—¡Al fin ha llegado! —exclamó Fiodor Pavlovitch, encantado de la presencia de Aliocha—. Ven y siéntate con nosotros. ¿Quieres café? Está hirviendo y es exquisito. No te ofrezco coñac porque sé que eres abstemio. Sin embargo, si quieres... No, te daré un licor estupendo. Smerdiakov, ve al aparador. Lo encontrarás en el segundo anaquel, a la derecha. Toma las llaves. ¡Hala!

Aliocha rechazó el licor.

—Bueno, si tú no quieres, lo servirán para nosotros. Dime: ¿has comido?

Aliocha contestó que sí. En efecto, había comido un trozo de pan y bebido un vaso de kvassen la cocina del padre abad.

—Tomaré una taza de café.

—¡El muy bribón El café no lo rechaza. ¿Hay que calentarlo? No: está todavía hirviendo. Es el famoso café de Smerdiakbv. Es un maestro para el café, la sopa de pescado y las tortas. Has de venir un día a comer sopa de pescado con nosotros. Avísame antes. Pero, ahora que caigo, ¿no te he dicho que trajeras el colchón y las almohadas hoy mismo? ¿Dónde están?

—No los he traído —repuso Aliocha, sonriendo.

—¡Ah! Has tenido miedo; confiesa que has tenido miedo. ¿Es posible que me mires con temor, querido?... Oye, Iván, cuando me mira a los ojos sonriendo, no lo puedo resistir. Sólo de verlo, la alegría dilata mi corazón. ¡Lo quiero! Aliocha, ven a recibir mi bendición.

Aliocha se puso en pie, pero Fiodor Pavlovitch había cambiado de opinión.

—No. Me limitaré a hacer la señal de la cruz. Así. Anda, ve a sentarte. Oye, te voy a dar una alegría: la burra de Balaam ha hablado sobre cosas que a ti te llegan al corazón. Escúchalo un poco y te reirás.

La burra de Balaam era el sirviente Smerdiakov, joven de veinticuatro años, insociable, taciturno, arrogante y que parecía despreciar a todo el mundo. Ha llegado el momento de decir algunas palabras de este personaje. Criado por Marta Ignatievna y Grigori Vasilievitch, el rapaz —«naturaleza ingrata», según la expresión de Grigori— había crecido como un salvaje en su rincón. Le gustaba colgar a los gatos y enterrarlos con gran ceremonia: se echaba encima una sábana a guisa de casulla y cantaba, agitando un supuesto incensario sobre el cadáver, todo ello con el mayor misterio. Grigori lo sorprendió un día y le azotó duramente. Durante una semana el chiquillo estuvo acurrucado en un rincón, mirando de reojo.

—Este monstruo no nos quiere —decía Grigori a Marta—. Es más, no quiere a nadie.

Y un día dijo a Smerdiakov:

—¿Eres verdaderamente un ser humano? No, has nacido de la humedad del invernadero.

Smerdiakov, como se verá después, no le perdonó nunca estas palabras.

Grigori le enseñó a leer y le dio lecciones de historia sagrada desde que tuvo doce años. Fue un intento inútil. Un día, en una de las primeras lecciones, el rapaz se echó a reír.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Grigori, mirándolo por encima de los lentes.

—Nada. Que si Dios creó el mundo el primer día, y el cuarto hizo el Sol, la Luna y las estrellas, ¿de dónde salía luz el primer día?

Grigori se quedó perplejo. El chiquillo miraba a su maestro con un gesto lleno de ironía. Incluso parecía provocarlo con la mirada. Grigori no pudo contenerse.

—Ahora verás de dónde salía —exclamó. Y le dio una fuerte bofetada.

El niño no protestó, pero estuvo de nuevo en su rincón varios días. Una semana después tuvo su primer ataque de epilepsia, enfermedad que ya no le dejó en toda su vida. Fiodor Pavlovitch modificó inmediatamente su conducta con el chico. Hasta entonces le había mirado con indiferencia, aunque nunca le reñía y le daba un copec cada vez que se encontraba con él. Cuando estaba de buen humor, le enviaba postres de su mesa. La enfermedad del niño provocó su solicitud. Llamó a un médico y Smerdiakov siguió un tratamiento, pero su mal era incurable. Sufría un ataque al mes, por término medio y con intervalos regulares. Estas crisis eran de intensidad variable: unas ligeras, otras violentas. Fiodor Pavlovitch prohibió terminantemente a Grigori que le pegara y permitió al enfermo entrar en sus habitaciones. Le prohibió también el estudio hasta nueva orden. Un día —Smerdiakov tenía entonces quince años—, Fiodor Pavlovitch lo sorprendió leyendo los títulos de su biblioteca a través de los cristales. Fiodor Pavlovitch tenía un centenar de volúmenes, pero nadie le había visto nunca con ninguno en la mano. En seguida dio las llaves de su biblioteca a Smerdiakov.

—Toma —le dijo—, tú serás mi bibliotecario. Siéntate y lee. Esto será para ti mejor que estar sin hacer nada en el patio. Empieza por éste.

Y Fiodor Pavlovitch le entregó el libro Las tardes en la quinta próxima a Dikaneka.

Esta obra no gustó al muchacho. La terminó con un gesto de desagrado y sin haberse reído ni una sola vez.

—¿Qué? ¿No te ha hecho gracia? —le preguntó Fiodor Pavlovitch.

Smerdiakov guardó silencio.

—¡Responde, imbécil!

—Aquí no se cuenta más que mentiras —gruñó Smerdiakov sonriendo.

—¡Vete al diablo, cretino! Mira, aquí tienes la Historia universalde Smaragdov. Todo lo que aquí se dice es verdad.

Pero Smerdiakov no leyó más de diez páginas. La historia le pareció pesada. No había que pensar en la biblioteca. Poco tiempo después, Marta y Grigori informaron a Fiodor Pavlovitch de que Smerdiakov se había vuelto muy quisquilloso. Cuando le ponían delante el plato de sopa, la examinaba atentamente, llenaba la cuchara y la miraba a la luz.

—¿Algún gusano? —preguntaba a veces Grigori.

—¿O tal vez una mosca? —insinuaba Marta Ignatievna.

El escrupuloso joven no contestaba, pero hacia lo mismo con el pan, la carne y toda la comida. Pinchaba un trozo con el tenedor, lo examinaba a la luz como si lo mirara con el microscopio, y, tras un momento de meditación, se decidía a llevárselo a la boca.

—Como si fuera el hijo de un personaje —murmuraba Grigori, mirándole.

Cuando se enteró de semejante manía, Fiodor Pavlovitch afirmó al punto que Smerdiakov tenía vocación de cocinero y lo envió a Moscú para que aprendiera el arte culinario. Pasó allí varios años, y, cuando volvió, su aspecto había cambiado mucho. Estaba prematuramente envejecido. Su piel aparecía arrugada, amarilla. Semejaba un skopets [25]. En el aspecto moral, era casi el mismo que antes de su marcha: un salvaje que huía de la gente. Más tarde se supo que en Moscú apenas había despegado los labios. La ciudad le había interesado muy poco. Fue una noche al teatro y no le gustó. Su ropa, tanto la exterior como la interior, no presentaba la menor señal de negligencia. Cepillaba cuidadosamente su traje dos veces al día y lustraba sus elegantes botas de piel de becerro con un betún inglés especial que les daba un brillo de espejo. Se reveló como un excelente cocinero. Fiodor Pavlovitch le asignó un salario que él invertía casi enteramente en ropa, pomadas, perfumes, etcétera. Hacia tan poco caso de las mujeres como de los hombres. Se mostraba con ellas huraño e inabordable.