La muchacha se inclinó para salir de la cueva. Llevaba en la mano una cazuela plana de hierro con dos asas y Robert Jordan vio que volvía la cara, como si se avergonzase de algo, y en seguida comprendió lo que le ocurría. La chica sonrió y dijo: «Hola, camarada», y Jordan contestó: «Salud», y procuró no mirarla con fijeza ni tampoco apartar de ella su vista. La muchacha puso en el suelo la paellera de hierro, frente a él, y Jordan vio que tenía bonitas manos de piel bronceada. Entonces ella le miró descaradamente y sonrió.

Tenía los dientes blancos, que contrastaban con su tez oscura, y la piel y los ojos eran del mismo color castaño dorado. Tenía lindas mejillas, ojos alegres y una boca llena, no muy dibujada. Su pelo era del mismo castaño dorado que un campo de trigo quemado por el sol del verano, pero lo llevaba tan corto, que hacía pensar en el pelaje de un castor. La muchacha sonrió, mirando a Jordan, y levantó su morena mano para pasársela por la cabeza, intentando alisar los cabellos, que se volvieron a erguir en seguida. «Tiene una cara bonita -pensó Jordan- y sería muy guapa si no la hubieran rapado.»

- Así es como me peino -dijo la chica a Jordan, y se echó a reír-. Bueno, coman ustedes. No se queden mirando. Me cortaron el pelo en Valladolid. Ahora ya me ha crecido. Se sentó junto a él y se quedó mirándole. El la miró también. Ella sonrió y cruzó sus manos sobre las rodillas. Sus piernas aparecían largas y limpias, sobresaliendo del pantalón de hombre que llevaba, y, mientras ella permanecía así, con las manos cruzadas sobre las rodillas, Jordan vio la forma de sus pequeños senos torneados, bajo su camisa gris. Cada vez que Jordan la miraba sentía que una especie de bola se le formaba en la garganta.

- No tenemos platos -dijo Anselmo-; emplee el cuchillo. -La muchacha había dejado cuatro tenedores, con las púas hacia abajo, en el reborde de la paellera de hierro.

Comieron todos del mismo plato, sin hablar, según es costumbre en España. La comida consistía en conejo, aderezado con mucha cebolla y pimientos verdes, y había garbanzos en la salsa, oscura, hecha con vino tinto. Estaba muy bien guisado; la carne se desprendía sola de los huesos y la salsa era deliciosa. Jordan se bebió otra taza de vino con la comida. La muchacha no le quitaba la vista de encima. Todos los demás estaban atentos a su comida.

Jordan rebañó con un trozo de pan la salsa restante, amontonó cuidadosamente a un lado los huesos del conejo, aprovechó el jugo que quedaba en ese espacio, limpió el tenedor con otro pedazo de pan, limpió también su cuchillo y lo guardó, y se comió luego el pan que le había servido para limpiarlo todo. Echándose hacia delante, se llenó una nueva taza mientras la muchacha seguía observándole.

Jordan se irguió, bebió la mitad de la taza y vio que seguía teniendo la bola en la garganta cuando quería hablar a la muchacha.

- ¿Cómo te llamas? -preguntó. Pablo volvió inmediatamente la cara hacia él al oír aquel tono de voz. En seguida se levantó y se fue.

- María, ¿y tú?

- Roberto. ¿Hace mucho tiempo que estás por aquí?

- Tres meses.

- ¿Tres meses? -preguntó Jordan, mirando su cabeza, el cabello espeso y corto que ella trataba de aplastar, pasando y repasando su mano, cosa que hacía ahora con cierta dificultad, sin conseguirlo, porque inmediatamente volvía a erguirse el cabello como un campo de trigo azotado por el viento en el flanco de una colina.

- Me lo afeitaron -explicó-; me afeitaban la cabeza de cuando en cuando en la cárcel de Valladolid. Me ha costado tres meses que me creciera como ahora. Yo estaba en el tren. Me llevaban para el Sur. Muchos de los detenidos que íbamos en el tren que voló, fueron atrapados después de la explosión; pero yo no. Yo me vine con éstos.

- Me la encontré escondida entre las rocas -explicó el gitano-. Estaba allí cuando íbamos a marcharnos. Chico, ¡qué fea era! Nos la trajimos con nosotros, pero en el camino pensé varias veces que íbamos a abandonarla.

- ¿Y el otro que estuvo en lo del tren con ellos? -preguntó María-. El otro, el rubio, el extranjero. ¿Dónde está?

- Murió -dijo Jordan-. Murió en abril.

- ¿En abril? Lo del tren fue en abril.

- Sí -dijo Jordan-; murió diez días después de lo del tren.

- Pobre -dijo la muchacha-; era muy valiente. ¿Y tú haces el mismo trabajo?

- Sí.

- ¿Has volado trenes también?

- Sí, tres trenes.

- ¿Aquí?

- En Extremadura -dijo Jordan-. He estado en Extremadura antes de venir aquí. Hemos hecho mucho en Extremadura. Tenemos mucha gente trabajando en Extremadura.

- ¿Y por qué has venido ahora a estas sierras?

- Vengo a sustituir al otro, al rubio. Además, conozco esta región de antes del Movimiento.

- ¿La conoces bien?

- No, no muy bien. Pero aprendo en seguida. Tengo un mapa muy bueno y un buen guía.

- Ah, el viejo -aseveró ella, con la cabeza-; el viejo es muy bueno.

- Gracias -dijo Anselmo, y Jordan se dio cuenta de repente de que la muchacha y él no estaban solos, y se dio también cuenta de que le resultaba difícil mirarla, porque en seguida cambiaba el tono de su voz. Estaba violando el segundo mandamiento de los dos que rigen cuando se trata con españoles: hay que dar tabaco a los hombres y dejar tranquilas a las mujeres. Pero vio también que no le importaba nada. Había muchas cosas que le tenían sin cuidado; ¿por qué iba a preocuparse de aquélla?

- Eres muy bonita -dijo a María-. Me hubiera gustado ver cómo eras antes de que te cortasen el pelo.

- El pelo crecerá -dijo ella-. Dentro de seis meses ya lo tendré largo.

- Tenía usted que haberla visto cuando la trajimos. Era tan fea, que revolvía las tripas.

- ¿De quién eres mujer? -preguntó Jordan, queriendo dar a su voz un tono normal-. ¿De Pablo?

La muchacha le miró a los ojos y se echó a reír. Luego le dio un golpe en la rodilla.

- ¿De Pablo? ¿Has visto a Pablo?

- Bueno, entonces quizá seas mujer de Rafael. He visto a Rafael.

- No soy de Rafael.

- No es de nadie -aclaró el gitano-. Es una mujer muy extraña. No es de nadie. Pero guisa bien.

- ¿De nadie? -preguntó Jordan.

- De nadie. De nadie. Ni en broma ni en serio. Ni de ti tampoco.

- ¿No? -preguntó Jordan y vio que la bola se le hacía de nuevo en la garganta-. Bueno, yo no tengo tiempo para mujeres. Esa es la verdad.

- ¿Ni siquiera quince minutos? -le preguntó el gitano irónicamente-. ¿Ni siquiera un cuarto de hora?