Sólo cuando el coche, conducido con cierta brusquedad, se metió en la calle de Peregolm, volvió a abrir la boca el inquieto joven, que sin duda comprendía el atribulado estado mental en que se hallaba el viudo.
—Ya hemos llegado —dijo, afablemente—. Supongo que lleva su sesamka(llavín). Lamento que tengamos que marcharnos a toda prisa. ¡Buenas noches! ¡Que duerma bien! Proshchevantze!(un «adiós» jocoso).
El coche se desvaneció, mientras el eco cuadrado de su portezuela cerrada de golpe permanecía aún suspendido en el aire como un marco de ébano vacío. Pero Krug no estaba solo: una cosa que parecía un yelmo había rodado por la escalera del portal y yacía ahora a sus pies.
¡Más cerca, más cerca! En las sombras de despedida del portal, un joven vestido como un jugador de rugbyamericano, con su hombro monstruosamente acolchonado y blanqueado por la luna, en patético contraste con su delgado cuello, estaba abrazado, en una llave mortal, a una abocetada y pequeña Carmen..., y la suma de sus años era, como máximo, de diez menos que los del espectador. La breve falda negra de la chica, con su sugerencia de azabache y pétalo, velaba a medias la curiosa envoltura de las piernas de su amante. Un chal con lentejuelas se desprendió de su mano izquierda, y la cara interna de su brazo fláccido brilló a través de la negra gasa. Su otro brazo dio un giro y rodeó el cuello del muchacho, y los tensos dedos se introdujeron desde atrás entre los negros cabellos; sí, se distinguía todo, incluso las cortas y mal pintadas uñas, y los toscos nudillos de colegiala. Él, el jugador de rugby, tenía aferrado a Laocoonte, a su quebradizo omóplato, a su pequeña y rítmica cadera, en sus anillos palpitantes, a lo largo de los cuales circulaban en secreto ardientes glóbulos, y tenía los ojos cerrados.
—Lo siento de veras —dijo Krug—, pero tengo que pasar. Donje te zankoriv(discúlpeme, por favor).
Ellos se separaron, y Krug tuvo una visión fugaz de la cara pálida, de ojos negros y no muy bonita, de la joven, y de sus labios relucientes, al deslizarse ésta bajo el brazo que sostenía la puerta y correr escalera arriba, después de mirar atrás desde el primer rellano, arrastrando su chal con todas sus constelaciones: Cefeo y Casiopea en su felicidad eterna, y la deslumbrante lágrima de Capella, y el copo de nieve de la Estrella Polar sobre la parda piel de la Osa Menor, y las desmayadas galaxias..., espejos del espacio infinito qui m'effrayent, Blaise, como te espantaron a ti, y donde la mitología tiende fuertes redes de circo, no fuese que, con su malla mal ajustada, se rompiese el viejo cuello en vez de rebotar con un ¡hala, hop! y caer de nuevo en este polvo empapado de orines y dar la consiguiente carrerilla con media pirueta en su mitad, y desplegar la extrema simplicidad del cielo en el ademán ambiguo del acróbata, las manos candidamente abiertas que provocan una breve salva de aplausos, mientras retrocede aquél y, volviendo a los modales viriles, recoge el pañolito azul que su musculoso camarada volador, después de su propio ejercicio, toma del cálido y jadeante pecho de la mujer —más jadeante de lo que indica su sonrisa— y se lo arroja, para que pueda enjugarse las palmas de sus doloridas y debilitadas manos.
CAPITULO V
Estaba erizado de anacronismos de farsa; estaba bañado de un sentido de tosca madurez (como la escena del cementerio, de Hamlet); su más bien mezquino decorado estaba remendado con retazos de otras comedias (posteriores); pero, de todos modos, el sueño recurrente que todos conocemos (encontrarnos en la antigua aula, con los deberes por hacer, debido a que, sin querer, hemos faltado diez mil días a clase) era, en el caso de Krug, una reproducción bastante buena del ambiente de su versión original. Naturalmente el guión de los recuerdos diurnos es mucho más sutil en lo que respecta a detalles reales, ya que los productores de sueños (de los que suele haber varios, en su mayoría analfabetos, de clase media y apremiados por el tiempo) tiene que hacer muchos cortes y recortes y combinaciones convencionales; pero un espectáculo es siempre un espectáculo, y el enfadoso retorno a la anterior existencia de uno (con el paso fuera de escena de los años traducido en términos de olvido, holgazanería e ineficacia) es, de algún modo, mejor representado por un sueño popular que por la erudita precisión de la memoria.
Pero, ¿es realmente una cosa tan tosca? ¿Quién está detrás de los tímidos productores? Indudablemente, este pupitre al que se encuentra sentado Krug ha sido tomado apresuradamente de otro escenario y se parece más al equipo general del auditorio de la Universidad que al mueble individual de la infancia de Krug, con su maloliente (ciruelas, orín) tintero y las marcas de cortaplumas en su tapa (que podía cerrarse de golpe) y aquella mancha de tinta especial que tenía la forma del Lago Malheur. También, sin duda, hay algo equivocado en la posición de la puerta, y algunos de los estudiantes de Krug, vagos e inútiles (daneses hoy, romanos mañana), han sido rápidamente reclutados para llenar huecos dejados por algunos de sus condiscípulos que resultaron ser menos mnemónicos que otros. Pero, entre los productores u operarios responsables del montaje de la escena, ha habido uno..., es difícil expresarlo..., un genio innominado y misterioso, que se ha aprovechado del sueño para introducir su propio y peculiar mensaje cifrado, que nada tiene que ver con los días escolares, ni ciertamente, con ningún aspecto de la existencia física de Krug, pero que le liga de algún modo a un impenetrable modo de ser, tal vez terrible, tal vez dichoso, tal vez ninguna de ambas cosas, una especie de locura trascendental que acecha detrás de la esquina de la conciencia y que no puede definirse de un modo mejor, por mucho que Krug se estruje el cerebro. Oh, sí..., la iluminación es pobre, y el propio campo visual es extrañamente estrecho, como si el recuerdo de unos párpados cerrados persistiese intrínsecamente con el sombreado sepia del sueño, y la orquesta de los sentidos se reduce a unos cuantos instrumentos indígenas, y Krug razona en su sueño peor que un estúpido borracho; pero una inspección desde más cerca (hecha cuando el yo-sueñoha muerto por diezmilésima vez y el yo-díahereda por diezmilésima vez esas polvorientas bagatelas, esas deudas, esos fajos de letras ilegibles) revela la presencia de alguien que sabe. Algún intruso ha estado allí, ha subido la escalera de puntillas, ha abierto armarios y trastornado ligeramente el orden de las cosas. Entonces, la esponja encogida, polvorienta de tiza, increíblemente ligera y seca, embebe agua hasta quedar tan rolliza como una fruta; traza relucientes arcos negros sobre la lívida pizarra, al borrar los blancos símbolos muertos; y volvemos a empezar, combinando ahora sueños indistintos con la erudita precisión de la memoria.
Entraste en un túnel mediocre; cruzaba el cuerpo de una casa sin importancia y te condujo al patio interior, revestido de vieja arena gris que se convertía en barro a las primeras gotas de lluvia. Aquí se jugaba al fútbol en el ventoso y pálido intervalo entre dos series de clases. El bostezo del túnel y la puerta del colegio, en los extremos opuestos del patio, se convirtieron en porterías de fútbol, bastante a la mañerea de un órgano vulgar de una especie animal que es transformado espectacularmente en otro por una función.