.

En aquel momento llegaba un destartalado carruaje, y Margot saltó de él. Corrió hacia los tres hombres gritando algo, pero el coche, ya en marcha, pasó a su lado, derribándola casi; luego aceleró, desapareciendo tras la curva.

39

El martes, Elisabeth recibió un telegrama, y, alrededor de las ocho de la noche del miércoles, oyó la voz de Paul en el recibidor y un bastoneo. Al abrirse la puerta apareció Paul, que acompañaba a su esposo.

Albinus iba muy rasurado; llevaba gafas negras; en su pálida frente veíase una cicatriz. Vestía un traje color berenjena (tono que él no hubiera escogido nunca) que le estaba demasiado grande.

—Aquí le tenemos —dijo Paul con calma.

Elisabeth empezó a sollozar, llevándose el pañuelo a la boca. Albinus se inclinó silenciosamente en dirección a aquel llanto apagado.

—Ven, nos lavaremos las manos.

Paul le condujo lentamente a través de la habitación.

Luego, los tres se sentaron en el comedor y cenaron. A Elisabeth le costaba acostumbrarse a mirar a su marido. Le parecía que él percibía su mirada. La melancólica gravedad de los lentos movimientos de Albinus la llenó de un tranquilo éxtasis de piedad. Paul le hablaba como si fuese un niño, y le cortó el jamón de su plato en pequeños pedazos.

Se le preparó la que había sido alcoba de Irma. A Elisabeth le sorprendía que le resultase tan fácil perturbar el sagrado adormecimiento de aquella pequeña habitación en favor de su extraño, grande y silencioso marido; retirar y cambiar todo cuanto el cuarto contenía, a fin de adaptarlo a las necesidades del ciego.

Albinus no dijo nada. Al principio, mientras se encontraba aún en Suiza, rogó a Paul, con insistencia, que llamara a Margot, para que le viera. Había jurado que este último encuentro no duraría más que un momento (porque ¿tardaría más en buscarla a tientas en la perpetua oscuridad, sujetarla reciamente con una mano, hundir su pistola automática en el costado de ella y coserla a balazos?) Paul rehusó obstinadamente hacer lo que le pedía. Después de aquello, Albinus no dijo nada. Viajó hasta Berlín en silencio, llegó en silencio y en silencio se mantuvo durante los tres días siguientes, de forma que Elisabeth no volvió a oír su voz; como si, además de ciego, hubiese quedado mudo.

El pesado objeto negro, ese tesoro que guardaba siete muertes comprimidas, yacía escondido, envuelto en un pañuelo de seda, en el fondo del bolsillo de su sobretodo. Cuando llegó a la casa de Paul, lo transfirió a la cómoda que había junto a su cama. Guardó la llave en el bolsillo de su chaleco, y por la noche la puso bajo su almohada. En una o dos ocasiones, Paul y Elisabeth advirtieron que acariciaba y apretaba algo en su mano, pero no hicieron comentarios. El contacto de aquella llave con su palma, su ligero peso en el bolsillo, le sugerían una especie de Sésamo que abriría un día, estaba convencido de ello, la puerta de su ceguera.

Y, sin embargo, no dijo una palabra. La presencia de Elisabeth, su paso ligero, sus murmullos (hablaba siempre en voz baja a los criados y a Paul, como si en la casa hubiera enfermos), eran cosas tan pálidas y confusas como el recuerdo que de ella guardaba: un recuerdo casi insonoro, que vagaba a su alrededor, indiferentemente, dejando una estela imperceptible de agua de Colonia; a eso se reducía todo. La vida real, cruel, flexible y recia como una boa, y que él deseaba destruir sin tardanza, estaba en algún otro sitio. Pero ¿dónde? No lo sabía. Con una claridad extraordinaria vio a Margot y a Rex, ambos rápidos y alerta, con ojos terribles, refulgentes, saltones y miembros largos y delgados, haciendo su equipaje después que él partiera; Margot, entre abiertos baúles, acariciaba a Rex y le hacía alharacas; se marchaban los dos. Pero ¿adónde, adónde? Ni una luz en la oscuridad. Su senda sinuosa quemaba en él como la huella que una criatura inmunda y rastreante deja en la piel.

Transcurrieron tres silenciosos días. Al cuarto, a primeras horas de la mañana, Albinus quedó solo. Paul acababa de ir a la Policía (deseaba elucidar ciertas cosas), la criada trajinaba al otro lado de la casa, y Elisabeth, que no había dormido en toda la noche, estaba acostada aún. Albinus, presa de una agónica inquietud, palpaba los muebles y las puertas. El teléfono repiqueteó en el estudio, y esto le hizo pensar que, a través de él, podría obtener una determinada información: si Rex había regresado a Berlín. Pero no lograba recordar un solo número de teléfono y sabía, además, que no podría pronunciar aquel nombre, a pesar de su brevedad. El sonido del timbre se hizo más y más insistente. Albinus llegó a la mesa, descolgó el auricular...