Una tarde, unos campesinos que volvían del bosque tornaron a encontrarse con el ingeniero. El señor Kucherov se detuvo, sin saludarles, y mirando severamente tan pronto a uno como a otro, habló de esta manera:

—Les he rogado que no cojan setas en mi parque, y, no obstante, sus mujeres vienen al salir el Sol y se las llevan todas; de modo que no queda ninguna para mi mujer y mis hijos. No hacen ningún caso de mis ruegos. Las súplicas y las reflexiones son inútiles con ustedes.

Claváronse sus airados ojos en Rodion, y añadió:

—Yo y mi mujer los hemos tratado humanamente, como a hermanos, y ustedes, en cambio... Pero ¿para qué gastar saliva?... No habrá más remedio que romper con ustedes toda clase de relaciones.

Y haciendo visibles esfuerzos para no dejarse arrastrar por la cólera, les volvió la espalda a los campesinos y se fue.

Cuando llegó a casa, Rodion oró ante el icono; se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer.

—Sí... —dijo tras un corto silencio—. Acabamos de toparnos con el ingeniero... Ha visto al salir el Sol a las mujeres de la aldea... Y está enfadado porque no les llevan setas a su mujer y a sus hijos... Luego me ha mirado y me ha dicho no sé qué de relaciones... Sin duda quieren ayudarnos... Como están enterados de nuestra miseria... ¡Dios se lo pague!

Estefanía se persignó y suspiró.

—Son unos señores muy buenos... Ven nuestra pobreza y quieren hacer algo por nosotros. La Santísima Virgen nos envía ese auxilio para nuestra vejez...

El 14 de septiembre era la fiesta del Patrón de la aldea. Los Zichkov, padre e hijo, atravesaron el río muy de mañana, se metieron en la taberna y volvieron por la tarde borrachos perdidos. Paseáronse un rato por la aldea, cantando y jurando; se pegaron luego, y, por último, corrieron a la finca del ingeniero para querellarse uno contra otro.

Entró delante Zichkov padre con un garrote en la mano. En el patio se detuvo tímidamente y se quitó la gorra. En aquel momento el ingeniero y su familia tomaban el té en la terraza.

—¿Qué se te ofrece? —le gritó el ingeniero.

—¡Excelencia! ¡Noble señor! —clamó Zichkov, echándose a llorar—. ¡Apiádese de un pobre viejo!... Mi hijo es un bruto; no puedo ya sufrirle... Me ha arruinado, y ahora me pega...

En esto entró en el jardín Zichkov hijo, destocado y, como su padre, con un garrote en la mano. Se detuvo y dirigió una mirada estúpida, de beodo, a la terraza.

—No tengo que ver con sus riñas —dijo el ingeniero—. Vayan a ver al juez o al jefe del distrito.

—¡Ya he estado en todas partes! —contestó el viejo sollozando—. Ni siquiera me escuchan. ¿Qué recurso me queda?... ¡Mi propio hijo puede pegarme... y matarme si quiere! Matar a su padre... ¡A su propio padre!

Levantó el garrote y le asestó a su hijo un palo en la cabeza. El otro descargó sobre el cráneo calvo del viejo un garrotazo tal que por poco se lo abre. Zichkov padre ni siquiera se tambaleó. Su garrote volvió a levantarse y a contundir la testa filial.

Durante un rato, uno frente a otro, apaleáronse la cabeza metódicamente. Diríase que la contienda era un juego en que cada uno guardaba su turno.

Desde el otro lado de la verja contemplaban la escena otros habitantes de la aldea: hombres, mujeres, niños. Contemplábanla como un espectáculo al que estuviesen habituados desde hacía tiempo. Habían venido a saludar al ingeniero con motivo de la fiesta; pero al ver a los Ziclikov pegarse no se atrevieron a entrar.

A la mañana siguiente, Elena Ivanovna se fue con los niños a Moscú.

Se corrió la voz de que el ingeniero vendía «Quinta Nueva».

V

Todo el mundo se ha acostumbrado al puente, y les es ya difícil a los aldeanos imaginarse sin puente el río en aquel sitio.

Su construcción terminó hace tiempo. Se oye con gran frecuencia el ruido sordo del tren que por él pasa.

«Quinta Nueva» fue puesta en venta y la compró un alto empleado público, que la visita con su familia los días de fiesta, toma té en la terraza y regresa a la ciudad. El indicado personaje les impone a los campesinos un gran respeto, hasta por su manera prócer de hablar y de toser, y cuando lo saludan quitándose la gorra ni siquiera se digna a contestar al saludo.

En la aldea ha envejecido todo el mundo. Kozov se murió. En casa de Rodion ha aumentado el número de niños; Volodka tiene ahora una larga barba roja. La familia sigue muy pobre.

A principios de la primavera, los campesinos suelen tener trabajo en la estación del ferrocarril, donde sierran y cepillan madera. Terminada la faena vuelven a sus casas, tardo el paso, en la faz la luz del Sol poniente. En las frondas de junto al río cantan los ruiseñores. Al pasar por delante de «Quinta Nueva» los campesinos miran prolongadamente a la casa, toda en silencio y como muerta, sobre cuyos tejados vuelan, doradas por el Sol, las palomas.

Rodion, las Zichkov, padre e hijo, Volodka y los demás recuerdan los caballos blancos del ingeniero, los cohetes, los farolillos de colores de la barca, los ponneys; y piensan en Elena Ivanovna, bella, elegante, que iba con frecuencia a la aldea y les hablaba con tanto cariño. Nada de aquello existe ya: todo se ha evaporado como un sueño o un cuento de hadas.

Siguen caminando, unos juntos a otros, cansados, ensimismados, taciturnos.

Los aldeanos —piensan— son, al fin y al cabo, gente buena, temerosa de Dios; Elena Ivanovna era bonísima, muy cariñosa, inspiraba afecto y confianza, y, sin embargo... Sin embargo, no pudieron ponerse de acuerdo y se separaron como enemigos. ¿Por qué? ¿Porque todas aquellas mezquinas naderías —la intrusión de unos caballos en un prado, el hurto de unas guarniciones...— lo echaron todo a perder? ¿Y por qué la gente de la aldea vive bien avenida con el nuevo propietario, que ni siquiera les contesta el saludo?

No saben qué contestar a estas preguntas.

Sólo Volodka murmura algo.

—¿Qué dices? —le pregunta Rodion.

—Digo que maldita la falta que nos hacía el puente —contesta con hosca aspereza—, y que podíamos seguir sin él.

Ningún campesino le responde. Continúan andando en silencio, encorvados, cabizbajos.

En el landó

Las hijas del consejero civil activo Brindin, Kitty y Zina, paseaban por la Nievskii en un landó1. Con ellas paseaba su prima Marfusha, una pequeña provinciana-hacendada de dieciséis años, que había venido en esos días a Peter, a visitar a la parentela ilustre y echar un vistazo a las "curiosidades". Junto a ella estaba sentado el barón Drunkel, un hombrecito recién aseado y visiblemente cepillado, con un paletó azul y un sombrero azul. Las hermanas paseaban y miraban de soslayo a su prima. La prima las divertía y las comprometía. La inocente muchachita, que desde su nacimiento nunca había ido en landó, ni oído el ruido capitalino, examinaba con curiosidad la tapicería del carruaje, el sombrero con galones del lacayo, gritaba a cada encuentro con el vagón ferroviario de caballos... Y sus preguntas eran aún más inocentes y ridículas...