—Aliocha, sólo tú puedes escucharme sin reírte. Quisiera empezar mi confesión con un himno a la vida, como el « An die Freude» de Schiller. Yo no sé alemán, pero sé cómo es la poesía « An die Freude»... No creas que estoy parloteando bajo los efectos de la embriaguez. Necesito beberme dos botellas de coñac para emborracharme

»...como el bermejo Sileno

sobre su asno vacilante,

»y yo no me he bebido sino un cuarto de botella. Además, no soy Sileno. No, no soy Sileno, sino Hércules, ya que he tomado una resolución heroica. Perdóname esta comparación de mal gusto. Hoy tendrás que perdonarme muchas cosas. No te inquietes, que no parloteo: hablo seriamente y voy al grano. No seré tacaño como un judío. ¿Pero cómo es la poesía? Espera.

Levantó la cabeza, reflexionó y empezó a declamar apasionadamente:

Tímido, salvaje y desnudo se ocultaba

el troglodita en las cavernas;

el nómada erraba por los campos

y los devastaba;

el cazador temible, con su lanza y sus flechas,

recorría los bosques.

¡Desgraciado del náufrago arrojado por las olas

a aquellas inhóspitas riberas!

Desde las alturas del Olimpo

desciende una madre, Ceres, en busca

de Proserpina, a su amor arrebatada.

El mundo se le muestra con todo su horror.

Ningún asilo, ninguna ofrenda

se ofrecen a la deidad.

Aquí se ignora el culto a los dioses

y no hay ningún templo.

Los frutos de los campos, los dulces racimos,

no embellecen ningún festín;

los restos de las víctimas humean solos

en los altares ensangrentados.

Y por todas partes donde Ceres

pasea su desconsolada vista

sólo percibe

al hombre sumido en honda humillación.

Los sollozos se escaparon del pecho de Mitia, que cogió la mano de Aliocha:

—Sí, Aliocha, en la humillación. Así ocurre también en nuestros días. El hombre sufre sobre la tierra males sin cuento. No creas que soy solamente un fantoche vestido de oficial, que lo único que sabe es beber y hacer el crápula. La humillación, herencia del hombre: tal es casi el único objeto de mi pensamiento. Dios me preserva de mentir y de envanecerme. Pienso en ese hombre humillado, porque soy yo mismo.

»Para que el hombre pueda salir de su abyección

mediante el impulso de su alma,

ha de establecer una alianza eterna

con su antigua madre: la tierra.

»¿Pero cómo establecer esta alianza eterna? Yo no fecundo a la tierra abriendo su seno, porque no soy labrador. Tampoco soy pastor. Avanzo sin saber hacia dónde: si hacia la luz radiante o hacia la más denigrante vileza. Esto es lo malo: todo es denigrante en este mundo. Cada vez que me he hundido en la más baja degradación, cosa que ha sido casi constante, he releído estos versos sobre Ceres y la miseria del hombre. ¿Pero han servido para corregirme? No. Porque soy un Karamazov; porque cuando caigo al abismo, caigo de cabeza. Y te advierto que me gusta caer así: este modo de caer tiene cierta belleza a mis ojos. Y desde el seno de la abyección entono un himno. Soy un hombre maldito, vil y degradado, pero beso el borde de la túnica de Dios. Sigo el camino diabólico, pero sin dejar de ser tu hijo, Señor, y te amo, y siento esa alegría sin la cual el mundo no podría subsistir.

»La alegría eterna anima

el alma de la creación.

Transmite la llama de la vida

mediante la fuerza misteriosa de los gérmenes;

ella es la que ha hecho brotar la hierba

y convertido el caos en soles

dispersos en los espacios

insumiso al astrónomo.

Todo lo que respira

extrae la alegría del seno de la naturaleza;

arrastra en pos de ella a los hombres y a los pueblos;

ella nos ha dado amigos en la adversidad,

el jugo de los racimos, las coronas de las Gracias;

a los insectos la sensualidad...

Y el ángel se mantiene ante Dios.

»Pero basta de versos. Déjame llorar, Que todos menos tú se rían de mi tontería. Veo brillar tus ojos. Basta de versos. Ahora quiero hablarte de los «insectos», de esos a los que Dios ha obsequiado con la sensualidad. Yo mismo soy uno de ellos. Nosotros, los Karamazov, somos todos así. Ese insecto vive en ti, levantando tempestades. Pues la sensualidad es una tormenta, y a veces más que una tormenta. La belleza es algo espantoso. Espantoso porque es indefinible, y no se puede definir porque Dios sólo ha creado enigmas. Los extremos se tocan; las contradicciones se emparejan. Mi instrucción es escasa, hermano mío, pero he pensado mucho en estas cosas. ¡Cuántos misterios abruman al hombre! Penetra en ellos y sale intacto. Penetra en la belleza, por ejemplo. No puedo soportar que un hombre de gran corazón y de elevada inteligencia empiece por el ideal de la Virgen y termine por el de Sodoma. Pero lo más horrible es que, llevando en su corazón el ideal de Sodoma, no repudie el de la Virgen y se abrase en él como en los años de su juventud inocente. El espíritu del hombre es demasiado vasto: me gustaría reducirlo. Así no hay medio de que nos conozcamos. El corazón humano, el de la mayoría de los hombres, halla la belleza incluso en actos vergonzosos como el ideal de Sodoma. Es el duelo entre Dios y el diablo: el corazón humano es el cameo de batalla. Además, se habla del sufrimiento... Pero vayamos al asunto.

CAPITULO IV