—Escuche —dijo Krug—. En realidad, no he dicho nada espantoso, ¿verdad? No he sugerido, por ejemplo, que la cara actual de el Sapo conserve, después de vinticinco años, la huella inmortal de mi peso. En aquellos tiempos, aunque más delgado que ahora...

El rector se había deslizado de su silla y corrió literalmente en dirección a Krug.

—Acabo de recordar —dijo, hablando con cierta dificultad— algo que quería decirle... muy importante... sub rosa... ¿Tiene la bondad de acompañarme a la habitación contigua?

—Muy bien —dijo Krug, levantándose del sillón.

La habitación contigua era el estudio del rector. Su alto reloj se había parado a las seis y cuarto. Krug calculó rápidamente, y la negrura que había en su interior hizo presa en su corazón. ¿Por qué estoy aquí? ¿Me marcharé a casa? ¿Me quedaré?

—...Mi querido amigo, sabe usted muy bien cuánto le aprecio. Pero usted es un soñador, un pensador. No advierte las circunstancias. Dice cosas imposibles, cosas que deben callarse. Pensemos lo que pensemos de... esa persona, debemos guardarlo para nosotros. Corremos un peligro mortal. Está usted poniendo en peligro la... todo...

El doctor Alexander, cuya cortesía, solicitud y savoir faireeran realmente extraordinarios, se deslizó en la estancia trayendo un cenicero, que colocó junto al codo de Krug.

—En este caso —dijo Krug, sin fijarse en el superfluo objeto—, debo observar, lamentándolo, que el tacto a que se refirió usted no era más que su vana sombra, es decir, una ocurrencia tardía. Debería haberme advertido que, por razones que todavía no consigo imaginar, pensaba pedirme que visitase al...

—Sí, que visitase al Jefe —le interrumpió Azureus, precipitadamente—. Estoy seguro de que, cuando conozca el manifiesto, cuya lectura ha sido tan inesperadamente demorada...

El reloj empezó a sonar. Pues el doctor Alexander, experto en estas cuestiones y hombre metódico, no había sido capaz de dominar su instinto de remendón y estaba ahora subido a una silla, manoseando las saetas y la desnuda esfera. Su oreja y su dinámico perfil se reflejaban, en tono rosa pastel, sobre la abierta puerta de cristal del reloj.

—Prefiero marcharme a casa —dijo Krug.

—Quédese, se lo ruego. Vamos a leer rápidamente y a firmar el histórico documento. Y debe usted acceder, debe ser el mensajero, debe ser la paloma...

—¡Al diablo ese reloj! —dijo Krug—. ¿No puede hacer que pare de tocar, hombre? Parece usted confundir el ramo de olivo con la hoja de higuera —siguió diciendo, volviéndose al rector—. Pero lo mismo da, pues por mi vida que...

—Sólo le pido que lo piense, que no tome una decisión precipitada. Estos recuerdos escolares son deliciosos per se..., pequeñas disputas... un apodo inofensivo..., pero ahora debemos obrar con seriedad. Bueno, volvamos con nuestros colegas y a nuestro deber.

El doctor Azureus, cuya retórica complacencia parecía haberse desvanecido, informó brevemente a sus oyentes de que la declaración que todos tenían que leer y firmar había sido mecanografiada en un número de copias igual al de firmantes. Le habían dado a entender, dijo, que esto daría un sello de individualidad a cada ejemplar. No explicó el verdadero objeto de esta disposición, y hay que esperar que no la supiese, pero Krug creyó reconocer, en la aparente imbecilidad del procedimiento, los misteriosos caminos de el Sapo. Los buenos doctores Azureus y Alexander repartieron las hojas con la celeridad del prestidigitador y su ayudante cuando muestran, para ser inspeccionados, los objetos que no deben examinarse con demasiada atención.

—Tome usted también una —dijo el doctor más viejo al más joven.

—De ninguna manera —exclamó el doctor Alexander, y todos pudieron ver la sonrojada confusión que se pintaba en su semblante—. Claro que no. No me atrevería. Mi humilde firma no puede figurar entre las de tan augusta asamblea. Yo no soy nadie.

—Tome, aquí está la suya —dijo el doctor Azureus, en un raro estallido de impaciencia.

El Zoólogo no se molestó en leer su ejemplar; lo firmó con una pluma prestada, devolvió ésta por encima del hombro y se sumió de nuevo en el único libraco digno de inspección que había encontrado hasta entonces: un antiguo Baedeker con vistas de Egipto y barcos del desierto en silueta. Un pobre campo de recolección en su conjunto..., salvo, quizá, para los ortopteristas.

El doctor Alexander se sentó detrás de la mesa de palisandro, se desabrochó la chaqueta, se estiró los puños, acercó la silla y comprobó su posición a la manera de un pianista; después, sacó del bolsillo del chaleco un hermoso y brillante instrumento hecho de cristal y oro; miró su punta, la probó sobre un pedazo de papel y, conteniendo el aliento, desplegó lentamente las enroscaduras de su nombre. Terminada la ornamentación de la complicada rúbrica, levantó la pluma y contempló su magnífica obra. Desgraciadamente, en este preciso instante, su varita mágica de oro (tal vez resentida de las concusiones que los diversos ejercicios de su dueño le habían transmitido durante toda la noche) derramó una enorme lágrima negra sobre el valioso escrito.

Ruborizándose de veras esta vez, hinchada la vena en V de su frente, el doctor Alexander aplicó el secante. Cuando el ángulo del papel secante hubo embebido el caudal sin tocar el fondo, el infortunado doctor enjugó cuidadosamente el resto. Adam Krug, desde su ventajosa y próxima posición, vio este pálido residuo azul: una pisada caprichosa o el espatulado perfil de un charco.

Gleeman releyó dos veces el documento, frunció dos veces el ceño, recordó la subvención y el frontispicio de la ventana de vidrios de colores y el tipo especial que había elegido, y la nota al pie de la página 306, que destruiría una teoría rival sobre la edad exacta de una muralla en ruinas, y estampó su elegante pero extrañamente ilegible firma.

Beuret, que había sido arrancado bruscamente de una agradable siesta en un sillón disimulado, leyó, se sonó, maldijo el día en que había cambiado de nacionalidad y, después, se dijo que, a fin de cuentas, la lucha contra políticas exóticas no era de su incumbencia, dobló su pañuelo y, viendo que otros firmaban, firmó también.

Economía e Historia celebraron una breve consulta, durante la cual se pintó en la cara del último una escéptica pero ligeramente tirante sonrisa. Después, estamparon sus firmas al unísono y advirtieron, consternados, que habían cambiado sus copias mientras discutían, pues cada ejemplar llevaba escrito, en el ángulo superior izquierdo, el nombre y la dirección del presunto firmante.

Los demás suspiraron y firmaron, o no suspiraron y firmaron, o firmaron... y suspiraron después, o no hicieron nada de esto, pero lo pensaron mejor y acabaron firmando. Y también, también, también Adam Krug sacó la enmohecida y bamboleante estilográfica. Sonó el teléfono en el estudio contiguo.

El doctor Azureus había entregado personalmente el documento a Krug y había remoloneado cerca de él, mientras éste se calaba pausadamente las gafas y empezaba a leer, echando la cabeza atrás para apoyarla en el respaldo y sosteniendo las hojas a bastante altura con sus gruesos y ligeramente temblorosos dedos. Éstos temblaban más que de costumbre, porque era más de medianoche y estaba te— í rriblemente cansado. El doctor Azureus dejó de revolotear y sintió que su viejo corazón tropezaba al subir las escaleras (metafóricamente) con su goteante vela, cuando Krug, que estaba llegando al final del manifiesto (tres páginas y media, cosidas), sacó la pluma del bolsillo del pecho. Una suave brisa de intenso alivio inclinó hacia atrás la llama de la vela, cuando el viejo Azureus vio que Krug extendía la última página sobre el plano brazo de madera de su sillón forrado de cretona y desenroscaba la parte superior de su pluma, convirtiéndola en casquete.