—¿Si me gustaban sus libros? Oh, muchísimo. No lo vi mucho después de Cambridge, y nunca me mandó uno solo de sus libros. Los escritores? como usted sabe, son olvidadizos. Pero un día compré tres de ellos en una librería y pasé muchas noches leyéndolos. Siempre había estado seguro de que escribiría algo bueno, pero nunca llegué a suponerlo capaz de algo tan bueno. Durante su último año aquí... No sé qué le pasa a este gato, es como si fuera la primera vez que ve leche...

Durante su último año en Cambridge, Sebastian había trabajado intensamente; su tema, la literatura inglesa, era vasto y difícil. Pero ese mismo período se caracterizó por repentinos viajes a Londres, por lo común sin permiso de la superioridad. Su profesor, el difunto Mr. Jefferson, era un viejo señor tremendamente obtuso, según me informaron, pero a la vez un excelente lingüista que insistía en considerar ruso a Sebastian. En otras palabras, llevaba a Sebastian al límite de la exasperación diciéndole cuantos términos rusos conocía —un hermoso conjunto recogido durante un viaje a Moscú, años antes— y pidiéndole que le enseñara algunos más. Un día, por fin, Sebastian estalló y dijo que había un error: él no había nacido en Rusia, a decir verdad, sino en Sofía. Después de lo cual el anciano, encantado, empezó a hablar en búlgaro. Sebastian arguyó confusamente que no era ése su dialecto y, emplazado a suministrar un ejemplo, presentó un nuevo idioma que dejó perplejo al viejo lingüista, hasta que se le ocurrió que Sebastian...

—Bueno, creo que ha agotado usted mis reservas —dijo mi informante con una sonrisa —. Mis reminiscencias son cada vez más superficiales y baladíes... y apenas me parece necesario añadir que Sebastian obtuvo un primer premio y nos tomaron una fotografía para la posteridad... La buscaré y se la enviaré, si le interesa. ¿De veras tiene usted que marcharse ya? ¿No le gustaría ver la parte posterior? Acompáñeme, quiero mostrarle los azafranes, que Sebastian llamaba «los hongos del poeta», si entiende usted la alusión...

Pero llovía demasiado. Nos quedamos uno o dos minutos bajo el pórtico, y al fin dije que prefería marcharme.

—Ah, oiga —me llamó el amigo de Sebastian cuando ya me alejaba, evitando los charcos—. Había olvidado un detalle. El rector me dijo el otro día que alguien le había escrito para preguntarle si Sebastian Knight había pertenecido realmente al Trinity. ¿Cómo se llamaba el tipo?... Hmmm, qué lástima... Mi memoria está cada vez peor. Bueno, de todos modos la hemos exprimido, ¿eh? Lo cierto es que entiendo que alguien recoge materiales para escribir un libro sobre Sebastian Knight. Qué divertido, no me parece que tenga usted...

—¿Sebastian Knight? —dijo repentinamente una voz en la niebla—. ¿Quién habla de Sebastian Knight?

6

El extraño que había dicho esas palabras se acercó. Ah, cómo suspiro a veces por el movimiento fácil de una novela bien acabada. Qué cómodo habría sido que la voz perteneciera a un viejo y alegre profesor de orejas velludas con grandes lóbulos y un destello en los ojos revelador de la malicia y el saber... Un personaje cercano, un transeúnte bienvenido que también hubiese conocido a mi héroe, aunque desde otro ángulo diferente. «Pues bien —habría dicho—, voy a contarle la verdadera historia de los años universitarios de Sebastian Knight.» Y se habría sumergido de lleno en el relato. Por desgracia, no ocurrió nada de eso. Esa Voz en la Niebla resonó en el ámbito más oscuro de mi mente. No era sino el eco de alguna verdad posible, un aviso oportuno: guárdate de las personas de buena fe. Recuerda que cuanto te dicen llega a través de tres metamorfosis: construido por el narrador, reconstruido por el oyente, oculto a ambos por el protagonista, ya muerto, del relato. ¿Quién habla de Sebastian Knight?, repite la voz en mi conciencia. ¿Quién? Su mejor amigo y su hermanastro. Un apacible estudioso, alejado de la vida, y un viajero aturdido que visita una tierra distante. ¿Y dónde está el tercer personaje? Se pudre tranquilamente en el cementerio de St. Damier. Vive una vida radiante en sus cinco volúmenes. Atisba invisible por encima de mi hombro mientras escribo esto (aunque me atrevo a decir que recelaba demasiado del lugar común de la eternidad para creer siquiera en su propio espectro).

De todos modos, en mis manos tenía el botín que la amistad había podido ofrecerme. Le sumé los pocos datos ocasionales tomados de las brevísimas cartas de Sebastian escritas en ese período y las referencias fortuitas a la vida universitaria espigadas en sus libros. Después volví a Londres, donde ya había proyectado mi próxima gestión.

Durante nuestro último encuentro Sebastian había aludido a una especie de secretario que empleaba de cuando en cuando, entre 1930 y 1934. Como muchos autores en el pasado y muy pocos en la actualidad (¿o quizá no reparamos en quienes no consiguen arreglar de manera brillante sus negocios?), Sebastian era ridículamente inexperto en asuntos pecuniarios. Cuando daba con un consejero (que al fin se revelaba un necio o un estafador o ambas cosas a la vez) confiaba enteramente en él, con el mayor alivio. Cuando por casualidad le preguntaba yo si tal o cual persona que se encargaba de sus asuntos no era un granuja entrometido, cambiaba rápidamente de tema: a tal punto lo atemorizaba descubrir la mala fe ajena y tener que abandonar su pereza para actuar. En una palabra, prefería el peor de los administradores a su esfuerzo personal y se convencía a sí mismo y a los demás de que estaba plenamente satisfecho de su elección. Después de decir esto debo apresurarme a destacar enérgicamente el hecho de que ninguna de mis palabras es —desde un punto de vista legal— calumniosa, y que el nombre que estoy a punto de consignar no ha aparecido en este párrafo determinado.

Lo que yo deseaba de Goodman no era tanto un relato de los últimos años de Sebastian —cosa que no necesitaba, ya que mi propósito era rastrear su vida paso a paso, sin interrupciones—, sino apenas obtener algunas sugerencias sobre las personas a quienes debería visitar para saber algo sobre el período posterior a Cambridge.

Así, el primero de marzo de 1936 fui a la oficina de Goodman, en Fleet Street. Pero ha de permitírseme una breve digresión antes de que describa esa entrevista.

Entre las cartas de Sebastian encontré, como he dicho, alguna correspondencia entre él y su editor relativa a la publicación de una novela. Parece que en el primer libro de Sebastian, Caleidoscopio(1925), uno de los personajes secundarios es un remedo burlón y cruel de cierto autor vivo al que Sebastian juzgó necesario castigar. Desde luego, el editor lo supo en seguida y la cosa lo incomodó tanto que aconsejó a Sebastian modificar el pasaje entero, a lo cual Sebastian se negó de lleno, diciendo que imprimiría el libro en otra parte..., cosa que hizo, en efecto.

«Parece usted preguntarse —escribió en una carta— por qué diantres un escritor como yo, "en capullo" {expresión absurda, porque un autor "en capullo", como el que usted imagina, sigue siéndolo toda la vida, mientras que otros, como yo, florecen instantáneamente), parece usted preguntarse, permítame repetirlo (lo cual no significa que me excuso por ese paréntesis proustiano), por qué diablos he de tomar yo la delicada porcelana azul contemporánea (¿no recuerda X esas baratijas de porcelana que nos incitan a una orgía de destrucción), para dejarla caer desde la torre de mi prosa al arroyo. Me dice usted que es un autor ampliamente estimado; que sus ventas en Alemania son casi tan tremendas como aquí; que Obras maestras de nuestros díasha escogido uno de sus viejos cuentos; que juntamente con Y y Z es considerado uno de los escritores más prominentes de la generación de "posguerra"; y por fin, aunque no lo menos importante, que es peligroso como crítico. Parece usted insinuar que todos debemos mantener el oscuro secreto de su éxito, que es viajar en segunda clase con billete de tercera o, si mi imagen no es bastante clara, cultivar el gusto de la peor categoría de lectores: no los que se deleitan con historias policiacas, benditos sean, sino los que compran las peores trivialidades porque los sacuden con moderneces, una pizca de Freud o de "monólogo interior", sin llegar a comprender nunca que los verdaderos cínicos de hoy son las sobrinas de Marie Corelli [3] 1 y los sobrinos de Mrs. Grundy. [4] 2 ¿Por qué debemos guardar este secreto vergonzoso? ¿Qué masonería de vulgaridad, o más bien de triteísmo [5] 1, es ésta? ¡Abajo los ídolos de cartón! Y me sale usted con que mi "carrera literaria" quedará seriamente comprometida en sus comienzos por mi ataque a un escritor estimado e influyente. Pero aun cuando existiera eso que llama usted "carrera literaria" y yo quedara descalificado por cabalgar mi propio caballo, me negaría a modificar una sola palabra en lo que he escrito. Créame usted, ningún castigo inminente puede ser bastante violento para hacerme abandonar la busca de mi placer, sobre todo cuando ese placer es el pecho joven y firme de la verdad. No existen, en verdad, muchas cosas comparables en la vida al deleite de la sátira. Y si imagino la cara del farsante cuando lea (cosa que no dejará de hacer) ese pasaje y sepa tanto como nosotros que es la verdad, el deleite llegará a su climax. Permítame agregar que si he retratado fielmente no sólo el mundo interior de X (que no es más que una estación de metro en horas punta) sino también los ardides de su estilo y su conducta, niego con energía que él o cualquier otro lector pueda encontrar el menor rasgo vulgar en el pasaje que tanto lo alarma. Deje usted de preocuparse, pues. Recuerde, además, que me atribuyo toda la responsabilidad moral y comercial, en el caso de que tenga usted de veras "dificultades" con mi inocente librito.»