—¡Maldita criatura pestilente! —dijo—. ¡Vete de aquí! ¡Lárgate! No me fío de ti, no, mientras te tenga lo bastante cerca como para darte un puntapié; pero lárgate. De lo contrario te lastimaré, , con el horrible y cruel acero.

Gollum se levantó en cuatro patas y retrocedió varios pasos, y de improviso, en el momento en que Sam amenazaba un puntapié, dio media vuelta y echó a correr sendero abajo. Sam no se ocupó más de él. De pronto se había acordado de Frodo. Escudriñó la cuesta y no alcanzó a verlo. Corrió arriba, trepando. Si hubiera mirado para atrás, habría visto a Gollum que un poco más abajo daba otra vez media vuelta, y con una luz de locura salvaje en los ojos, se arrastraba veloz pero cauto, detrás de Sam: una sombra furtiva entre las piedras.

El sendero continuaba en ascenso. Un poco más adelante describía una nueva curva, y luego de un último tramo hacia el este, entraba en un saliente tallado en la cara del cono, y llegaba a una puerta sombría en el flanco de la Montaña, la Puerta de los Sammath Naur. Subiendo ahora hacia el sur a través de la bruma y la humareda, el sol ardía amenazante, un disco borroso de un rojo casi lívido; y Mordor yacía como una tierra muerta alrededor de la Montaña, silencioso, envuelto en sombras, a la espera de algún golpe terrible.

Sam fue hasta la boca de la cavidad y se asomó a escudriñar. Estaba a oscuras y exhalaba calor, y un rumor profundo vibraba en el aire. —¡Frodo! ¡Mi amo! —llamó. No hubo respuesta. Sintiendo que el miedo le encogía el corazón, aguardó un momento, y luego se precipitó a la cavidad. Una sombra se escurrió detrás de él.

Al principio no vio nada. Sacó una vez más el frasco de Galadriel, pero estaba pálido y frío en la mano temblorosa, y en aquella oscuridad asfixiante no emitía ninguna luz. Sam había penetrado en el corazón del reino de Sauron y en las fraguas de su antiguo poderío, el más omnipotente de la Tierra Media, que subyugara a todos los otros poderes. Había avanzado unos pasos temerosos e inciertos en la oscuridad, cuando un relámpago rojo saltó de improviso, y se estrelló contra el techo negro y abovedado. Sam vio entonces que se encontraba en una caverna larga o en una galería perforada en el cono humeante de la Montaña. Un poco más adelante el pavimento y las dos paredes laterales estaban atravesados por una profunda fisura, y de ella brotaba el resplandor rojo, que de pronto trepaba en una súbita llamarada, de pronto se extinguía abajo, en la oscuridad; desde los abismos subía un rumor y una conmoción, como de máquinas enormes que golpearan y trabajaran.

La luz volvió a saltar, y allí, al borde del abismo, de pie delante de la Grieta del Destino, vio a Frodo, negro contra el resplandor, tenso, erguido pero inmóvil, como si fuera de piedra.

—¡Amo! —gritó Sam.

Entonces Frodo pareció despertar, y habló con una voz clara, una voz límpida y potente que Sam no le conocía, y que se alzó sobre el tumulto y los golpes del Monte del Destino, y retumbó en el techo y las paredes de la caverna.

—He llegado —dijo—. Pero ahora he decidido no hacer lo que he venido a hacer. No lo haré. ¡El Anillo es mío! —Y de pronto se lo puso en el dedo, y desapareció de la vista de Sam. Sam abrió la boca y jadeó, pero no llegó a gritar, porque en aquel instante ocurrieron muchas cosas.

Algo le asestó un violento golpe en la espalda, que lo hizo volar piernas arriba y caer a un costado, de cabeza contra el pavimento de piedra, mientras una forma oscura saltaba por encima de él. Se quedó tendido allí un momento, y luego todo fue oscuridad.

Y allá lejos, mientras Frodo se ponía el Anillo y lo reclamaba para él, hasta en los Sammath Naur, el corazón mismo del reino de Sauron, el Poder en Barad-dûr se estremecía, y la Torre temblaba desde los cimientos hasta la cresta fiera y orgullosa. El Señor Oscuro comprendió de pronto que Frodo estaba allí, y el Ojo, capaz de penetrar en todas las sombras, escrutó a través de la llanura hasta la puerta que él había construido; y la magnitud de su propia locura le fue revelada en un relámpago enceguecedor, y todos los ardides de sus enemigos quedaron por fin al desnudo. Y la ira ardió en él con una llama devoradora, y el miedo creció como un inmenso humo negro, sofocándolo. Pues conocía ahora qué peligro mortal lo amenazaba, y el hilo del que pendía su destino.

Y al abandonar de pronto todos los planes y designios, las redes de miedo y perfidia, las estratagemas y las guerras, un estremecimiento sacudió al reino entero, de uno a otro confín; y los esclavos se encogieron, y los ejércitos suspendieron la lucha, y los capitanes, de pronto sin guía, privados de voluntad, temblaron y desesperaron. Porque habían sido olvidados. La mente y los afanes del poder que los conducía se concentraban ahora con una fuerza irresistible en la Montaña. Convocados por él, remontándose con un grito horripilante, en una última carrera desesperada, más raudos que los vientos volaron los Nazgûl, los Espectros del Anillo, y en medio de una tempestad de alas se precipitaron al sur, hacia el Monte del Destino.

Sam se levantó. Se sentía aturdido, y la sangre que le manaba de la cabeza le oscurecía la vista. Avanzó a tientas, y de pronto se encontró con una escena terrible y extraña. Gollum en el borde del abismo luchaba frenéticamente con un adversario invisible. Se balanceaba de un lado a otro, tan cerca del borde que por momentos parecía que iba a despeñarse; retrocedía, se caía, se levantaba y volvía a caer. Y siseaba sin cesar, pero no decía nada.

Los fuegos del abismo despertaron iracundos, la luz roja se encendió en grandes llamaradas, y un resplandor incandescente llenó la caverna. Y de pronto Sam vio que las largas manos de Gollum subían hasta la boca; los blancos colmillos relucieron y se cerraron con un golpe seco al morder. Frodo lanzó un grito, y apareció, de rodillas en el borde del abismo. Pero Gollum bailaba desenfrenado, y levantaba en alto el Anillo, con un dedo todavía ensartado en el aro. Y ahora brillaba como si en verdad lo hubiesen forjado en fuego vivo.

—¡Tesssoro, tesssoro, tesssoro! —gritaba Gollum—. ¡Mi tesssoro! ¡Oh mi Tesssoro! —Y entonces, mientras alzaba los ojos para deleitarse en el botín, dio un paso de más, se tambaleó un instante en el borde, y cayó, con un alarido. Desde los abismos llegó un último lamento ¡Tesssoro!y Gollum desapareció.

Hubo un rugido y una gran confusión de ruidos. Las llamas brincaron y lamieron el techo. Los golpes aumentaron y se convirtieron en un tumulto, y la Montaña tembló. Sam corrió hacia Frodo, lo levantó y lo llevó en brazos hasta la puerta. Y allí, en el oscuro umbral de los Sammath Naur, allá arriba, lejos, muy lejos de las llanuras de Mordor, quedó de pronto inmóvil de asombro y de terror, y olvidándose de todo miró en torno, como petrificado.

Tuvo una visión fugaz de nubes turbulentas, en medio de las cuales se erguían torres y murallas altas como colinas, levantadas sobre el poderoso trono de la montaña por encima de fosos insondables; vastos patios y mazmorras, y prisiones de muros ciegos y verticales como acantilados, y puertas entreabiertas de acero y adamante; y de pronto todo desapareció. Se desmoronaron las torres y se hundieron las montañas; los muros se resquebrajaron, derrumbándose en escombros; trepó el humo en espirales, y unos grandes chorros de vapor se encresparon, estrellándose como la cresta impetuosa de una ola, para volcarse en espuma sobre la tierra. Y entonces, por fin, llegó un rumor sordo y prolongado que creció y creció hasta transformarse en un estruendo y en un estrépito ensordecedor; tembló la tierra, la llanura se hinchó y se agrietó, y el Orodruin vaciló. Y por la cresta hendida vomitó ríos de fuego. Estriados de relámpagos, atronaron los cielos. Restallando como furiosos latigazos, cayó un torrente de lluvia negra. Y al corazón mismo de la tempestad, con un grito que traspasó todos los otros ruidos, desgarrando las nubes, llegaron los Nazgûl; y atrapados como dardos incandescentes en la vorágine de fuego de las montañas y los cielos, crepitaron, se consumieron, y desaparecieron.