«Subida en mi silla, podía ver a través de los barrotes de las ventanas del salón del Ayuntamiento, y en el interior todo seguía como antes. El cura estaba de pie; los que quedaban estaban de rodillas en semicírculo alrededor y todos rezaban. Pablo estaba sentado sobre la gran mesa, ante el sillón del alcalde, con la escopeta cruzada a la espalda. Estaba sentado con las piernas colgando y fumaba un cigarrillo. Todos los guardias estaban sentados en los sillones de los concejales, con sus fusiles. La llave de la puerta grande estaba sobre la mesa, al lado de Pablo.

»La muchedumbre gritaba: "A-brid. A-brid. A-brid…", como una cantinela, y Pablo permanecía allí, sentado, como si no se enterase de nada. Dijo algo al cura, pero no lo pude oír por culpa del gran alboroto de la muchedumbre.

El cura no le respondía y continuaba rezando. Acerqué más la silla al muro, porque las gentes que estaban detrás me empujaban. Volví a subirme. Tenía la cabeza pegada a la ventana y me sostenía con las manos sujetas a los barrotes. Un hombre quiso subir también sobre mi silla y subió, pasando sus brazos por encima de los míos y sujetándose a los barrotes más alejados.

»-La silla va a romperse -le dije.

»-¿Qué importa? -contestó él-. Míralos, míralos como rezan.

»Su aliento sobre mi cuello hedía como hiede la multitud, un olor agrio, como el vómito sobre el pavimento, y el olor de la borrachera, y fue entonces cuando metió la cabeza por entre los barrotes, por encima de mi espalda, y se puso a vociferar: "¡Abrid, abrid!" Y era como si tuviese a la mismísima multitud a mis espaldas en una especie de pesadilla.

»La multitud se apretaba contra la puerta y los que estaban delante eran aplastados por los otros, que empujaban desde atrás, y en la plaza, un borrachín de blusa negra, con un pañuelo rojo y negro en torno al cuello, llegó corriendo y se arrojó contra la muchedumbre y cayó de bruces al suelo; entonces se levantó, se echó para atrás, cogió carrerilla y volvió a lanzarse de nuevo contra las espaldas de los hombres que empujaban, gritando:" ¡Viva yo y viva la anarquía!"

»Mientras yo miraba, el hombre se alejó de la multitud, y fue a sentarse por su cuenta y se puso a beber de su botella, y mientras estaba sentado vio a don Anastasio, tendido en el pavimento, pero muy pisoteado, y entonces el borracho se levantó y se acercó a don Anastasio y le arrojó el contenido de la botella por la cabeza y por la ropa. Luego sacó una caja de cerillas del bolsillo y encendió varias, intentando prender fuego a don Anastasio, pero el viento soplaba con fuerza y apagaba las cerillas. Al cabo de un momento, el borracho se sentó junto a don Anastasio, moviendo la cabeza con tristeza y bebiendo de la botella, y de cuando en cuando se inclinaba sobre el cadáver y le daba golpecitos amistosos en la espalda.

»En todo ese tiempo la muchedumbre había seguido gritando que abrieran, y el hombre que estaba subido en mi silla se agarraba con todas sus fuerzas a los barrotes de la ventana, gritando también que abrieran, hasta que me dejó sorda con sus rugidos y con su aliento maloliente, que me echaba encima, y dejé de mirar al borracho que intentaba prender fuego a don Anastasio y empecé a mirar al interior del salón del Ayuntamiento, y todo continuaba como antes. Seguían rezando todos los hombres arrodillados, con la camisa abierta, unos con la cabeza inclinada, otros con la cabeza erguida, mirando al sacerdote y al crucifijo que el sacerdote tenía en sus manos; el sacerdote rezaba muy de prisa, mirando hacia lo alto, y detrás de ellos Pablo, con un cigarrillo encendido, estaba sentado sobre la mesa, balanceando las piernas, con el fusil a la espalda y jugando con la llave.

»Vi a Pablo inclinarse de nuevo para hablar al cura, pero no podía oír lo que hablaba por culpa de los gritos; pero el cura seguía sin responderle y seguía rezando. Un hombre se levantó en esos momentos del semicírculo de los que rezaban y vi que quería salir. Era don José Castro, a quien todos llamaban don Pepe, un fascista de tomo y lomo, tratante de caballos. Estaba allí, pequeño, con aire de enorme pulcritud, aun sin afeitar como iba, y con una chaqueta de pijama metida en un pantalón gris a rayas. Don Pepe besó el crucifijo, el cura le bendijo, y entonces don Pepe levantó la cabeza, miró a Pablo e hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta.

»Pablo le contestó con otro movimiento de cabeza, sin dejar de fumar. Podía ver yo que don Pepe le decía algo a Pablo; pero no podía oír lo que le decía. Pablo no respondió: movió simplemente la cabeza señalando a la puerta.

»Entonces vi a don Pepe volverse para mirar también a la puerta y me di cuenta de que no sabía que la puerta estaba cerrada con llave. Pablo le enseñó la llave y don Pepe se quedó mirándola un instante, y luego volvió a su sitio y se arrodilló. Vi al cura, que miraba a Pablo, y a Pablo, que, sonriendo, le enseñaba la llave y el cura pareció entonces darse cuenta por vez primera de que la puerta estaba cerrada con llave, y pareció que iba a decir algo, porque hizo como si fuera a mover la cabeza; pero la dejó caer adelante y se puso a rezar.

»No sé cómo se las habían arreglado hasta entonces para no comprender que la puerta estaba cerrada, a menos que estuviesen demasiado ocupados con sus rezos y con las cosas en que estaban pensando; pero al fin habían comprendido todos; comprendían lo que querían decir los gritos y debían de saber que todo había cambiado. Pero siguieron comportándose como antes.

»Los gritos se habían hecho tan fuertes, que no se oía nada. El borracho que estaba en la silla conmigo se puso a sacudir los barrotes y a vociferar: "¡Abrid! ¡Abrid!", hasta que se quedó ronco.

»Miré a Pablo, que en esos momentos hablaba de nuevo al cura y vi que el cura no respondía. Entonces vi a Pablo descolgarse la escopeta y dar al cura con ella en el hombro. El cura no le hizo caso y vi a Pablo mover la cabeza; luego, le vi hablar por encima del hombro a Cuatrodedos y a éste hablar con los otros guardias. Entonces los guardias se levantaron, se fueron al fondo del salón y se quedaron allí de pie, con sus fusiles.

»Vi a Pablo que decía algo a Cuatrodedos y Cuatrodedos que hacía correr las dos mesas, y los bancos, y a los guardias que se ponían detrás, con sus fusiles. Eso formaba una barricada en un rincón del salón. Pablo avanzó y volvió a dar al cura en el hombro con su escopeta, pero el cura no le hacía caso; vi que don Pepe le miraba, aunque los otros no ponían atención y seguían rezando. Pablo movió la cabeza, y cuando vio que don Pepe le miraba hizo un movimiento de cabeza, enseñándole la llave que tenía en la mano. Don Pepe lo entendió; inclinó el rostro y se puso a rezar muy de prisa.

»Pablo se bajó de la mesa y pasando por detrás de la larga mesa del Concejo, se sentó en el sillón del alcalde y lió un cigarrillo, sin quitar ojo a los fascistas, que seguían rezando con el cura. Su cara no tenía ninguna expresión. La llave estaba sobre la mesa delante de él. Era una gran llave de hierro de más de una cuarta de larga. Por fin Pablo gritó a los guardias, aunque yo no pude saber el qué y un guardia se acercó a la puerta. Vi que los que estaban rezando lo hacían más de prisa que antes y me di cuenta de que todos sabían ya lo que sucedía.

»Pablo dijo algo al cura, pero el cura no contestó. Entonces Pablo se echó hacia delante, cogió la llave y se la tiró por lo alto al guardia que estaba cerca de la puerta. El guardia la recogió y Pablo le hizo un guiño. Entonces el guardia puso la llave en la cerradura, dio media vuelta, tiró hacia sí de la puerta, y se puso a cubierto rápidamente detrás de ella antes de que la muchedumbre se colara dentro.