- ¡Qué va, Joaquín! -contestó la muchacha-. Nos hemos parado para hablar más de lo que hemos andado.

- ¿Eres tú el dinamitero? -preguntó Joaquín-. Nos han dicho que andabas por aquí.

- He pasado la noche en el refugio de Pablo -dijo Robert Jordan-. Sí, yo soy el dinamitero.

- Me alegro de verte -dijo Joaquín-. ¿Has venido para algún tren?

- ¿Estuviste en el último tren? -preguntó Robert Jordan sonriendo a manera de respuesta.

- Que si estuve -contestó Joaquín-; allí fue en donde encontramos esto -e hizo un guiño a María-. Chica, estás muy guapa ahora. ¿Te han dicho lo guapa que estás?

- Cállate, Joaquín -dijo María-. Tú sí que estarías guapo si te cortaras el pelo.

- Te llevé a hombros. ¿No te acuerdas? Te llevé a hombros.

- Como tantos otros -dijo Pilar, con su vozarrón-. ¿Quién fue el que no la llevó? ¿Dónde está el viejo?

- En el campamento.

- ¿En dónde estuvo ayer por la noche?

- En Segovia.

- ¿Ha traído noticias?

- Sí -contestó Joaquín-. Hay cosas nuevas.

- ¿Buenas o malas?

- Me parece que malas.

- ¿Habéis visto los aviones?

- ¡Ay! -dijo Joaquín, moviendo la cabeza-. No me hables de eso. Camarada dinamitero, ¿qué clase de aviones eran?

- «Heinkel 111» los bombarderos; «Heinkel» y «Fiat» los cazas -respondió Jordan.

- Y los grandes, con las alas bajas, ¿qué eran?

- Esos eran los «Heinkel 111».

- Que los llamen como quieran, son malos de todas maneras -dijo Joaquín-. Pero os estoy entreteniendo. Voy a llevaros al comandante.

- ¿El comandante? -preguntó Pilar, asombrada.

Joaquín asintió con la cabeza, seriamente.

- Me gusta más que jefe -dijo-. Es más militar.

- Te militarizas mucho tú -dijo Pilar, riendo.

- No -contestó Joaquín, riendo también-; pero me gustan las palabras militares, porque las órdenes son más claras y es mejor para la disciplina.

- Aquí hay uno de tu estilo, inglés -dijo Pilar-. Este es un chico muy serio.

- ¿Quieres que te lleve a brazos? -preguntó Joaquín a la muchacha pasándole un brazo por el cuello y acercándole la cara.

- Con una vez, tengo bastante -dijo María-. De todos modos, muchas gracias.

- ¿Te acuerdas todavía? -le preguntó Joaquín.

- Me acuerdo de que me llevaban -contestó María-; ¡pero no me acuerdo de ti. Me acuerdo del gitano, porque me dejó caer muchas veces. De todas formas, muchas gracias, Joaquín; uno de estos días te llevaré yo.

- Pues yo me acuerdo muy bien -dijo Joaquín-. Me acuerdo de que te tenía sujeta por las piernas con la tripa apoyada en el hombro y la cabeza a la espalda y los brazos colgando.

- Tienes mucha memoria -dijo María, sonriendo-. Yo no me acuerdo de nada de eso. Ni de tus brazos, ni de tus hombros, ni de tu espalda.

- ¿Quieres que te diga una cosa? -preguntó Joaquín.

- ¿Qué cosa?

- Me gustaba mucho llevarte a la espalda, porque nos tiraban por detrás. '

- ¡Qué cerdo! -dijo María-. ¿Sería por eso por lo que el gitano me llevó tanto rato?

- Por eso y por sostenerte de las piernas.

- ¡Qué héroes! -dijo María-. ¡Qué salvadores!

- Escucha, guapa -dijo Pilar-, este chico te llevó mucho rato. Y en aquel momento tus piernas no decían nada a nadie. En aquel momento eran las balas las que lo decían todo. Y si te hubiese dejado en el suelo, hubiera estado pronto lejos del alcance de las balas.

- Ya le he dado las gracias -dijo María-. Y le llevaré a hombros uno de estos días. Déjanos reír un poco, Pilar; no voy allorarporquemehaya llevado; ¿no?

- No, si yo te hubiera dejado caer también -dijo Joaquín, siguiendo la broma-; pero tenía miedo de que Pilar me matase.

- Yo no mato a nadie -dijo Pilar.

- No hace falta -contestó Joaquín-; no hace falta. Lo matas de miedo, sólo con que abras la boca.

- Vaya una manera de hablar -dijo Pilar-; tú, que eras antes un muchacho tan educado. ¿Qué hacías tú antes del Movimiento, chico?

- Poca cosa -dijo Joaquín-. Tenía dieciséis años.

- Pero ¿qué hacías?

- Algunos zapatos, de vez en cuando.

- ¿Los fabricabas?

- No, los lustraba.

¡Qué va! -dijo Pilar-; eso no es todo -y se quedó mirando la cara atezada del muchacho; su estampa garbosa, su mata de pelo y su modo de andar-. ¿Por qué fracasaste?

- ¿Fracasar en qué?

- ¿En qué? Sabes bien de qué hablo. Te estás dejando crecer la coleta.

- Creo que fue el miedo -dijo el muchacho.

- Tienes buena estampa -dijo Pilar-; pero la estampa no vale para nada. Entonces fue el miedo, ¿no? Sin embargo, estuviste muy bien en lo del tren.

- Ya no tengo miedo ahora a los toros -dijo el chico-; a ninguno. He visto toros peores y más peligrosos. Seguro que no hay toro tan peligroso como una ametralladora. Pero si estuviese ahora en la plaza, no sé si sería dueño de mis piernas.

- Quería ser torero -explicó Pilar a Robert Jordan-; pero tenía miedo.

- ¿Te gustan a ti los toros, camarada dinamitero? -preguntó Joaquín, dejando ver al sonreír una dentadura blanquísima.

- Mucho -contestó Robert Jordan-. Muchísimo.

- ¿Has visto los toros de Valladolid? -preguntó Joaquín.

- Sí, en septiembre, en la feria.

- Valladolid es mi pueblo -dijo Joaquín-. ¡Y qué pueblo tan bonito! Pero, ¡cuánto ha sufrido la buena gente de ese pueblo durante la guerra! -Luego se puso serio.- Fusilaron a mi padre, a mi madre, a mi cuñada y, ahora, han fusilado a mi hermana.

- ¡Qué bárbaros! -dijo Robert Jordan. ¡Cuántas veces había oído decir eso! ¡Cuántas veces había visto a las gentes pronunciar aquellas palabras con dificultad! ¡Cuántas veces había visto llenárseles de lágrimas los ojos y oprimírseles la garganta para decir con esfuerzo: Mi padre o mi madre o mi hermano o mi hermana…! No podía acordarse de cuántas veces los había oído mencionar a sus muertos de esa forma. Casi siempre hablaban las gentes como el muchacho, de golpe y a propósito del nombre de un pueblo; y siempre había que responder: ¡Qué bárbaros!