- ¿Al otro lado de las líneas? -preguntó Marty-. ¡Ah, sí!, ya os oí decir que veníais de las líneas fascistas.

- Me lo dio un inglés llamado Roberto, camarada general, que vino como dinamitero para lo del puente. ¿Entiendes?

- Continúa con tu cuento -dijo Marty, usando la palabra cuento para expresar mentira, falsedad o invención.

- Bueno, camarada general, el inglés me ordenó que a toda prisa se lo trajera al general Golz, que va a lanzar una ofensiva por estas montañas. Y lo único que te pedimos es podérselo llevar con toda la rapidez posible, si no tiene ningún inconveniente el camarada general.

Marty volvió a sacudir la cabeza. Miraba a Andrés, pero no le veía.

Golz, pensaba con una mezcla de horror y de satisfacción; esa mezcla que es capaz de experimentar un hombre al saber que su peor rival ha muerto en un accidente de coche particularmente atroz, o que una persona que odiaba, y cuya probidad no se puso nunca en duda, acababa de ser acusada de desfalco. Que Golz fuese también uno de ellos… Que Golz mantuviera relaciones tan evidentes con los fascistas… Golz, a quien él conocía desde hacía más de veinte años. Golz, que había capturado el tren de oro aquel invierno con Lucacz en Siberia. Golz, que se había batido contra Kolchak y en Polonia. Y en el Cáucaso, y en China. Y aquí, desde el primero de octubre. Pero había sido íntimo de Tukhachevsky. De Vorochilov también, ciertamente. Pero fue íntimo de Tukhachevsky. ¿Y de quién más? Aquí lo era de Karkov, desde luego. Y de Lucacz. Pero todos los húngaros eran intrigantes. El detestaba a Gall. «Acuérdate de eso. Anótalo.» Golz había detestado siempre a Gall. Pero sostenía a Putz. «Acuérdate de eso. Y Duval es su jefe de Estado Mayor. Fíjate en lo que hay detrás de todo eso. Se le ha oído decir que Copie era un imbécil. Eso es algo definitivo. Eso es algo que cuenta. Y ahora, ese mensaje procedente de las líneas fascistas.» Solamente cortando las ramas podridas podría conservarse el árbol sano y vigoroso. Era necesario que la podredumbre quedara al descubierto para que pudiera ser destruida. Pero que tuviera que ser Golz… Que fuera Golz uno de los traidores… Sabía que no era posible confiar en nadie. En nadie. Nunca. Ni en la propia mujer. Ni en el hermano. Ni en el más viejo camarada. En nadie. Nunca.

- Lleváoslos y vigiladlos.

El cabo y el soldado se cruzaron una mirada. Para ser una entrevista con Marty, había sido poco ruidosa.

- Camarada Marty -dijo Gómez-, no procedas como un demente. Escúchame a mí, un oficial leal, un camarada. Ese mensaje tiene que ser entregado. Este camarada lo ha traído atravesando las líneas fascistas para entregárselo al camarada general Golz.

- Lleváoslos -ordenó Marty al centinela, expresándose con gran dulzura. Los compadecía como seres humanos aunque fuese necesario liquidarlos. Pero era la tragedia de Golz lo que le obsesionaba. Que tuviera que ser Golz, pensaba. Era preciso llevar en seguida el mensaje fascista a Varloff.

No, sería mejor que él mismo se lo entregara a Golz y le observara en su reacción. ¿Cómo estar seguro de Varloff, si Golz mismo era uno de ellos? No. Era un asunto que requería grandes precauciones.

Andrés se dirigió a Gómez.

- ¿Crees que no va a enviar el mensaje? -preguntó, sin acabar de creerlo.

- ¿No lo estás viendo? -dijo Gómez.

- Me cago en su puta madre -dijo Andrés-. Está loco.

- Sí -asintió Gómez-; está loco. Estás loco. ¿Me oyes? Loco -gritó a Marty, que estaba de espaldas a ellos, inclinado sobre el mapa, esgrimiendo su lápiz rojo y azul-. ¿Me oyes, loco asesino?

- Lleváoslos -volvió a decir Marty-. Su cabeza está desquiciada bajo el peso de su enorme culpa.

Aquélla era una frase que al cabo le resultaba familiar. La había oído ya otras veces.

- Loco. Asesino -gritaba Gómez.

- Hijo de la gran puta -gritaba Andrés-. Loco.

La estupidez de aquel hombre le exasperaba. Si era un loco, que le encerrasen, que le quitaran el mensaje del bolsillo. Al diablo con aquel loco. La furia española empezaba a manifestarse, sobreponiéndose a su manera de ser calmosa y a su humor afable. Un poco más, y le cegaría.

Marty, con los ojos fijos en el mapa, movió tristemente la cabeza mientras los guardias hacían salir a Gómez y a Andrés. Los guardias se divirtieron al oír cómo le insultaban; pero, en conjunto, la representación había resultado floja. Habían visto otras mucho mejores. A André Marty no le importaban las injurias. Muchos hombres le habían maldecido, al fin y al cabo. Sentía piedad de todos, sinceramente, como seres humanos. Era algo que se repetía a menudo y era una de las pocas ideas sanas que le quedaban y que fuera realmente suya.

Siguió sentado allí, con los ojos fijos en el mapa, hacia el que apuntaban también las guías de sus bigotes; aquel mapa que no comprendería nunca, con los círculos de color castaño finos como la tela de una araña. Podía discernir las cimas y los valles, pero no comprendía en absoluto por qué era preciso elegir esa cima o aquel valle. En el Estado Mayor, donde, gracias al régimen de los comisarios políticos, tenía derecho a intervenir, sabía poner el dedo sobre tal o cual lugar numerado, rodeado de un círculo castaño, en medio de las manchas verdes de los bosques, cortado por las líneas de las carreteras que corrían paralelas a las líneas sinuosas de los ríos, y decir: «Aquí. Este es el punto vulnerable.»

Gall y Copie, que eran los dos políticos y hombres ambiciosos, asentían y, más tarde, hombres que nunca habían visto el mapa, y a quienes habían dicho el número de la cota antes de salir, treparían por las laderas en busca de su muerte, a menos que, detenidos por el fuego de las ametralladoras ocultas entre los olivares no la alcanzasen jamás. Podía suceder asimismo que en otros frentes trepasen fácilmente para descubrir que no habían mejorado en nada su posición anterior. Pero cuando Marty ponía el dedo sobre el mapa en el Estado Mayor de Golz, los músculos de la mandíbula del general de cráneo lleno de cicatrices y rostro blanco se crispaban, mientras se decía para sí: «Debiera matarte, André Marty, antes de consentir que pusieras tu inmundo dedo sobre uno de mis mapas. Maldito seas por todos los hombres que has hecho morir mezclándote en cosas que no conocías. Maldito sea el día en que se dio tu nombre a la fábrica de tractores, a las aldeas, a las cooperativas, convirtiéndote en un símbolo al que yo no puedo tocar. Vete a otra parte a sospechar, a exhortar, a intervenir, a denunciar y a asesinar, y deja en paz mi Estado Mayor.»

Pero en lugar de decir eso, Golz se limitaba a apartarse de la inmensa mole inclinada sobre el mapa con el dedo extendido, los ojos acuosos, el mostacho de un blanco grisáceo, y el aliento fétido, y decía: «Sí, camarada Marty; comprendo tu punto de vista; pero no está enteramente justificado y no estoy de acuerdo. Puedes pasar sobre mi cadáver, si lo prefieres. Sí, puedes convertirlo en una cuestión de partido, como dices. Pero no estoy de acuerdo.»

Así, pues, André Marty seguía en aquellos momentos sentado, estudiando su mapa, extendido sobre la mesa, a la luz cruda de una bombilla eléctrica sin pantalla suspendida por encima de su cabeza y, consultando las copias de las órdenes de ataque, trataba de buscar el lugar lentamente, cuidadosa y laboriosamente sobre el mapa como un joven oficial que tratara de resolver un problema en un curso preparatorio de Estado Mayor.