—¿Por qué se habrá prosternado? ¿Será algún acto simbólico?

Así intentó Fiodor Pavlovitch, que de súbito se había calmado, reanudar la conversación. Pero no se atrevió a dirigirse a nadie particularmente. En este momento cruzaban la puerta del recinto de la ermita.

—No sé nada de esas locuras —repuso inmediatamente y con aspereza Piotr Alejandrovitch—. Lo que puedo asegurarle, Fiodor Pavlovitch, es que me desligo de usted, y para siempre. ¿Dónde está ese monje que nos acompañaba?

El monje por el que preguntaba Piotr Alejandrovitch y que les había invitado a comer con el padre abad no se hizo esperar. Se unió a los visitantes en el momento en que éstos bajaban los escalones del pórtico. Al parecer, los había estado esperando durante todo el tiempo que había durado la reunión.

Piotr Alejandrovitch le dijo, sin ocultar su irritación:

—Tenga la bondad, reverendo padre, de transmitir al padre abad la expresión de mi más profundo respeto y presentarle mis excusas. Circunstancias imprevistas me impiden, muy a pesar mío, aceptar su invitación.

—La circunstancia imprevista soy yo —intervino al punto Fiodor Pavlovitch—. Oiga, padre: Piotr Alejandrovitch no quiere estar conmigo; de lo contrario, habría ido de buena gana. Vaya usted, Piotr Alejandrovitch, y buen provecho. Soy yo el que me voy. Vuelvo a mi casa, donde podré comer, cosa que me sería imposible hacer aquí, mi querido pariente.

—Yo no soy ni he sido jamás pariente suyo, hombre despreciable.

—Lo he dicho expresamente para irritarle, porque sé que a usted le molesta este parentesco. Sin embargo, usted, a pesar de sus arrogantes protestas, es pariente mío, y lo puedo probar con documentos... Te enviaré el coche si quieres, Iván... Piotr Alejandrovitch, su buena educación le obliga a acudir a la mesa del padre abad, y no olvide que debe excusarme de las tonterías que hemos cometido.

—¿De veras se marcha usted? ¿No nos engaña?

—¿Cree usted que puedo atreverme a bromear después de lo que ha pasado? Me he dejado llevar de los nervios, señores; perdónenme. Estoy confundido, avergonzado. Lo mismo se puede tener el corazón de Alejandro de Macedonia que el de un perrito. Yo me parezco al chuchito Fidele. La timidez se ha apoderado de mí. Después de lo ocurrido, no puedo comer los guisos del monasterio. Estoy avergonzado. Perdónenme, pero no me es posible acompañarles.

«¿No será todo una farsa? Sólo el diablo sabe de lo que es capaz este hombre.»

Mientras se hacía esta reflexión, Miusov se detuvo y siguió con la mirada perpleja al payaso que se alejaba. Éste se volvió y, viendo que Piotr Alejandrovitch le observaba, le envió un beso con la mano.

—¿Viene usted a comer con el padre abad? —preguntó Miusov a Iván Fiodorovitch.

—¿Por qué no? Estoy invitado personalmente desde ayer.

—Desgraciadamente, me siento obligado a asistir a esa maldita comida —dijo Miusov con amarga irritación, sin preocuparse de que el monjecillo le escuchaba—. Por lo menos, tenemos que excusarnos de lo que ha ocurrido y explicar que no ha sido cosa nuestra. ¿No le parece?

—Sí, hay que explicar que no ha sido cosa nuestra. Además, mi padre no asistirá —observó Iván Fiodorovitch.

—¡Sólo faltaba que asistiera su padre! ¡Maldita comida!

Sin embargo, todos iban hacia el monasterio. El monjecillo escuchaba en silencio. Al atravesar el bosque, dijo que el padre abad les esperaba desde hacía un buen rato, que ya llevaban más de media hora de retraso. Nadie le contestó. Miusov observó a Iván Fiodorovitch con una expresión de odio.

«Va a la comida como si nada hubiese ocurrido —pensó—. Cara de vaqueta y conciencia de Karamazov.»

CAPÍTULO VII

Un seminarista ambicioso

Aliocha condujo al staretsa su dormitorio y lo sentó en su lecho. Era una reducida habitación sin más muebles que los indispensables. La cama era estrecha, de hierro, y una simple manta hacia las veces de colchón. En un rincón se veían varios iconos y un facistol en el que descansaban la cruz y el Evangelio. El staretsse dejó caer, exhausto. Una vez sentado, miró fijamente a Aliocha, con gesto pensativo:

—Vete, querido, vete. Con Porfirio tengo suficiente ayuda. El padre abad te necesita. Has de servir la mesa.

—Permítame que me quede —dijo Aliocha con voz suplicante.

—Allí haces más falta. No hay paz entre ellos. Servirás la mesa y serás útil. Si te asaltan los malos espíritus, reza. Has de saber, hijo mío —al staretsle gustaba llamarle así—, que en el futuro te puesto no estará aquí. Acuérdate de esto, muchacho. Cuando Dios me haya juzgado digno de comparecer ante él, deja el monasterio, márchate enseguida.

Aliocha se estremeció.

—¿Qué te pasa? —le preguntó el starets—. Tu puesto no es éste por el momento. Tienes una gran misión que cumplir en el mundo, y yo te bendigo y te envío a cumplirla. Peregrinarás durante mucho tiempo. Tendrás que casarte: es preciso. Habrás de soportarlo todo hasta que vuelvas. La empresa no será fácil, pero tengo confianza en ti. Sufrirás mucho y, al mismo tiempo, serás feliz. Esta es tu vocación: buscar en el dolor la felicidad. Lucha, lucha sin descanso. No olvides mis palabras. Todavía hablaré otras veces contigo, pero mis días, e incluso mis horas, están contados.

El semblante de Aliocha reflejó una viva agitación. Sus labios temblaban.

—¿Qué te pasa? —le preguntó, sonriendo, el starets—. Que las personas mundanas lloren a sus muertos. Aquí nos alegramos cuando un padre agoniza. Nos alegramos y rogamos por él. Déjame. Tengo que rezar. Vete, vete pronto. Debes estar al lado de tus hermanos; no sólo de uno, sino de los dos.

El staretslevantó la mano para bendecirle. Aunque experimentaba grandes deseos de quedarse, Aliocha no se atrevió a hacer ninguna objeción ni a preguntar lo que significaba la profunda inclinación del staretsante su hermano Dmitri. Sabía que el staretsse lo habría explicado espontáneamente si hubiera podido. Si no se lo decía era porque no se lo debía decir. Aquella prosternación hasta tocar el suelo había dejado estupefacto a Aliocha. Tenía alguna finalidad misteriosa. Misteriosa y a la vez terrible. Cuando hubo salido del recinto de la ermita sintió oprimido el corazón y tuvo que detenerse. Le parecía estar oyendo las palabras del staretsque predecían su próximo fin. Las predicciones minuciosas del staretsse cumplirían: Aliocha lo creía ciegamente. ¿Pero cómo podría vivir sin él, sin verlo ni oírlo? ¿Y adónde iría? El staretsle había ordenado que no llorase y que dejara el monasterio. ¡Señor, Señor...! Hacía mucho tiempo que Aliocha no había experimentado una angustia semejante.