—¡Bueno, la suerte no me ha abandonado —murmuró Sam—, pero por un pelo! ¡Como si no bastara que haya orcos por millares, tenía que venir a meter la nariz ese villano maloliente! ¡Ojalá lo hubieran liquidado!

Se sentó junto a Frodo y no lo despertó; pero no se atrevió a echarse a dormir. Por fin, cuando sintió que se le cerraban los ojos y supo que no podía seguir luchando por mantenerse despierto mucho tiempo más, despertó a Frodo tocándolo apenas.

—Me temo que ese Gollum anda rondando otra vez, señor Frodo —dijo—. O al menos, si no era él, quiere decir que tiene un doble. Salí a buscar un poco de agua y lo descubrí husmeando por los alrededores justo cuando volvía. Me parece que no es prudente que ambos durmamos al mismo tiempo, y con el perdón de usted, no puedo tener los ojos abiertos un minuto más.

—¡Bendito seas, Sam! —le dijo Frodo—. ¡Acuéstate y duerme cuanto necesites! Pero yo prefiero a Gollum antes que a los orcos. En todo caso no nos entregará... a menos que lo capturen.

—Pero podría tratar de robar y asesinar por cuenta propia —gruñó Sam—. ¡Mantenga los ojos bien abiertos, señor Frodo! Hay una botella llena de agua. Beba usted. Podemos volverla a llenar cuando nos vayamos. —Y con esto Sam se hundió en el sueño.

La luz se extinguía cuando despertó. Frodo estaba sentado contra una roca, pero se había quedado dormido. La botella de agua estaba vacía. No había señales de Gollum.

Había vuelto la oscuridad de Mordor; y cuando los hobbits se pusieron nuevamente en marcha en la etapa más peligrosa del viaje, los fuegos de los vivaques ardían en las alturas feroces y rojos. Fueron primero al pequeño manantial, y luego, trepando con cautela llegaron al camino en el punto en que doblaba hacia el este y la Garganta de Hierro, ahora a veinte millas de distancia. No era un camino ancho, y no tenía ni muro ni parapeto, y a medida que avanzaba, la caída a pique a lo largo del borde era cada vez más profunda. No oían que nada se moviera, y luego de escuchar un rato partieron con paso firme rumbo al este.

Después de unas doce millas de marcha, se detuvieron. Detrás, el camino describía una ligera curva hacia el norte, y las tierras que acababan de dejar atrás ya no se veían. Esta circunstancia resultó desastrosa. Descansaron algunos minutos y otra vez se pusieron en camino; pero habían avanzado unos pocos pasos cuando en el silencio de la noche oyeron de pronto el ruido que habían estado temiendo en secreto: un rumor de pasos en marcha. Parecían no estar muy cerca todavía, pero al volver la cabeza Frodo y Sam vieron el chisporroteo de las antorchas, que ya habían pasado la curva a menos de una milla, y se acercaban con rapidez: con demasiada rapidez para que Frodo escapara a todo correr por el camino.

—Me lo temía, Sam —dijo Frodo—. Hemos confiado en nuestra buena suerte, y nos ha traicionado. Estamos atrapados. —Miró con desesperación el muro amenazante; los constructores de caminos de antaño habían cortado la roca a pique a muchas brazas de altura. Corrió al otro lado y se asomó a un precipicio de tinieblas—. ¡Nos han atrapado al fin! —dijo. Se dejó caer en el suelo al pie de la pared rocosa y hundió la cabeza entre los hombros.

—Así parece —dijo Sam—. Bueno, no nos queda más remedio que esperar y ver.

Y se sentó junto a Frodo a la sombra del acantilado.

No tuvieron mucho que esperar. Los orcos avanzaban a grandes trancos. Los de las primeras filas llevaban antorchas. Y se acercaban: llamas rojas que crecían rápidamente en la oscuridad. Ahora también Sam inclinó la cabeza, con la esperanza de que no se le viera la cara cuando llegasen las antorchas; y apoyó los escudos contra las rodillas de ambos, para que les ocultasen los pies.

—¡Ojalá lleven prisa y pasen de largo, dejando en paz a un par de soldados fatigados! —pensó.

Y al parecer iban a pasar de largo. La vanguardia orca llegó trotando, jadeante, con las cabezas gachas. Era una banda de la raza más pequeña, arrastrados a pelear en las guerras del Señor Oscuro: no querían otra cosa que terminar de una vez con aquella marcha forzada, y esquivar los latigazos. Con ellos, corriendo de arriba abajo a lo largo de la fila, iban dos de los corpulentos y feroces uruks, blandiendo los látigos y vociferando órdenes. Marchaban, fila tras fila; la delatora luz de las antorchas empezaba a alejarse. Sam contuvo el aliento. Ya más de la mitad de la compañía había pasado. De pronto uno de los uruksdescubrió las dos figuras acurrucadas a la vera del camino. Hizo chasquear el látigo y les increpó:

—¡Eh, vosotros! ¡Arriba! —No le respondieron y detuvo con un grito a toda la compañía—. ¡Arriba, zánganos! —aulló—. No es ahora momento de dormir.

Dio un paso hacia los hobbits, y aún en la oscuridad reconoció las insignias de los escudos.

—¿Con que desertando, eh? —gritó—. ¿O conspirando para desertar? Todos vosotros teníais que haber llegado a Udûn ayer antes de la noche. Bien lo sabéis. De pie y a la fila, o tomaré vuestros números y os denunciaré.

Los hobbits se levantaron con dificultad, y caminando encorvados, cojeando como soldados con los pies doloridos, se pusieron en la última fila. —¡No, en la última no! —vociferó el guardián de los esclavos—. ¡Tres filas más adelante! ¡Y quedaos allí, o en mi próxima recorrida sabréis lo que es bueno! —La larga correa chasqueó no muy lejos de las cabezas de los hobbits; en seguida, tras otro latigazo en el aire y un nuevo alarido, la compañía reanudó la marcha con un trote rápido.

Era duro para el pobre Sam, cansado como estaba; pero para Frodo era una tortura, y no tardó en convertirse en una pesadilla. Apretó los dientes y tratando de no pensar, continuó avanzando. El hedor de los orcos sudorosos lo sofocaba; jadeaba y tenía sed. Y seguían trotando y trotando, y Frodo empeñándose en respirar y en obligar a sus piernas a que se flexionaran; no se atrevía ni a imaginar cuál podía ser el término nefasto de tantas fatigas y tantos padecimientos. No tenía la más remota esperanza de salir de la fila sin ser descubierto. Y el guardián de los orcos volvía a la retaguardia una y otra vez y se mofaba de ellos con ferocidad.

—¡A ver! —reía, amenazando azotarles las piernas—. ¡Donde hay un látigo hay una voluntad, zánganos míos! ¡Fuerza! Ahora mismo os daría una buena zurra, aunque cuando lleguéis con retraso a vuestro campamento recibiréis tantos latigazos como os quepan en el pellejo. Os sentarán bien. ¿No sabéis que estamos en guerra?

Habían recorrido algunas millas, y el camino comenzaba por fin a descender hacia la llanura en una larga pendiente, cuando las fuerzas empezaron a flaquearle a Frodo. Se tambaleaba y tropezaba. Sam trató de ayudarlo, de sostenerlo, aunque tampoco él se sentía capaz de soportar mucho tiempo más aquella marcha. Sabía que el final llegaría de un momento a otro: Frodo acabaría por desvanecerse o por caer rendido, y entonces los descubrirían, y todos los esfuerzos y sufrimientos habrían sido en vano.

—De todas maneras, antes le daré su merecido a ese gigante endiablado que arrea las tropas.

Entonces, en el preciso momento en que llevaba la mano a la empuñadura de la espada, hubo un alivio inesperado. Ahora estaban en plena llanura, y se acercaban a la entrada de Udûn. No lejos de ella, delante de la puerta próxima a la cabecera del puente, el camino del oeste convergía con otros que venían del sur y de Barad-dûr, y en todos ellos se veía un agitado movimiento de tropas; pues los Capitanes del Oeste estaban avanzando, y el Señor Oscuro se apresuraba a acantonar en el norte todos sus ejércitos. Así ocurrió que a la encrucijada envuelta en tinieblas, inaccesible a la luz de las hogueras que ardían en lo alto de los muros, llegaron simultáneamente varias compañías. Hubo encontronazos violentos y una gran confusión, y gritos y maldiciones, porque cada compañía trataba de ser la primera en llegar a la puerta y al final de la marcha. A pesar de los gritos de los cabecillas y del chasquido de los látigos, hubo escaramuzas, y algunas espadas se desenvainaron. Una tropa de uruksde Barad-dûr armados hasta los dientes atacó Durthang, desordenando las filas.