—Llévame por todas las habitaciones y descríbemelo todo —dijo Albinus.

En realidad, aquello no le interesaba, pero pensó que podría hacer feliz a Margot: a ella le encantaba instalarse en un sitio nuevo.

—Un pequeño comedor, una pequeña salita, un pequeño estudio —exclamaba ella mientras le conducía por el piso bajo.

Albinus palpaba los muebles y daba palmaditas en los distintos objetos, como si fueran cabezas de niños extraños, tratando de orientarse.

—De forma que la ventana está ahí —decía confiadamente, señalando un tabique que carecía de ella.

Chocó, lastimándose, con un ángulo de la mesa, y quiso dar a entender que lo había hecho a propósito, tanteándola con la mano, como para hacerse idea exacta de sus dimensiones.

Luego subieron codo a codo la crujiente escalera de troncos. Arriba, en el último peldaño, estaba Rex, convulso por una hilaridad sin sonido. Margot le amenazó con el dedo; él se puso en pie con cautela y retrocedió de puntillas. En rigor, esto era superfluo, pues la escalera crujía ensordecedoramente bajo los pasos del ciego.

Se internaron en el corredor. Rex, que había retrocedido hasta su puerta, se puso en cuclillas varias veces, llevándose la mano a la boca, como si no pudiese aguantar más la risa. Margot sacudió la cabeza con enfado; un juego peligroso; estaba comportándose como un colegial.

—Ésta es mi habitación, y aquí está la tuya —dijo ella.

—¿Por qué no una sola? —preguntó Albinus, anhelante.

—Albert —suspiró ella—, ya sabes lo que dijo el doctor.

Cuando lo hubieron recorrido todo, a excepción, naturalmente, del cuarto de Rex, Albinus trató de repetir su viaje por la casa sin la ayuda de Margot, sólo para demostrarle lo espléndidamente que se lo había hecho ver todo. Pero casi en seguida perdió el camino, tropezó con una pared, sonrió excusándose, y fundió casi un lavabo. También se metió en la habitación rinconera que Rex se había apropiado y a la que sólo había acceso desde el corredor, pero estaba ya tan desorientado que creyó salir del baño.

—Ten cuidado; eso es un cuarto trastero —dijo Margot—. Vas a romperte la cabeza. Ahora da la vuelta y trata de caminar recto hasta la cama. Y, realmente, no sé si te conviene todo este ajetreo. No te creas que voy a permitirte que sigas explorando de esta forma; lo de hoy es sólo una excepción.

Siéndolo en realidad, Albinus estaba ya indeciblemente cansado. Margot lo acostó y le llevó la cena. Cuando se quedó dormido fue a reunirse con Rex. Como aún no estaban familiarizados con la acústica de la casa, hablaron en susurros. Pero hubieran podido hacerlo en voz alta: la habitación del ciego estaba bien lejos.

36

La negrura insondable en que Albinus vivía había conferido un elemento de austeridad y casi de nobleza a sus ideas y sentimientos. Esta negrura le separaba de aquella vida anterior que había sido súbitamente extinguida en su curva más cerrada. Viejas escenas atestaban la pinacoteca de su pensamiento: Margot, con su delantal de fantasía, descorriendo una cortina color púrpura (¡cómo añoraba ahora su color deslucido!); Margot, bajo el reluciente paraguas, sorteando charcos carmesí; Margot, desnuda frente al espejo del armario, mordisqueando un panecillo amarillento; Margot, con su traje de baño rielante, lanzando una pelota; Margot, con un traje de noche argentino, con sus hombros tostados por el sol...

Luego pensó en su esposa; su vida con ella parecía empapada por una pálida luz mortecina, y sólo ocasionalmente surgía algo de esta neblina lechosa: su cabello rubio bajo el haz de luz de la lámpara, Irma jugando con las canicas de cristal (un arco iris en cada una de ellas), y luego, otra vez la niebla y los quietos, casi flotantes movimientos de Elisabeth.

Todo, incluso lo que de más triste y vergonzoso había en su vida pasada, estaba envuelto en el engañoso encanto de los colores. Se horrorizaba al darse cuenta de lo poco que había usado sus ojos, pues aquellos colores se movían a través de un segundo término en exceso vago y sus perfiles aparecían singularmente desdibujados. Si, por ejemplo, recordaba un paisaje que contempló alguna vez, no lograba nombrar una sola planta, a excepción de los robles y las rosas, ni un solo pájaro, salvo los friones y las cornejas, e incluso éstos estaban más próximos a la heráldica que a la Naturaleza. Albinus cobró plena conciencia de que, en realidad, no se había diferenciado de un cierto especialista de alcances muy estrechos de quien solía burlarse, o del obrero que conoce solamente sus herramientas, o del virtuoso que es meramente un accesorio carnal de su violín. La especialidad de Albinus fue su pasión por el arte; su hallazgo más brillante, Margot. Pero cuanto quedaba de ella era una voz, un murmullo de sedas y un perfume; como si hubiese regresado a la oscuridad del pequeño cine de donde la sacó, una vez.

Pero Albinus no siempre podía consolarse con reflexiones estéticas o morales; no lograba convencerse de que la ceguera física era la visión espiritual; en vano trató de engañarse con la fantasía de que su vida con Margot era más feliz, más profunda y pura, y en vano se concentró en el pensamiento de su dedicación conmovedora. Por supuesto, era conmovedora; por supuesto, era mejor que la más abnegada esposa (aquella Margot invisible, aquella frescura angelical, aquella voz que le suplicaba no excitarse). Pero no bien había tomado su mano en la oscuridad, no bien había tratado de expresarle su gratitud, cuando le invadía un tan ardiente deseo de verla que toda su moral se derrumbaba.

A Rex le gustaba sentarse en la misma habitación que Albinus y observar sus movimientos. Margot, mientras se estrechaba contra el pecho del ciego, apartando su hombro con la mano, solía levantar sus ojos al techo con una cómica expresión de ser resignado, o hacerle burla con la lengua, cosa particularmente divertida por su contraste con la tierna y solemne expresión de la cara del ciego. Luego, Margot se liberaba con un movimiento hábil y retrocedía en dirección a Rex, que estaba sentado en el alféizar, con pantalones blancos y el torso y los pies desnudos (le encantaba quemarse la espalda al sol). Albinus, vestido con un pijama y su bata, reclinábase en el sillón. Su cara estaba cubierta de un pelo erizado; en su sien relucía, pálida, una cicatriz rosa; tenía el aspecto de un convicto barbudo.

—Margot, ven —decía implorante, extendiendo los brazos ante sí.

Rex, a quien le encantaba arriesgarse, se acercaba mucho a Albinus caminando sobre las puntas de sus pies descalzos y le tocaba con la mayor delicadeza. Albinus emitía un afectuoso sonido rezongón y trataba de abrazar a la supuesta Margot, mientras Rex se alejaba silenciosamente, de lado, y regresaba al alféizar. —Querida ven aquí —gemía Albinus levantándose torpemente de su sillón y acercándose a ella. En el alféizar, Rex levantaba las piernas, y Margot gritaba a Albinus, declarando que le dejaría con una enfermera si no hacía lo que le mandaba. Albinus regresaba a su asiento con una sonrisa de culpabilidad.