—M-masha... a casa... Alquila a un cochero...

—Bueno, ve... Camina por la alameda derecho, y yo iré por el ladito... Me da vergüenza ir contigo... ¡Ve derecho!

La dama pone a su "ilegítimo" de cara a la salida y le da un ligero empujón por la espalda. El hombre se abalanza adelante y, tambaleándose, tropezando con los transeúntes y con los bancos, se apresura adelante... La dama va detrás y vigila sus movimientos. Está confundida y alarmada.

—¿Un palito, señor, no desea? —se dirige al hombre que camina una persona con un hatillo de palos y cañas. —Los mejores... de guindilla... de bambú...

El hombre mira atontado al vendedor de palos, después se vuelve atrás y corre en dirección opuesta. En su rostro hay una expresión de horror.

—¿A dónde diablos vas? —lo detiene la dama, cogiéndolo por la manga—. Bueno, ¿a dónde?

—¿Dónde está Masha?.. M-masha se fue...

—¿Y yo quién soy?

La dama toma al hombre de la mano y lo lleva a la salida. Le da vergüenza.

—Que me mate Dios si vengo contigo una vez más... —balbucea ésta, toda roja de la vergüenza—. Por última vez soporto esta deshonra... Que me castigue Dios... ¡Mañana mismo me voy con Pavel Ivanich!

La dama, con timidez, levanta los ojos hacia la gente, en espera de ver en los rostros sonrisas burlonas. Pero sólo ve rostros de borrachos. Todos se tambalean y dan cabezadas. Y se siente más aliviada.

En la administración de correos

La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:

—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.

Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.

—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador.

Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.

El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.

—¿No lo cree usted? —le preguntó el jefe de Correos.

—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...

—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.

—¿Cuáles son esas palabras mágicas?

—Muy sencillas. Yo divulgaba por el pueblo ciertos rumores. Ustedes mismos los conocen muy bien. Yo decía a todo el mundo: «Mi mujer, Alona, sostiene relaciones con el jefe de Policía Zran Alexientch Zalijuatski». Con esto bastaba. Nadie se atrevía a cortejar a Alona, por miedo al jefe de Policía. Los pretendientes apenas la veían echaban a correr, por temor de que Zalijuatski no fuera a imaginarse algo. ¡Ja! ¡Ja!... Cualquiera iba a enredarse con ese diablo. El polizonte era capaz de anonadarlo, a fuerza de denuncias. Por ejemplo, vería a tu gato vagabundeando y te denunciaría por dejar tus animales errantes...; por ejemplo...

—¡Cómo! ¿Tu mujer no estaba en relaciones con el jefe de Policía? —exclaman todos con asombro.

—Era una astucia mía. ¡Ja! ¡Ja!... ¡Con qué habilidad los llamé a engaño!

Transcurrieron algunos momentos sin que nadie turbara el silencio.

Nos callábamos por sentirnos ofendidos al advertir que este viejo gordo y de nariz encarnada se había mofado de nosotros.

—Espera un poco. Cásate por segunda vez. Yo te aseguro que no nos volverás a coger —murmuró alguien.

En la oscuridad

Una mosca de mediano tamaño se metió en la nariz del consejero suplente Gaguin. Aunque se hubiera metido allí por curiosidad, por atolondramiento o a causa de la oscuridad, lo cierto es que la nariz no toleró la presencia de un cuerpo extraño y dio muestras de estornudar. Gaguin estornudó tan ruidosamente y tan fuerte que la cama se estremeció y los resortes, alarmados, gimieron. La esposa de Gaguin, María Michailovna, una rubia regordeta y robusta, se estremeció también y se despertó. Miró en la oscuridad, suspiró y se volvió del otro lado. A los cinco minutos se dio otra vuelta, apretó los párpados, pero no concilió el sueño. Después de varias vueltas y suspiros se incorporó, pasó por encima de su marido, se calzó las zapatillas y se fue a la ventana.

Fuera de la casa, la oscuridad era completa. No se distinguían más que las siluetas de los árboles y los tejados negros de las granjas. Hacia oriente había una leve palidez, pero unas masas de nubes se aprestaban a cubrir esta zona pálida. En el ambiente, tranquilo y envuelto en la bruma, reinaba el silencio. Y hasta permanecía silencioso el sereno, a quien se paga para que rompa con el ruido de su chuzo el silencio de la noche, y el estertor de la negreta, único volátil silvestre que no rehuye la vecindad de los veraneantes de la capital.

Fue María Michailovna quien rompió el silencio. De pie, junto a la ventana, mirando hacia fuera, lanzó de pronto un grito. Le había parecido que una sombra, que procedía del arriate, en el que se destaca un álamo deshojado, se dirigía hacia la casa. Al principio creyó que era una vaca o un caballo, pero, después de restregarse los ojos, distinguió claramente los contornos de un ser humano.

Luego le pareció que la sombra se aproximaba a la ventana de la cocina y, después de detenerse unos instantes, al parecer por indecisión, ponía el pie sobre la cornisa y... desaparecía en el hueco negro de la ventana.

"¡Un ladrón!", se dijo como en un relámpago, y una palidez mortal se extiendió por su rostro.

En un instante su imaginación le reprodujo el cuadro que tanto temen los veraneantes: un ladrón se desliza en la cocina, de la cocina al comedor..., en el aparador está la vajilla de plata..., más allá el dormitorio..., un hacha..., los rostros de unos bandidos..., las joyas... Le flaquearon las piernas y sintió un escalofrío en la espalda.