La institución de los startsyprocede de una práctica milenaria oriental. Los deberes hacia el startsyson muy distintos de la obediencia que ha existido siempre en los monasterios rusos. La confesión del militante al staretses perpetua y el lazo que une al staretsconfesor con el que se confiesa, indisoluble. Se cuenta que, en los primeros tiempos del cristianismo, un novicio, después de haber faltado a un deber prescrito por su starets, dejó su monasterio de Siria y se trasladó a Egipto. Allí realizó actos sublimes, y al fin se le juzgó digno de sufrir el martirio por la fe. Y cuando la Iglesia iba a enterrarlo, reverenciándolo ya como un santo, y el diácono pronunció las palabras «que los catecúmenos salgan», el ataúd que contenía el cuerpo del mártir se levantó de donde estaba y fue lanzado al exterior del templo tres veces seguidas. Al fin se supo que el santo mártir había dejado a su staretsy faltado a la obediencia que le debía, y que, por lo tanto, sólo de este último podía obtener el perdón, a pesar de su vida sublime. Se llamó al starets, éste le desligó de la obediencia que le había impuesto y entonces el mártir pudo ser enterrado sin dificultad.

Sin duda, esto no es más que una antigua leyenda, pero he aquí un hecho reciente:

Un religioso vivía retirado en el monte Athos, por el que sentía verdadera adoración y en el que veía un santuario y un lugar de recogimiento. Un día, su staretsle ordenó que fuera a Jerusalén para conocer los Santos Lugares y después se trasladara al norte, a un punto de Siberia.

—Allí está tu puesto, no aquí —le dijo el starets.

El monje, consternado, fue a visitar al patriarca de Constantinopla y le suplicó que le relevara de la obediencia. El jefe de la Iglesia le contestó que ni él ni nadie en el mundo, excepto el staretsdel que dependía, podía eximirle de sus obligaciones.

Por lo tanto, en ciertos casos, los startsyposeen una autoridad sin límites. Por eso en muchos de nuestros monasterios esta institución se rechazó al principio. Pero el pueblo testimonió enseguida una gran veneración a los startsy. La gentes más modestas y las personas más distinguidas venían en masa a prosternarse ante los stortsy de nuestros monasterios para exponerles sus dudas, sus pecados y sus cuitas y pedirles les guiasen y aconsejaran. Ante esto, los adversarios de los startsyles acusaban, entre otras cosas, de profanar arbitrariamente el sacramento de la confesión, ya que las continuas confidencias del novicio o del laico al staretsno tienen en modo alguno carácter de un sacramento. Sea como fuere, la institución de los startsyse ha mantenido y se va implantando gradualmente en los monasterios rusos. Verdad es que este sistema ya milenario de regeneración moral, mediante el cual pasa el hombre, al perfeccionarse, de la esclavitud a la libertad, puede ser un arma de dos filos, ya que, en vez de la humildad y el dominio de uno mismo, puede fomentar un orgullo satánico y hacer del hombre un esclavo, no un ser libre.

El staretsZósimo tenía sesenta y cinco años. Descendía de una familia de hacendados. En su juventud había servido en el Cáucaso como oficial del Ejército. Sin duda, Aliocha se había sentido cautivado por la distinción particular de que el staretsle había hecho objeto al permitirle que habitara en su misma celda, sin contar con la estimación que le profesaba. Hay que advertir que Aliocha, aunque vivía en el monasterio, no se había comprometido con ningún voto. Podía ir a donde se le antojara y pasar fuera del monasterio días enteros. Si llevaba el hábito era por su propia voluntad y porque no quería distinguirse de los demás habitantes del convento.

Es muy posible que en la imaginación juvenil de Aliocha hubieran causado una impresión especialmente profunda la gloria y el poder que rodeaban como una aureola al staretsZósimo. Se contaba del famoso staretsque, a fuerza de recibir, desde hacía muchos años, a los numerosos peregrinos que acudían a él para expansionar su corazón ávido de consejos y consuelo, había adquirido una singular perspicacia. Le bastaba mirar a un desconocido para adivinar la razón de su visita, lo que necesitaba e incluso lo que atormentaba su conciencia. El penitente quedaba sorprendido, confundido, y a veces atemorizado, al verse descubierto antes de haber pronunciado una sola palabra.

Aliocha había observado que muchos de los que acudían por primera vez a hablar con el staretsZósimo llegaban con el temor y la inquietud reflejados en el semblante y que después, al marcharse, la cara antes más sombría estaba radiante de satisfacción. También le sorprendía el hecho de que el starets, lejos de mostrarse severo, fuera un hombre incluso jovial. Los monjes decían que tomaba afecto a los más grandes pecadores y que los estimaba en proporción con sus pecados. Incluso entonces, cuando estaba ya tan cerca del fin de su vida, Zósimo despertaba envidias y tenía enemigos entre los monjes. El número de los enemigos disminuía, pero entre ellos figuraba cierto anciano taciturno y riguroso ayunador, que gozaba de gran prestigio, al que acompañaban otros religiosos destacados. Pero los partidarios del staretsformaban una mayoría abrumadora; éstos sentían gran cariño por él y algunos le profesaban una adoración fanática. Sus adictos decían en voz baja que era un santo, preveían su próximo fin y esperaban que pronto haría grandes milagros que cubrirían de gloria al monasterio. Alexei creía ciegamente en el poder milagroso de su starets, del mismo modo que daba crédito a la leyenda del ataúd lanzado al exterior de la iglesia. Era frecuente que se presentaran a Zósimo hijos o padres enfermos para que les aplicara la mano o dijese una oración por ellos. Aliocha veía a muchos de los portadores volver muy pronto, a veces al mismo día siguiente, para arrodillarse ante el staretsy darle las gracias por haber curado a sus enfermos. ¿Existía la curación o se trataba tan sólo de una mejoría natural? Aliocha ni siquiera se hacía esta pregunta: creía ciegamente en la potencia espiritual de su maestro y consideraba la gloria de éste como un triunfo propio. Su corazón latía con violencia y su rostro se iluminaba cuando el staretssalía a la puerta del convento para recibir a la multitud de peregrinos que le esperaba, compuesta principalmente por gentes sencillas que llegaban de todos los lugares de Rusia para verle y recibir su bendición. Se arrodillaban ante él, lloraban, besaban sus pies y el suelo que pisaba y, entre tanto, no cesaban de proferir gritos. El staretsles hablaba, recitaba una corta oración, les daba la bendición y los despedía.

Últimamente estaba tan débil a causa de sus achaques, que pocas veces podía salir de su celda, y los peregrinos, en algunas ocasiones, esperaban su aparición días enteros. Aliocha no se preguntaba por qué le querían tanto, por qué se arrodillaban ante él, derramando lágrimas de ternura. Se daba perfecta cuenta de que para el alma resignada del sencillo pueblo ruso, abrumada por el trabajo y los pesares, y sobre todo por la injusticia y el pecado continuos —tanto los propios como los ajenos—, no había mayor necesidad ni consuelo más dulce que hallar un santuario o un santo ante el cual caer de rodillas y adorarlo diciéndose: «El pecado, la mentira y la tentación son nuestro patrimonio, pero hay en el mundo un hombre santo y sublime que posee la verdad, que la conoce. Por lo tanto, la verdad descenderá algún día sobre la tierra, como se nos ha prometido.»