—Creo adivinar cómo se presentarán —dijo Sam—. En la parte más estrecha de la llanura los Orcos y los Hombres estarán más apiñados que nunca. Ya lo verá, señor Frodo.

—Supongo que lo veré, si alguna vez llegamos —dijo Frodo, y dio media vuelta.

No tardaron en descubrir que no podían continuar avanzando a lo largo de la cresta del Morgai, ni por los niveles más altos, donde no había senderos y abundaban las hondonadas profundas. Por último tuvieron que regresar por el barranco que habían escalado, en busca de una salida desde el valle. Fue una caminata ardua, pues no se atrevían a cruzar hasta el sendero que corría del lado occidental. Al cabo de una milla o más, oculto en una cavidad al pie del risco, vieron el bastión orco que estaban esperando encontrar: un muro y un apretado grupo de construcciones de piedra dispuestas a los lados de una caverna sombría. No se advertía ningún movimiento, pero los hobbits avanzaron con cautela, manteniéndose lo más cerca posible de los zarzales que a esta altura crecían en abundancia a ambos lados del lecho seco del arroyo.

Continuaron por espacio de dos o tres millas, y el bastión orco desapareció detrás de ellos; pero cuando empezaban a sentirse más tranquilos, oyeron unas voces de orcos, ásperas y estridentes. Se escondieron detrás de un arbusto pardusco y achaparrado. Las voces se acercaban. De pronto dos orcos aparecieron a la vista. Uno vestía harapos pardos e iba armado con un arco de cuerno; era de una raza más bien pequeña, negro de tez, y la nariz, de orificios muy dilatados, husmeaba el aire sin cesar: sin duda una especie de rastreador. El otro era un orco corpulento y aguerrido, como los de la compañía de Shagrat, y lucía la insignia del Ojo. También él llevaba un arco a la espalda y una lanza corta de punta ancha. Como de costumbre se estaban peleando, y por pertenecer a razas diferentes empleaban a su manera la Lengua Común.

A sólo veinte pasos de donde estaban escondidos los hobbits, el orco pequeño se detuvo. —¡Nar! —gruñó—. Yo me vuelvo a casa. —Señaló a través del valle en dirección al fuerte orco—. No vale la pena que me siga gastando la nariz olfateando piedras. No queda ni un rastro, te digo. Por hacerte caso a ti les perdí la pista. Subían por las colinas, no a lo largo del valle, te digo.

—¿No servís de mucho, eh, vosotros, mis pequeños husmeadores? —dijo el orco grande—. Creo que los ojos son más útiles que vuestras narices mocosas.

—¿Qué has visto con ellos, entonces? —gruñó el otro—. ¡Garn! ¡Si ni siquiera sabes lo que andas buscando!

—¿Y quién tiene la culpa? —replicó el soldado—. Yo no. Eso viene de Arriba. Primero dicen que es un gran Elfo con una armadura brillante, luego que es una especie de hombrecito-enano, y luego que puede tratarse de una horda de Uruk-hai rebeldes; o quizá son todos ellos juntos.

—¡Ar! —dijo el rastreador—. Han perdido el seso, eso es lo que les pasa. Y algunos de los jefes también van a perder el pellejo, sospecho, si lo que he oído es verdad: que han invadido la Torre, que centenares de tus compañeros han sido liquidados, y que el prisionero ha huido. Si así es como os comportáis vosotros, los combatientes, no es de extrañar que haya malas noticias desde los campos de batalla.

—¿Quién dice que hay malas noticias? —vociferó el soldado.

—¡Ar! ¿Quién dice que no las hay?

—Así es como hablan los malditos rebeldes, y si no callas te ensarto. ¿Me has oído?

—¡Está bien, está bien! —dijo el rastreador—. No diré más y seguiré pensando. Pero ¿qué tiene que ver en todo esto ese monstruo negro y escurridizo? Ese de las manos como paletas y que habla en gorgoteos.

—No lo sé. Nada, quizá. Pero apuesto que no anda en nada bueno, siempre husmeando por ahí. ¡Maldito sea! Ni bien se nos escabulló y huyó, llegó la orden de que lo querían vivo, y cuanto antes.

—Bueno, espero que lo encuentren y le den su merecido —masculló el rastreador—. Nos confundió el rastro allá atrás, cuando se apropió de esa cota de malla, y anduvo palmoteando por todas partes antes que yo consiguiera llegar.

—En todo caso le salvó la vida —dijo el soldado—. Antes de saber que lo buscaban, yo le disparé, a cincuenta pasos y por la espalda; pero siguió corriendo.

—¡Garn! Le erraste —dijo el rastreador—. Para empezar, disparas a tontas y a locas, luego corres con demasiada lentitud, y por último mandas buscar a los pobres rastreadores. Estoy harto de ti. —Se alejó rápidamente a grandes trancos.

—¡Vuelve! —vociferó el soldado—, ¡vuelve o te denunciaré!

—¿A quién? No a tu precioso Shagrat. Ya no será más el capitán.

—Daré tu nombre y tu número a los Nazgûl —dijo el soldado bajando la voz hasta un siseo—. Uno de ellosestá ahora a cargo de la Torre.

El otro se detuvo, la voz cargada de miedo y de furia.

—¡Soplón, maldito! —aulló—. No sabes hacer tu trabajo, y ni siquiera defiendes a los tuyos. ¡Vete con tus inmundos gritones y ojalá te arranquen el pellejo! Si el enemigo no se les adelanta. ¡He oído decir que han liquidado al Número Uno, y espero que sea cierto!

El orco grande, lanza en mano, echó a correr detrás de él. Pero el rastreador, brincando por detrás de una piedra, le disparó una flecha en el ojo, y el otro se desplomó con estrépito en plena carrera. El rastreador huyó a valle traviesa y desapareció.

Durante un rato los hobbits permanecieron en silencio. Por fin Sam se movió. —Bueno, esto es lo que yo llamo las cosas claras —dijo—. Si esta simpática cordialidad se extendiera por Mordor, la mitad de nuestros problemas estarían ya resueltos.

—En voz baja, Sam —susurró Frodo—. Puede haber otros por aquí. Es evidente que escapamos por un pelo, y que los cazadores no estaban tan descaminados como pensábamos. Pero ese es el espíritu de Mordor, Sam; y ha llegado a todos los rincones. Los orcos siempre se han comportado de esa manera o así lo cuentan las leyendas, cuando están solos. Pero no puedes confiar demasiado. A nosotros nos odian mucho más, de todas formas y en todo tiempo. Si estos dos nos hubiesen visto, habrían interrumpido la pelea hasta terminar con nosotros.

Hubo otro silencio prolongado. Sam volvió a interrumpirlo, esta vez en un murmullo.

—¿Oyó lo que decían del que habla en gorgoteos, señor Frodo? Le dije que Gollum no estaba muerto, ¿no?

—Sí, recuerdo. Y me preguntaba cómo lo sabrías —dijo Frodo—. Bueno. Creo que es mejor que no salgamos de aquí hasta que haya oscurecido por completo. Así podrás decirme cómo lo sabes, y contarme todo lo sucedido. Si puedes hablar en voz baja.

—Trataré —dijo Sam—, pero cada vez que pienso en ese bribón, me pongo tan frenético que me dan ganas de gritar.

Allí permanecieron los hobbits, al amparo del arbusto espinoso, mientras la luz lúgubre de Mordor se extinguía lentamente para dar paso a una noche profunda y sin estrellas; y Sam, hablándole a Frodo al oído, le contó todo cuanto pudo poner en palabras del ataque traicionero de Gollum, el horror de Ella-Laraña, y sus propias aventuras con los orcos. Cuando hubo terminado, Frodo no dijo nada, pero tomó la mano de Sam y se la apretó. Al cabo de un rato se sacudió y dijo: —Bueno, supongo que hemos de reanudar la marcha. Me pregunto cuánto tiempo pasará antes que seamos realmente capturados, y acaben al fin estas penurias y escapadas, y todo haya sido inútil. —Se puso de pie—. Está oscuro, y no podemos usar el frasco de la Dama. Quédate con él por ahora, Sam, y cuídalo bien. Yo no tengo dónde guardarlo, excepto las manos, y necesitaré de las dos en esta noche ciega. Pero a Dardo, te la doy. Ahora tengo una espada orca, aunque no creo que me toque asestar algún otro golpe.