«Autor biografías ficticias busca fotografías de caballero aspecto eficiente, sencillo, aplomado, abstemio, preferiblemente soltero. Pagará por fotos de niñez, juventud, madurez, para publicar en obra mencionada.»
Era un libro que Sebastian nunca escribió, pero que acaso contemplara en el último año de su vida, pues la última fotografía de Mr. H., de pie junto a un coche flamante, tenía la fecha «marzo de 1935» y Sebastian había muerto sólo un año después.
De pronto me sentí cansado, desdichado. Lo que yo deseaba era el rostro de su corresponsal rusa. Quería retratos del propio Sebastian, quería muchas cosas... Después, mientras paseaba la mirada por el cuarto, advertí un par de fotografías enmarcadas, envueltas en la sombra difusa sobre las estanterías.
Me puse de pie y las examiné. Una de ellas era una instantánea ampliada de una china atada por la cintura, en el acto de ser vigorosamente decapitada; la otra era un trivial estudio fotográfico de un niño con rizos que jugaba con una muñeca. El gusto de su yuxtaposición me pareció dudoso, pero quizá Sebastian tenía sus razones para conservarlas y colgarlas así.
Eché una mirada a los libros. Eran muchos, variados y desordenados. Pero un estante se veía más ordenado que el resto y allí advertí esta serie, que durante un momento me pareció formar una vaga frase musical, curiosamente familiar: Hamlet, La muerte de Arturo, El puente de San Luis Rey, El doctor Jekyll y Mr, Hyde, Viento Sur, La dama del perro, Madame Bovary, El hombre invisible, El tiempo recobrado, Diccionario anglo-persa, El autor de Trixie, Alicia en el país de las maravillas, Ulises, Sobre el modo de adquirir un caballo, El rey Lear,..
La melodía tuvo una breve interrupción y se desvaneció. Volví al escritorio y empecé a examinar las cartas que había apartado. Eran casi todas cartas comerciales y me sentí autorizado a revisarlas. Algunas no tenían relación con el oficio de Sebastian, otras sí. El desorden era considerable y muchas alusiones me eran ininteligibles. En unos pocos casos, había hecho copias de sus propias cartas. Así conocí todo un largo y sabroso diálogo entre él y su editor acerca de un libro. Después había un tipo absurdo en Rumania, nada menos, que clamaba por una opción... También me enteré de las ventas en Inglaterra y los Dominios... Nada muy brillante, pero en un caso, al menos, realmente satisfactorio. Unas cuantas cartas de autores amigos. Un amable corresponsal, autor de un libro único y famoso, reprochaba a Sebastian (4 de abril de 1928) que fuera conradish(por la afinidad de su inglés con el de Conrad) y le sugería que dejara el «con» y cultivara el radish(rábano) en obras futuras. Me pareció una soberana tontería.
Por fin, en el fondo mismo del montón, llegué a las cartas de mi madre y a las mías propias, mezcladas con varias de sus camaradas de universidad. Y mientras luchaba un poco con sus páginas (las cartas viejas no se dejan desplegar fácilmente) comprendí de pronto cuál sería mi nuevo ámbito de indagación.
5
Los años que Sebastian Knight pasó en la universidad no fueron particularmente felices. Sin duda, mucho de lo que encontró en Cambridge no dejó de entusiasmarlo: al principio lo embriagó cuanto olía y veía y sentía en el país largamente anhelado. Un simón de verdad lo llevó desde la estación al Trinity College; el vehículo parecía haber esperado especialmente su llegada, luchando a duras penas con su desaparición hasta ese momento.
La untuosidad de las calles brillantes de humedad en la oscuridad brumosa, con la compensación prometida —una taza de té fuerte, un fuego generoso—, formaban una armonía que de algún modo Sebastian conocía de memoria. El puro carillón de los relojes de las torres, ya flotando sobre la ciudad, ya diluyéndose en un eco lejano de una manera extraña, hondamente familiar, se mezclaba con los gritos agudos de los vendedores de periódicos. Y al entrar en la imponente tiniebla de Great Court, donde sombras con túnicas atravesaban la niebla, al ver inclinarse ante él el sombrero del portero, Sebastian sintió que reconocía cada sensación, el olor saludable del césped húmedo, la antigua sonoridad de las lajas de piedra bajo los tacones, la silueta confusa de las paredes..., todo. Aquella peculiar exaltación duró, acaso, largo tiempo, pero había en ella otra cosa que fue predominando. A pesar de sí mismo, Sebastian comprendió —quizá con una suerte de desolado estupor, pues había esperado de Inglaterra más de lo que podía encontrar— que por más que hiciera su nuevo ambiente por satisfacer su viejo sueño, él mismo, o más bien la parte mejor de él mismo, permanecería tan solo como siempre lo había estado. La nota dominante en la vida de Sebastian era la soledad, y cuanto más gentilmente procuraba el destino hacerlo sentir en su casa, suministrándole cuanto creía necesitar, tanto más advertía él su incapacidad para encontrar su lugar en ese cuadro... y en cualquier cuadro. Cuando al fin lo comprendió y empezó, sombríamente, a cultivar la conciencia de sí como si hubiera sido algún raro talento o pasión, sólo entonces encontró placer Sebastian en su monstruoso desarrollo y dejó de preocuparse por su angustiosa incompatibilidad. Pero eso fue mucho después.
En apariencia, al principio estaba aterrado por no hacer lo que debía, o por hacerlo con torpeza. Alguien le dijo que la punta dura del gorro académico debía romperse o arrancarse del todo, para mostrar sólo la tela negra. No bien lo hizo descubrió que había caído en la peor vulgaridad estudiantil: el mejor gusto consistía en ignorar el gorro y la túnica, otorgándoles así el aspecto fortuito de las cosas insignificantes a las que, de otro modo, se habría atribuido demasiada importancia. Con cualquier tiempo, sombreros y paraguas estaban prohibidos y Sebastian se empapaba y atrapaba resfriados hasta que un día conoció a un tal D. W. Gorget, un muchacho delicioso, indolente, locuaz y llano, renombrado por su turbulencia, su elegancia y su ingenio: y Gorget se pavoneaba con sombrero y paraguas. Quince años después, cuando visité Cambridge y el mejor amigo de Sebastian (ahora un eminente erudito) me contó todo eso, observé que todos parecían llevar...
—Naturalmente —me dijo—: el sombrero de Gorget se ha reproducido.
—Dígame usted —le pregunté—: ¿y en cuanto a los deportes? ¿Era un buen jugador Sebastian?
Mi informante sonrió.
—Lamento decirle que, salvo un poco de tenis liviano, en una cancha mojada, con una o dos margaritas en las peores partes, ni Sebastian ni yo nos sentíamos muy entusiasmados por esa clase de diversiones. Recuerdo que su raqueta era muy cara y sus pantalones muy favorecedores. En general, él siempre estaba irreprochable. Pero su servicio era una caricia femenina y corría de un lado a otro sin acertar con la pelota. Yo no lo superaba mucho: nuestro juego consistía sobre todo en recoger pelotas mojadas del suelo o en arrojarlas a los jugadores de las pistas adyacentes..., todo ello bajo una llovizna persistente. Sí, no hacía figura muy brillante en los deportes.
—¿Eso lo preocupaba?
—En cierto modo. En los primeros tiempos se sentía amargado por la idea de su inferioridad en ese sentido. Cuando conoció a Gorget, fue en mi cuarto, el pobre Sebastian habló tanto de tenis que el muchacho acabó preguntándole si para ese juego se utilizaba un palo. Eso tranquilizó a Sebastian y le hizo pensar que Gorget no era mejor que él en el deporte.