Cuando regresó, mi madre ya no existía. Nos sentamos juntos un largo rato después del entierro. Me palmeó torpemente el hombro cuando los lentes de mi madre, olvidados sobre un estante, me provocaron un acceso de lágrimas que hasta entonces había logrado retener. Fue muy amable y servicial, con un aire distante, como pensando siempre en otra cosa. Discutimos mi situación y me sugirió que me marchara a la Riviera y después a Inglaterra. Yo acababa de terminar mis estudios. Dije que prefería quedarme en París, donde tenía bastantes amigos. No insistió. El problema monetario también fue mencionado y Sebastian observó, con su curioso aire ausente, que podía darme cuanto dinero necesitara. Creo que usó la palabra "pasta", pero no estoy seguro. Al día siguiente se marchó al sur de Francia. Por la mañana salimos a dar un paseo corto, y como solía ocurrir cuando estábamos a solas, me sentí curiosamente turbado. De cuando en cuando me sorprendía en el penoso esfuerzo de encontrar un tema de conversación. También él callaba. Justo antes de partir, dijo:
—Bueno... Si necesitas algo, escríbeme a mi dirección de Londres. Espero que tu Sorbona [2] 1 te sirva como a mí Cambridge. Y a propósito, busca y encuentra algo que te guste, y entrégate a ello... hasta que te aburras.
Sus ojos oscuros brillaron un instante.
—Buena suerte —agregó—, hasta la vista.
Me sacudió la mano de la manera blanda y afectada que había adquirido en Inglaterra. De pronto, sin motivo explicable, le tuve una lástima infinita y quise decir algo real, algo con alas y corazón, pero los pájaros que deseaba se posaron en mis hombros y en mi cabeza sólo después, cuando estuve solo y no necesitaba palabras.
4
Cuando empecé este libro habían pasado dos meses desde la muerte de Sebastian. Bien sé cuánto habría detestado él este derretimiento sentimental, pero no puedo sino decir que mi afecto constante hacia él, de algún modo siempre contrariado y sofocado, empezó a adquirir vida con tal ímpetu emocional que todas mis demás obligaciones se convirtieron en sombras fluctuantes. Durante nuestros raros encuentros nunca hablamos de literatura y ahora, cuando la posibilidad de cualquier forma de comunicación entre nosotros quedaba impedida por el extraño hábito de la muerte humana, lamenté desesperadamente no haber dicho nunca a Sebastian cuánto me gustaban sus libros. Y hasta me pregunto, desolado, si llegó a saber que los había leído.
Pero ¿qué sabía, en verdad, sobre Sebastian? Puedo dedicar un par de capítulos a lo poco que recuerdo de su juventud y su niñez... pero ¿qué puedo decir después? Al planear mi libro se me hizo evidente que debía iniciar una paciente investigación para reconstruir su vida pedazo por pedazo y soldar los fragmentos con mi íntimo conocimiento de su carácter. ¿Conocimiento íntimo? Sí, tenía ese conocimiento, lo sentía en cada nervio mío. Y cuanto más pensaba en ello, más advertía que tenía otro instrumento en mis manos: al imaginar actos suyos conocidos sólo después de su muerte, tenía por seguro que en tal o cual caso yo mismo me habría conducido como él. Una vez vi a dos hermanos, campeones de tenis, que jugaban como adversarios; sus golpes eran del todo diferentes, y uno de los dos era mucho mejor que el otro, pero el ritmo general de sus movimientos mientras corrían por la cancha era exactamente el mismo, de tal manera que de haber sido posible dibujar ambos sistemas habrían aparecido dos diseños idénticos. Me atrevería a decir que Sebastian y yo teníamos una especie de ritmo común: esto podría explicar la curiosa impresión de lo ya sentido que se apodera de mí al seguir las huellas de su vida. Y si los motivos de sus actitudes eran siempre otros tantos enigmas, ahora, en el giro inconsciente de tal o cual frase mía, se me revela su significado. No quiere decir esto que compartiera con él su riqueza espiritual, la variedad de su talento. Lejos de ello, su genio me pareció siempre un milagro absolutamente independiente de cuanto habíamos experimentado juntos en el ámbito similar de nuestra niñez. Por más que recuerde y haya visto lo mismo que él, la diferencia entre su capacidad de expresión y la mía es comparable a la que existe entre un piano Bechstein y el organillo de un niño. Nunca le habría mostrado una sola línea de este libro, por temor a verlo fruncir el ceño ante mi deplorable inglés. Y no habría podido sino fruncir el ceño. Tampoco me atrevo a imaginar sus reacciones si hubiera sabido que antes de iniciar su biografía, su hermanastro (cuya experiencia literaria se reducía hasta entonces a una o dos traducciones al inglés encargadas por una fábrica de automóviles) había iniciado un curso «sea-usted-escritor» jubilosamente anunciado en una revista inglesa. Sí, lo confieso... y no me arrepiento de ello. El caballero que, por una remuneración conveniente, debía hacer de mi persona un escritor de éxito hizo cuanto pudo para enseñarme a ser recatado y gracioso, enérgico y ágil, y si me revelé como un discípulo sin esperanza —aunque fue demasiado amable para admitirlo— el motivo se debe a que desde el principio mismo quedé hipnotizado por la perfecta armonía de un relato breve que me indicó como ejemplo de lo que podían hacer y vender sus alumnos. Entre otros elementos contenía a un perverso chino que gruñía, una muchacha animosa con ojos color de nuez y a un tranquilo muchachón cuyos nudillos se ponían blancos cuando alguien lo fastidiaba de veras. He recordado esta penosa historia sólo para demostrar cuán poco preparado estaba para mi tarea y hasta qué extremos me llevó el recelo de mí mismo. Al fin, cuando tomé la pluma, había resuelto afrontar lo inevitable, lo cual es un modo de decir que estaba dispuesto a hacer la prueba lo mejor que podía.
Detrás de esta historia se vislumbra además una especie de moraleja. De haber seguido Sebastian el mismo curso por correspondencia sólo por divertirse, por ver qué sucedía (le gustaban esos pasatiempos), habría sido un alumno infinitamente peor que yo. Si alguien le hubiese indicado que escribiera como el señor Todo-el-mundo, habría escrito como nadie. Yo no puedo siquiera imitar su estilo, porque el estilo de su prosa era el de su pensamiento: una serie alucinante de abismos. Y no es posible remedar un abismo, sencillamente porque es necesario llenar los abismos... y suprimirlos en el proceso. Pero cuando encuentro en libros de Sebastian algún detalle estilístico que me recuerda súbitamente, por ejemplo, un determinado efecto de luz en el cielo que ambos habíamos advertido —aunque sin comunicárnoslo—, siento que, a pesar de que su talento está más allá de mi alcance, los dos poseíamos determinadas afinidades psicológicas que me ayudarán.
El instrumento estaba allí: había que usarlo. Mi primer deber después de la muerte de Sebastian era investigar entre sus objetos personales. Me lo había dejado todo y poseía una carta suya donde me indicaba que quemara algunos papeles. Estaba escrita tan oscuramente que al principio pensé que se refería a borradores o manuscritos descartados, pero no tardé en descubrir que, salvo unas cuantas páginas inconexas dispersas entre otros papeles, él mismo los había destruido mucho antes, pues pertenecía a ese curioso tipo de escritor que sólo concede validez a la realización perfecta, el libro impreso, y para quien la existencia real de éste nada tiene que ver con la de su espectro, el intrincado manuscrito que revela sus imperfecciones como un fantasma vindicador que lleva bajo el brazo su propia cabeza. Por tal motivo el desorden de su taller nunca debe exhibirse, sea cual fuere su valor comercial o sentimental.