Siempre con las luces apagadas, rebasaron cuatro automóviles blindados y luego una larga fila de camiones cargados de tropas. Los soldados iban silenciosos en la oscuridad. Al principio Andrés sólo sentía su presencia por encima de él, en lo alto de los camiones a través del polvo. Luego un coche del Estado Mayor intentó abrirse paso haciendo sonar su bocina y encendiendo y apagando los faros en rápida sucesión, y Andrés vio a la luz de éstos a los soldados con los cascos de metal, los fusiles enhiestos y las ametralladoras, apuntando hacia el cielo sombrío, recortarse nítidamente en la noche para volver de nuevo a desaparecer cuando las luces de los faros se apagaban. Hubo un momento, al pasar cerca de un camión de soldados, en que pudo ver su rostro triste e inmóvil a la súbita luz. Bajo los cascos de metal, viajando en la oscuridad hacia algo que sólo sabían que era un ataque, cada uno de aquellos rostros iba contraído por una preocupación particular, y la luz los revelaba tal y como eran, de un modo como no hubiesen aparecido a la luz del día, porque hubieran tenido miedo de mostrarse así los unos a los otros, hasta el momento en que el bombardeo o el ataque comenzasen y nadie pensara ya más en la cara que tenía que poner.

Al pasar Andrés por delante de ellos, camión tras camión, con Gómez siempre hábilmente delante del coche del Estado Mayor, no se hizo semejantes reflexiones sobre aquellas caras. Pensaba solamente: «¡Qué ejército! ¡Qué equipo! ¡Qué motorización! ¡Vaya gente! Míralos. Ese es el ejército de la República. Míralos, camión tras camión. Todos con el mismo uniforme. Todos con casco de metal en la cabeza. Mira esas máquinas apuntando para recibir a los aviones. Mira qué ejército han organizado.»

Y la motocicleta pasaba ante los altos camiones grises, repletos de soldados, camiones grises de cabinas cuadradas, de feos motores cuadrados, ascendiendo regularmente por la carretera, entre el polvo y la luz intermitente del coche del Estado Mayor que seguía. La estrella roja del ejército aparecía al resplandor de los focos cuando éstos alumbraban la parte trasera de los camiones, o se dejaba ver en los flancos polvorientos, cuando la luz los barría, y los camiones rodaban, ascendían regularmente en el aire, que se hacía cada vez más frío por la carretera, que se retorcía y zigzagueaba, resoplando y gruñendo, algunos despidiendo humo a la luz de los faros. La moto subía también con esfuerzo. Y Andrés, agarrado al asiento, pensaba mientras ascendía que aquel viaje en moto era mucho, mucho. No había ido en moto nunca hasta entonces, y ascendía por la montaña en medio de todo aquel movimiento que se encaminaba al ataque, y al subir se daba cuenta de que ya no era cosa de preguntarse si llegaría a tiempo para ocupar los puestos. En aquel tráfago y aquella confusión, podría tenerse por hombre afortunado si estaba de regreso al día siguiente por la noche. No había visto nunca una ofensiva ni los preparativos de una ofensiva, y mientras subían por la carretera, se maravillaba de la potencia y del tamaño de aquel ejército que había creado la República.

Corrían por una carretera que iba ascendiendo rápidamente por el flanco de la montaña y, al acercarse a la cima, la pendiente se hizo tan abrupta que Gómez le pidió que se bajase de la moto, y juntos la empujaron hasta el final. A la izquierda, nada más pasar el punto más alto, había una curva en donde los coches podían dar la vuelta y cambiar de dirección y se veían luces parpadeantes ante un gran edificio de piedra que se levantaba, grande y oscuro, contra el cielo nocturno.

- Vamos a preguntar dónde está el Cuartel General -dijo Gómez a Andrés. Empujaron la moto hasta llegar a donde estaban los dos centinelas apostados delante de la puerta cerrada del gran edificio de piedra. Gómez estaba apoyando ya la motocicleta contra el muro cuando un motociclista con chaquetón de cuero se perfiló en el recuadro de una puerta que daba acceso al interior luminoso del edificio. Llevaba una cartera al hombro y un máuser golpeándole la cadera. Cuando la puerta se volvió a cerrar, el hombre buscó su moto en la oscuridad, al lado de la entrada, la empujó hasta ponerla en marcha y salió zumbando carretera abajo.

Gómez se acercó a la puerta y se dirigió a uno de los centinelas.

- Capitán Gómez, de la 65 brigada -dijo-. ¿Puedes decirme dónde encontraré el Cuartel General del general Golz, comandante de la 35 división?

- Aquí no es -dijo el centinela.

- ¿Qué es esto?

- La comandancia.

- ¿Qué comandancia?

- Pues la comandancia.

- ¿La comandancia de qué?

- ¿Quién eres tú para hacer tantas preguntas? -preguntó el centinela a Gómez en la oscuridad.

Allí, en lo alto del puerto, el cielo estaba muy claro y sembrado de estrellas, y Andrés, ya que había salido de la polvareda, podía ver claramente en la noche. Por debajo de ellos, donde la carretera torcía a la derecha, Andrés podía discernir claramente la silueta de los camiones y de los coches que circulaban dibujándose contra el horizonte.

- Soy el capitán Rogelio Gómez, del primer batallón de la 65 brigada y pregunto dónde está el Cuartel General del general Golz -dijo Gómez.

El centinela entreabrió la puerta.

- Llamad al cabo de guardia -gritó hacia el interior.

En ese momento, un gran automóvil del Estado Mayor dio la vuelta a la curva y se dirigió hacia el gran edificio de piedra, ante el cual aguardaban Andrés y Gómez a que apareciese el cabo de guardia. El coche se acercó y se detuvo ante la puerta.

Un hombre grande, viejo, pesado, con una gran boina caqui como la que llevan los chasseurs a pied del ejército francés, con un abrigo gris, un mapa en la mano y una pistola sujeta alrededor de su abrigo por una correa, salió del asiento posterior del coche, acompañado de otros dos hombres con uniforme de las Brigadas Internacionales.

El viejo habló en francés con su chófer, ordenándole que se apartase de la puerta y llevara el coche al refugio. Andrés no entendía el francés, pero Gómez, que había sido barbero, sabía algunas palabras.

Al acercarse a la puerta, con los otros dos oficiales, Gómez vio su rostro claramente al ser iluminado y le reconoció. Le había visto en reuniones políticas y había leído con frecuencia artículos suyos traducidos del francés en Mundo Obrero. Reconoció las pobladas cejas, los ojos grises acuosos, el mentón y la doble papada, como pertenecientes a una de las primeras figuras de los grandes revolucionarios modernos de Francia; era el hombre que había encabezado el motín de la flota francesa en el Mar Negro. Gómez conocía la alta situación política que ocupaba aquel hombre en las Brigadas Internacionales y sabía que tal persona tenía que conocer dónde se encontraba el Cuartel General de Golz y podía encaminarlos. Lo que no sabía era en lo que aquel hombre se había convertido con el tiempo, las desilusiones, las amarguras domésticas y políticas y la ambición defraudada, y que dirigirse a él era una de las cosas más peligrosas que podían hacerse. Ignorando todo esto, se dirigió hacia el hombre, le saludó, levantando el puño, y dijo:

- Camarada Marty, somos portadores de un mensaje para el general Golz. ¿Puede usted indicarnos su Cuartel General? Es urgente.