—No. Nada. Te creo, te creo.

Guardó silencio y más tarde empezó a emitir aquel sonido apagado, medio gemido, medio grito, que era siempre el principio de los paroxismos de horror que le atacaban por causa de la oscuridad que le rodeaba.

—La reina de todos nuestros sentidos —repitió varias veces con voz temblorosa—. ¡Ah, sí, la reina!

Cuando se hubo apaciguado. Margot dijo que iba a la agencia de viajes. Le besó en la Cejilla y luego salió, taconeando ágilmente a lo largo del corredor umbrío.

Penetró en un pequeño restaurante donde el aire era exquisitamente fresco y sentóse junto a Rex. Él bebía vino blanco.

—¿Y bien? —dijo él—. ¿Cómo reaccionó el pobre ante la carta? ¿Viste qué monada de imposición?

—Se lo tragó como si fuera agua. El viernes salimos para Zürich para ver a ese especialista. Por favor, encárgate de los billetes. Y ten la bondad de tomar tu asiento en un vagón distinto; es más seguro.

—Dudo —observó Rex negligentemente— de que me den los billetes por mi linda cara.

Margot sonrió con ternura y empezó a sacar billetes de su bolsa de mano.

—Sería mucho más sencillo que yo fuese el tesorero.

35

Aunque en diversas ocasiones, y en las profundidades de una noche que se valía de los parloteos de las horas de luz, Albinus había dado paseos vacilantes a lo largo de los caminillos de grava del jardín del hospital, no estaba preparado para el viaje a Zürich. En Ia estación empezó a írsele la cabeza, pues no hay sensación más extraña, más desesperanzada, que la de un ciego cuando su cabeza, perdido todo equilibrio, empieza a dar vueltas. Estaba aturdido por todos los sonidos distintos, pasos, voces, ruedas, cosas pavorosamente agudas y fuertes que parecían abalanzarse sobre él, de forma que cada segundo estaba henchido del miedo a tropezar con algo, a pesar de que Margot le guiara.

Ya en el tren, sintió náuseas ante la imposibilidad de armonizar el traqueteo del vagón con algún movimiento de avance, por mucha intensidad que pusiera en tratar de imaginarse al paisaje que, sin duda, se deslizaba tras la ventana. Y luego en Zürich, tuvo nuevamente que abrirse paso entre gentes y objetos invisibles, obstáculos y ángulos que contenían la respiración antes de golpearle.

—Vamos, no tengas miedo —dijo Margot, irascible—. Te estoy llevando yo. Ahora párate. Estamos a punto de entrar en un taxi. Ahora levanta el pie. ¿Es que no puedes ser un poco menos tímido? De verdad, parece que tuvieras dos años.

El oculista, un profesor famoso, examinó a fondo los ojos de Albinus. Tenía una suave voz untuosa, de forma que Albinus se lo imaginó un hombre anciano, con una cara muy rasurada, de cura, aunque, en realidad, el médico era aún bastante joven y lucía un bigote hirsuto. Le repitió cosas que Albinus conocía ya en su mayor parte: que los nervios ópticos estaban dañados en su punto de intersección con el cerebro. Posiblemente aquella lesión se curaba; posiblemente sucediera atrofia; las posibilidades estaban en confuso equilibrio. Pero, en cualquier caso, ante el estado del paciente, un descanso absoluto era lo más importante. Un dilatorio en las montañas sería lo ideal.

—Y luego, veremos —dijo el profesor.

—¿Veremos? —repitió Albinus con una sonrisa melancólica.

A Margot no le agradaba la idea de un sanatorio. Un matrimonio mayor, dos irlandeses que habían conocido en el hotel, ofrecieron alquilarles un pequeño chalet enclavado justamente encima de una elegante estación de invierno. Margot consultó con Rex y, dejando a Albinus con una enfermera alquilada, fueron juntos a ver el lugar. Les gustó: una casita de dos pisos, con pequeñas habitaciones muy limpias y una pila de agua bendita junto a cada puerta.

Además, la situación no podía serles más favorable: todo solitario, en lo alto de una ladera, entre densos abetos negros y tan sólo a un cuarto de hora de camino, cuesta abajo, del pueblo y de los hoteles. Eligió para sí la habitación más soleada de la planta alta. En el pueblo se agenciaron una cocinera. Rex tuvo una conversación impresionante con la buena mujer.

—Le ofrecemos un sueldo tan crecido —dijo— porque estará usted al servicio de un hombre que ha quedado ciego a consecuencia de una violenta conmoción cerebral. Yo soy el doctor que está a su cargo, pero, en vista de su estado mental, no debe saber que vive un doctor en la casa. Por tanto, si le da usted la más mínima pista, directa o indirecta, de su presencia, dirigiéndoseme, por ejemplo, cuando él pueda oírnos, será usted responsable a los ojos de la ley de todas las consecuencias que puedan dimanar de haber frustrado el progreso de su restablecimiento, y esta conducta, según tengo entendido, está muy severamente penalizada en Suiza. Además, le aconsejo que no se acerce a mi paciente, ni por supuesto, trate de entablar con él ninguna clase de conversación. Sufre ataques de la más violenta locura. Quizá le interese saber que existe el precedente de una anciana, muy parecida a usted en muchos aspectos, aunque no tan atractiva, a la que causó graves heridas en la cara. No me gustaría que se repitiese una cosa de este estilo. Y, lo que es más importante, si chismorrea usted en el pueblo, excitando la curiosidad de la gente, mi paciente podría, en su estado actual, destrozar toda la casa, empezando por su cabeza. ¿Me entiende usted?

La mujer estaba tan aterrada que casi rehusó la colocación, y sólo se decidió a aceptarla después de que Rex le asegurase que no vería al ciego, pues su sobrina se encargaba de él, y que era muy pacífico si se le dejaba tranquilo. También le encargó que a ningún mandadero, lavandera o cosa análoga le debía estar permitido el acceso a la casa. Hecho esto, Margot regresó a Zürich para buscar a Albinus, en tanto Rex se instalaba en el chalet: Llevó con él todo el equipaje, decidió cómo debía distribuirse y se encargó de quitar de en medio todo objeto superfluo y rompible. Fue a su habitación y silbó alegremente, mientras fijaba en la pared algunos dibujos a pluma algo impropios.

Alrededor de las cinco vio, con unos prismáticos, que se acercaba un coche de alquiler. Margot, con una falda roja muy chillona, saltó del coche y ayudó a Albinus a que se apeara. Con sus hombros encogidos y sus gafas ahumadas, tenía el aspecto de un buho. El coche dio la vuelta, desapareciendo tras una curva de espeso boscaje.

Margot llevaba del brazo a aquel hombre torpe y quebradizo, y él remontó el camino tanteando en el terreno con su bastón, extendido hacia delante. Desaparecieron tras unos abetos, se hicieron de nuevo visibles, volvieron a esfumarse, para aparecer, por último, en la pequeña terraza del jardín, donde la sombría enfermera (quien a la sazón había sido totalmente ganada por Rex) salió timorata a su encuentro y, tratando de no mirar al loco peligroso, descargó a Margot de su maleta.

Rex, entre tanto, se había asomado a la ventana y hacía a Margot gestos grotescos: se llevaba la mano al corazón y extendía su brazo con patetismo, todo esto, naturalmente, en muda actuación, aunque hubiera podido gruñir notablemente en circunstancias más favorables. Margot le miró sonriente y entró en la casa, llevando aún a Albinus del brazo.