El ingeniero siguió su camino.

Los campesinos permanecieron algunos instantes parados. Luego se cubrieron y continuaron andando.

Rodion, que entendía lo que le decían, no como debía entenderse, sino a su manera, suspiró y dijo:

—Sí, habrá que pagar. ¿No han oído lo que dijo? «Es preciso que nos paguen en la misma moneda.»

Cuando llegó a su casa, Rodion rezó su oración ante el icono, se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer. Cuando estaban en casa siempre estaban así: sentado el uno junto al otro; por la calle iban también juntos; juntos comían, bebían, dormían, y cuanto más viejos iban siendo se querían más. En la casa el aire era pesado, caluroso, estaba todo muy cerrado, se veían por todas partes —en el suelo, en las ventanas, sobre la estufa— criaturas. A pesar de sus muchos años, Estefanía seguía pariendo, y ante tanto chiquillo no era fácil saber a ciencia cierta los que eran de Rodion y los que eran de su hijo Volodka, casado hacía tiempo.

La mujer de Volodka, Lukeria, joven, pero fea, con nariz de pájaro y ojos de buey, cocía pan; su marido estaba sentado en la estufa con las piernas colgando.

—Nos hemos topado en el camino —comenzó Rodion— al ingeniero con su perro...

Hizo una pausa y empezó a rascarse la cabeza y el seno. El relato suponía para él un no pequeño esfuerzo mental.

—Sí, con su perro... Pues bien: hay que pagar, lo ha dicho el señor ingeniero; hay que pagar en moneda... No hay más remedio... Debía hacerse una colecta, poniendo diez copecs cada vecino, y darle al ingeniero... Se queja de nosotros, y con razón... Le hacemos porquerías...

—Hasta ahora hemos vivido sin puente y podríamos seguir sin él —dijo Volodka con enojo—. No lo necesitamos...

—Es el Gobierno quien lo construye. Nuestra opinión...

—¡Al diablo el puente!

—Nadie te pregunta si lo quieres o no.

—¡Al diablo! —repitió, furioso, Volodka—. ¿Para qué servirá? Si tenemos que atravesar el río lo podemos hacer en barca...

Alguien llamó a la puerta con tanta violencia, que toda la casa pareció estremecerse.

—¿Está ahí Volodka? —se oyó gritar a Zichkov hijo—. Ven, Volodka... Te espero.

Volodka saltó de la estufa y se puso a buscar la gorra.

—¡Más vale que no salgas! —le dijo con timidez su padre—. ¡No vayas con esa gente! Tú no eres muy listo; eres como un niño, y no aprenderás nada bueno. ¡No salgas!

—¡Sí, no vayas con ellos! —suplicó a su vez Estefanía, a punto de llorar—. De fijo irán a la taberna...

—¡A la taberna! —repitió Volodka, burlándose.

—¡Y vendrás otra vez como una cuba! —dijo Lukeria, mirándolo airada—. ¡Sinvergüenza!... ¡Gandul! ¡Que el maldito vodka te queme las entrañas! ¡Satanás sin rabo!

—¡Cállate! la amenazó Volodka.

—Me han casado con este idiota, con este imbécil... ¡Me han perdido, pobre huérfana! —exclamó Lukeria, llorando y secándose las lágrimas con la mano, llena de harina—. ¡No te puedo ver, puerco!

Volodka le dio, al pasar, un puñetazo en las narices, y salió a la calle.

III

Elena Ivanovna y su hijita fueron a la aldea a pie. Un hermoso paseo para ellas.

Era domingo y casi todas las mujeres y las muchachas de la aldea estaban en la calle, ataviadas con trajes de colores chillones.

Rodion y su mujer, sentados el uno junto el otro, en un poyo, a la puerta de su casa, saludaron y sonrieron a Elena Ivanovna y a su niña como antiguos amigos. Más de una docena de niños las miraban por las ventanas con asombro y curiosidad.

—¡La señora! ¡La señora! —murmuraban.

—¡Buenos días! —dijo, deteniéndose, Elena Ivanovna.

Calló un instante y añadió:

—¿Cómo les va a ustedes?

—¡Así, así, señora, a Dios gracias! —contestó Rodion—. Vamos tirando...

—¡Figúrese usted nuestra vida! —dijo sonriendo Estefanía—. Ya sabe usted, buena señora, lo pobres que somos. Hay catorce bocas en casa y sólo dos hombres para ganar el pan. Aunque mi marido es herrero, el oficio le produce poco: muchas veces ni tiene carbón para encender la fragua... ¡Es dura nuestra vida, muy dura!

Y se echó a reír, como si lo que decía fuera donosisímo.

Elena Ivanovna se sentó junto a ellos, abrazó a su hijita y se quedó meditabunda. En la faz de la niña también se pintaba la tristeza y se advertía que ingratos pensamientos torturaban su cabecita. Jugaba con la rica sombrilla de encajes que su madre tenía en la mano.

—Sí, vivimos en la miseria —dijo Rodion—. Siempre angustiados... Trabaja uno como un negro, y, sin embargo... Este verano el tiempo es seco, no llueve y la cosecha será mala. La vida es dura, señora...

—Pero, en cambio, serán felices en la otra —dijo Elena Ivanovna para consolarles.

Rodion no comprendió el sentido de estas palabras, y en vez de contestar, carraspeó.

—No le dé usted vueltas, señora —dijo Estefanía—; hasta en el otro mundo los ricos serán más felices que nosotros. Los ricos mandan decir misas, les ponen velas a los santos, les dan limosna a los mendigos, y Dios, a quien tienen contento, les recompensará en la otra vida; mientras que nosotros, los pobres campesinos, ni siquiera tenemos tiempo para rezar, además de no tener dinero para velas, misas ni limosnas. Luego, nuestra pobreza nos hace pecar... Reñimos, juramos... Y Dios no nos perdonará. No, querida señora, nosotros, los campesinos, no seremos felices ni en este mundo ni en el otro. Toda la felicidad es para los ricos...

Hablaba con acento alegre, regocijado, como si contase algo muy gracioso. Estaba acostumbrada, desde hacía tiempo, a hablar de su vida triste y penosa.

Rodion sonreía también; le enorgullecía tener una mujer tan lista y elocuente.

—Es un error creer fácil la vida de los ricos —dijo Elena Ivanovna—. Cada cual tiene sus penas. Nosotros, por ejemplo... Yo y mi marido no somos pobres; pero ¿cree usted que somos felices? Aunque soy joven todavía, tengo ya cuatro hijos, que casi siempre están enfermos. Yo también lo estoy y necesito cuidarme mucho.

—¿Qué enfermedad padece usted? —preguntó Rodion.

—Una enfermedad de mujer. No puedo dormir y me dan unos dolores de cabeza horribles. Ahora, por ejemplo... Estoy aquí sentada, hablando con ustedes, y siento una gran pesadez de cabeza y un desmadejamiento... Preferiría el trabajo más duro a sufrir así. Luego, mi alma tampoco descansa. Siempre estoy inquieta por mi marido, por mis hijos... Toda familia tiene su cruz. Nosotros también la tenemos. Yo no soy de origen noble. Mi abuelo era un simple campesino, mi padre era también un pobre humilde y tenía una tiendecita en Moscú. Pero mi marido es de una familia muy noble y muy rica. Sus padres se oponían a nuestro matrimonio y él no les hizo caso y rompió con su familia para casarse conmigo. Sus padres no lo han perdonado todavía. Esto lo inquieta, no lo deja vivir tranquilo, pues quiere mucho a su madre. Naturalmente, yo padezco. Vivo en un constante desasosiego...