—Escucha amigo —dijo— durante tres años no estuvimos de acuerdo ni una vez, siempre discutiendo y burlándonos uno del otro, pero ahora que te pierdo, quizá para siempre, pienso que tú eres uno de mis más... más...

Su voz se quebró.

Los grandes ojos negros de Rubín, tan a menudo chispeantes de ira estaban ahora llenos de ternura y timidez.

—Todo eso pasó. Ahora un beso, bestia.

Y acercó la cara de Nerzhin a su barba negra de pirata. Un momento después, cuando entraban a la biblioteca, Sologdin los alcanzó. Parecía preocupado. Sin pensar golpeó demasiado la puerta de vidrio y la bibliotecaria lo miró descontenta.

—Bueno, Gleb, ya sucedió: te vas —dijo Sologdin.

Sin prestar la menor atención al "fanático bíblico" Sologdin solo miraba a Nerzhin. Tampoco Rubín tenía ganas de reconciliarse; con el “hidalgo aburrido" y no lo miró.

—Sí, te vas; es una lástima, una gran lástima...,

No importaba cuánto habían hablado mientras cortaban madera ni cuánto habían discutido mientras caminaban. No había tiempo ni era éste el lugar para que Sologdin compartiera con Nerzhin, como deseaba, sus reglas de pensamiento y de vida.

—Escucha —dijo—. El tiempo es oro. Todavía no es tarde. Si aceptas quedarte como especialista computador, consigas mantenerte aquí... en cierto grupo... Pero el trabajo es muy duro, te lo digo con franqueza.

Rubin miró sorprendido a Sologdin.

—Gracias, Dimitri —suspiró Nerzhin—. Ya tuve esa oportunidad pero no sé por qué quiero hacer un experimento conmigo.

El proverbio dice: "Lo que te ahoga no es el mar, sino el charco". Quiero ver si puedo echarme al mar.

—¿Sí? Bueno, es cosa tuya, cosa tuya —dijo Sologdin con tono rápido, de hombre de negocios—. Lo siento mucho, mucho, Gleb.

La preocupación se le veía en la cara. Trataba de contener su impaciencia.

Los tres prisioneros esperaban que la bibliotecaria, teniente sin uniforme, teñida, pintada y empolvada con exceso, dominara su pereza hasta el punto de controlar la lista de Nerzhin.

Turbado por la mala voluntad que sentía entre sus compañeros dijo con suavidad en el silencio total de la biblioteca:

—Amigos: hagan las paces.

Ni Rubín ni Sologdin se movieron.

—Dimitri —insistió Gleb.

Sologdin le dirigió la fría llama azul de su mirada:

—¿Por qué diriges tus observaciones a ? — fingió sorpresa.

—¡Lev! — repitió Gleb.

—¿Sabes por qué viven tanto los caballos?; —Rubín contesto como un autómata—. Porque nunca tratan de aclarar sus relaciones personales.

Ya desprovisto de propiedades oficiales y de asuntos oficiales, el guardia le ordenó volver a la prisión para recoger sus cosas. Con las manos llenas de paquetes de cigarrillos, encontró en el vestíbulo a Potapov, corriendo con una caja bajo el brazo. Potapov camino del trabajo no era lo mismo, que Potapov caminando en el patio: a pesar de su cojera, caminaba á buen paso, avanzando y retrocediendo la cabeza, bizqueando con firmeza algo muy lejano, como si cabeza y ojos pudieran servirle de compensación por sus no muy jóvenes piernas.

Potapov quería despedirse de Nerzhin y los demás que se iban, pero entró al laboratorio esa mañana la lógica interna del trabajo se apoderó de él suprimiendo todo otro sentimiento y pensamiento. Esta capacidad de entregarse por completo al trabajo olvidando la vida era la base de sus triunfos "afuera" como ingeniero; en la prisión eso lo ayudaba a soportar sus calamidades.

—Esto es todo, Andreich —dijo Nerzhin deteniéndolo—. El cadáver alegre y sonreía feliz, Potapov hizo un esfuerzo por recobrarse, la comprensión volvió a sus ojos. Llevó el brazo libre a la nuca como si intentara rascarse.

—Hola —dijo.

—Le daría mi Esenin pero para usted no hay nadie más que Pushkin.

—Ya nos tocará a nosotros —respondió Potapov, triste.

—¿Dónde volveremos a vernos? — suspiró Nerzhin. ¿En la prisión de transito de Kotlas? ¿En las minas de Indigirka? No creo que sea paseando por las calles de la ciudad, ¿eh?

Bizqueando levemente en el ángulo de los ojos, Potapov recitó:

"He cerrado mis ojos a los espectros;

Sólo muy lejanas esperanzas

Agitan a veces mi corazón".

En la puerta del Siete apareció la cabeza de Markushev, sonrojada por el trabajo.

—¡Bueno Andreich! ¿Dónde están los filtros? ¡El trabajo espera!

—Grito irritado.

Los coautores de "La sonrisa de Buda" se abrazaron torpemente. Los paquetes de cigarrillos Belomor se desparramaron por el suelo.

—Tienes que entender —dijo Potapov—. Estamos desovando y no hay tiempo.

“Desovar” era la expresión de Potapov para indicar el modo de trabajar que prevalecía en el Instituto Mavrino... y en otras partes: hecho de gritos, de órdenes, de ineficiencia; descripto por los diarios como “emprender el ataque" o "trajín".

—Escríbame! — añadió Potapov y los dos rieron. Era lo más natural que se podía decir al despedirse, pero en la cárcel las palabras eran una burla. No existía correspondencia entre las islas de GULAG.

Con la caja de filtros bajo el brazo y la cabeza echada atrás, Potapov corrió por el corredor, casi libre de cojera.

Nerzhin se apresuró hacia el cuarto semicircular donde comenzó a juntar sus cosas, consciente de las penosas inspecciones que le esperaban primero en Mavrino y luego en Butirkaya.

El guardia había entrado dos veces a urgirlo. Los otros y se habían ido o los habían llevado al cuartel general de la prisión. Cuando Nerzhin terminaba de empacar entró Spiridon, llenó de aire fresco con su chaqueta negra y sus dos vueltas de cinturón. Se quitó su gran gorra roja, arregló con cuidado la cama más próxima para no manchar la sábana blanca y se sentó sobre los resortes de acero con sus pantalones de algodón, sucios y remendados.

—Mire, Spiridon Danilich —Nerzhin le mostró el libro —aquí está Esenin.

—¿Se lo devolvió esa rata? — un rayo de luz atravesó fugaz la cara lúgubre de Spiridon, hoy más arrugada que nunca.

—No es tanto el libro. — explicó Nerzhin— como la idea: no deben abofetearnos-