Sam asintió. —Comprendo —dijo—. Pero he estado reflexionando, señor Frodo, y creo que hay otras cosas de las que podríamos prescindir. ¿Por qué no aligerar un poco esta carga? Ahora tenemos que ir derecho hacia allá. —Señaló la Montaña—. Es inútil cargar con cosas que quizá no necesitemos.

Frodo miró de nuevo la Montaña.

—No —dijo—, en ese camino no necesitaremos muchas cosas. Y cuando lleguemos al final, no necesitaremos nada.

Recogió el escudo orco y lo arrojó a lo lejos, y con el yelmo hizo lo mismo. Luego, abriéndose el manto élfico, desabrochó el pesado cinturón y lo dejó caer, y junto con él la espada y la vaina. Rasgó los jirones de la capa negra y los desparramó por el suelo.

—Listo, ya no seré más un orco —gritó—, ni llevaré arma alguna, hermosa o aborrecible. ¡Que me capturen, si quieren!

Sam lo imitó, dejando a un lado los atavíos orcos; luego vació la mochila. De algún modo, les había tomado apego a todas las cosas que llevaba, acaso por la simple razón de que lo habían acompañado en un viaje tan largo y penoso. De lo que más le costó desprenderse fue de los enseres de cocina. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Se acuerda de aquella presa de conejo, señor Frodo? —le comentó—. ¿Y de nuestro refugio abrigado en el país del Capitán Faramir, el día que vi el olifante?

—No, Sam, temo que no —dijo Frodo—. Sé que esas cosas ocurrieron, pero no puedo verlas. Ya no me queda nada, Sam: ni el sabor de la comida, ni la frescura del agua, ni el susurro del viento, ni el recuerdo de los árboles, la hierba y las flores, ni la imagen de la luna y las estrellas. Estoy desnudo en la oscuridad, Sam, y entre mis ojos y la rueda de fuego no queda ningún velo. Hasta con los ojos abiertos empiezo a verlo ahora, mientras todo lo demás se desvanece.

Sam se acercó y le besó la mano.

—Entonces, cuanto antes nos libremos de él, más pronto descansaremos —dijo con la voz entrecortada, no encontrando palabras mejores—. Con hablar no remediamos nada —murmuró para sus adentros, mientras recogía todos los objetos que habían decidido abandonar. No le entusiasmaba la idea de dejarlos allí, en medio de aquel páramo, expuestos a la vista de vaya a saber quién—. Por lo que oí decir, el Bribón birló una cota de orco, y ahora sólo falta que complete sus avíos con una espada. Como si sus manos no fueran ya bastante peligrosas cuando están vacías. ¡Y no permitiré que ande toqueteando mis cacerolas!

Llevó entonces todos los utensilios a una de las muchas fisuras que surcaban el terreno y los echó allí. El ruido que hicieron las preciosas marmitas al caer en la oscuridad resonó en el corazón del hobbit como una campanada fúnebre.

Regresó, y cortó un trozo de la cuerda élfica para que Frodo se ciñera la capa gris alrededor del talle. Enrolló con cuidado lo que quedaba y lo volvió a guardar en la mochila. Aparte de la cuerda, sólo conservó los restos del pan del camino y la cantimplora; y también a Dardo, que aún le pendía del cinturón; y ocultos en un bolsillo de la túnica, junto a su pecho, la redoma de Galadriel y la cajita que le había regalado la Dama.

Y ahora por fin emprendieron la marcha de cara a la Montaña, ya sin pensar en ocultarse, empeñados, a pesar de la fatiga y la voluntad vacilante, en el esfuerzo único de seguir y seguir. En la penumbra de aquel día lóbrego, aun en aquella tierra siempre alerta, pocos hubieran sido capaces de descubrir la presencia de los hobbits, salvo a corta distancia. Entre todos los esclavos del Señor Oscuro, sólo los Nazgûl hubieran podido ponerlo en guardia contra el peligro que se arrastraba, pequeño pero indomable, hacia el corazón mismo del bien resguardado territorio. Pero los Nazgûl y sus alas negras estaban ausentes del reino, cumpliendo la misión que les había sido encomendada: la de acechar, muy lejos de allí, la marcha de los Capitanes del Oeste, y hacia ellos se volvía el pensamiento de la Torre Oscura.

Aquel día Sam creyó ver en su amo una nueva fuerza, más de lo que podía justificar el aligeramiento casi insignificante de la carga. Durante las primeras etapas progresaron más rápidamente de lo que Sam se había atrevido a esperar. Aunque el terreno era escabroso y hostil, avanzaron mucho, y la Montaña se veía cada vez más próxima. Pero con el correr del día, cuando la escasa luz empezó a declinar, Frodo volvió a encorvarse, y a tropezar, como si el reiterado esfuerzo hubiese consumido todas las energías que le quedaban.

En el último alto se dejó caer y dijo: —Tengo sed, Sam. —Y no volvió a pronunciar palabra.

Sam le hizo beber un largo sorbo de agua; ahora en la botella quedaba sólo otro trago. Sam no bebió, pero más tarde, cuando de nuevo cayó sobre ellos la noche de Mordor, el recuerdo del agua se le apareció una y otra vez; y cada arroyuelo, cada río, cada manantial que había visto en su vida, a la sombra verde de los sauces o centelleante al sol, danzaba y se rizaba en la oscuridad, atormentándolo. Sentía en los dedos de los pies la caricia refrescante del barro cuando chapoteaba en el Lago de Delagua con Alegre Coto y Tom y Nibs, y con la hermana de ellos, Rosita. —Pero hace añares de esto —suspiró—, y tan lejos de aquí. El camino de regreso, si lo hay pasa por la Montaña.

No podía dormir, y discutió consigo mismo.

«Y bien, veamos, nos ha ido mejor de lo que esperabas —se dijo con firmeza—. En todo caso, fue un buen comienzo. Me parece que hemos recorrido la mitad del camino, antes de detenernos. Un día más, y asunto terminado.»

Hizo una pausa.

—No seas tonto, Sam Gamyi —se respondió con su propia voz—. Él no podrá continuar como hasta ahora un día más, y eso si puede moverse. Y tampoco tú podrás seguir así mucho tiempo, si le das a él toda el agua, y casi todo lo que queda para comer.

«Todavía puedo seguir un largo trecho, y lo haré.»

«¿Hasta dónde?»

«Hasta la Montaña, naturalmente.»

«¿Pero entonces, Sam Gamyi, entonces qué? Cuando llegues allí ¿qué vas a hacer? Él solo no podrá conseguir nada.»

Sam comprendió desconsolado que para esa pregunta no tenía respuesta. Frodo nunca le había hablado mucho de la misión, y Sam sabía vagamente que de algún modo había que arrojar el Anillo al fuego.

—Las Grietas del Destino —murmuró, mientras el viejo nombre le volvía a la memoria—. Pues bien, si el Amo sabe cómo encontrarlas, yo no lo sé.

«¡Ahí lo tienes! —llegó la respuesta—. Todo es completamente inútil. Él mismo lo dijo. Tú eres el tonto, tú que sigues afanándote, siempre con esperanzas. Hace días que podías haberte echado a dormir junto a él, si no estuvieras tan emperrado. De todos modos te espera la muerte, o algo peor aún. Tanto da que te acuestes ahora y te des por vencido. Nunca llegarás a la cima.»

«Llegaré, aunque deje todo menos los huesos por el camino. Y llevaré al señor Frodo a cuestas, aunque me rompa el lomo y el corazón. ¡Así que basta de discutir!»

En aquel momento Sam sintió temblar la tierra bajo sus pies y oyó o sintió un rumor prolongado, profundo y remoto, como de un trueno prisionero en las entrañas de la tierra. Una llama roja centelleó un instante por debajo de las nubes, y se extinguió. También la Montaña dormía intranquila.