—Tales razonamientos sólo ayudarán a la victoria del Enemigo —dijo Gandalf.

—¡Sigue esperando, entonces! —exclamó Denethor con una risa amarga—. ¿No te conozco acaso, Mithrandir? Lo que tú esperas es gobernar en mi lugar, estar siempre tú, detrás de cada trono, en el norte, en el sur, en el oeste. He leído tus pensamientos y conozco tus artimañas. ¿No sé que fuiste tú quien le ordenó callar a este Mediano? ¿Qué lo trajiste aquí para tener un espía en mis propias habitaciones? Y sin embargo hablando con él me he enterado del nombre y la misión de cada uno de tus compañeros. ¡Sí! Con la mano izquierda quisiste utilizarme un tiempo como escudo contra Mordor, pero con la derecha intentabas traer aquí a este Montaraz del Norte, para que me suplantase.

”Pero óyeme bien, Gandalf Mithrandir, yo no seré un instrumento en tus manos. Soy un Senescal de la Casa de Anárion. No me rebajaré a ser el chambelán ñoño de un advenedizo. Porque aun cuando pruebe la legitimidad de su derecho, tendrá que descender de la dinastía de Isildur. Y yo no voy a doblegarme ante alguien como él, último retoño de una casa arruinada que perdió hace tiempo todo señorío y dignidad.

—¿Qué querrías entonces —dijo Gandalf—, si pudieras hacer tu voluntad?

—Querría que las cosas permanecieran tal como fueron durante todos los días de mi vida —respondió Denethor—, y en los días de los antepasados que vinieron antes: ser el Señor de la Ciudad y gobernar en paz, y dejarle mi sitial a un hijo mío, un hijo que fuera dueño de sí mismo y no el discípulo de un mago. Pero si el destino me niega todo esto, entonces no quiero nada: ni una vida degradada, ni un amor compartido, ni un honor envilecido.

—A mí no me parece que devolver con lealtad un cargo que le ha sido confiado sea motivo para que un Senescal se sienta empobrecido en el amor y el honor —replicó Gandalf—. Y al menos no privarás a tu hijo del derecho de elegir, en un momento en que su muerte es todavía incierta.

Al oír estas palabras los ojos de Denethor volvieron a relampaguear, y poniéndose la Piedra bajo el brazo, sacó un puñal y se acercó a grandes pasos al féretro. Pero Beregond se adelantó de un salto, irguiéndose entre Denethor y Faramir.

—¡Ah, eso era! —gritó Denethor—. Ya me habías robado la mitad del corazón de mi hijo. Ahora me robas también el corazón de mis súbditos, y así ellos podrán arrebatarme a mi hijo para siempre. Pero en algo al menos no podrás desafiar mi voluntad: decidir mi propio fin.

”¡Venid, venid! —gritó a los sirvientes—. ¡Venid a mí, si no sois todos traidores! —Dos hombres se lanzaron escaleras arriba. Denethor arrancó una antorcha de la mano de uno de ellos y volvió a entrar rápidamente en la casa. Y antes que Gandalf pudiera impedírselo, había arrojado el tizón sobre la pira; la leña crepitó y estalló al instante en llamaradas.

De un salto Denethor subió a la mesa, y de pie, entre el fuego y el humo, recogió del suelo el cetro de la Senescalía, y apoyándolo contra la rodilla lo partió en dos. Y arrojando los fragmentos en la hoguera se inclinó y se tendió sobre la mesa, mientras con ambas manos apretaba contra el pecho la palantír. Y se dice que desde entonces, todos aquellos que escudriñaban la Piedra, a menos que tuvieran una fuerza de voluntad capaz de desviarla hacia algún otro propósito, sólo veían dos manos arrugadas y decrépitas que se consumían entre las llamas.

Gandalf, horrorizado y consternado, volvió la cabeza y cerró la puerta. Y mientras los que habían quedado fuera oían el rugido de las llamas dentro de la casa, Gandalf permaneció un momento inmóvil en el umbral, en silencio. De pronto, Denethor lanzó un grito horripilante, y ya nunca habló, ni ningún mortal volvió a verlo en el mundo de los vivos.

—Éste es el fin de Denethor, hijo de Ecthelion —dijo Gandalf, y se volvió a Beregond y a los servidores que aún miraban la escena como petrificados—. Y también el fin de los días de Gondor que habéis conocido: para bien o para mal, han terminado. Acciones viles se han cometido en este lugar, mas dejad ahora de lado los rencores que puedan dividiros: fueron urdidos por el Enemigo y están al servicio de su voluntad. Os habéis dejado atrapar en una red de obligaciones antagónicas que vosotros no tejisteis. Pero pensad vosotros, servidores del Señor, ciegos en vuestra obediencia, que sin la traición de Beregond, Faramir, Capitán de la Torre Blanca, habría perecido en las llamas.

”Llevaos de este lugar funesto a vuestros camaradas caídos. Nosotros conduciremos a Faramir, Senescal de Gondor, a un lugar donde podrá dormir en paz, o morir si tal es su destino.

Luego Gandalf y Beregond levantaron el féretro y se encaminaron a las Casas de Curación, y detrás de ellos, con la cabeza gacha, iba Pippin. Pero los servidores del Señor seguían paralizados, con los ojos fijos en la morada de los muertos; y en el momento en que Gandalf llegaba al extremo de Rath Dínen se oyó un ruido ensordecedor. Y al volver la cabeza vieron que el techo del edificio se había resquebrado, y que el humo brotaba por las fisuras; y luego con un estruendo de piedras que se desmoronan, la casa se derrumbó; pero las llamas continuaron danzando y revoloteando entre las ruinas.

Entonces los servidores aterrorizados huyeron a la carrera en pos de Gandalf.

Llegaron por fin a la Puerta del Senescal, y Beregond miró con aflicción al portero caído.

—Eternamente lamentaré este acto —dijo—, pero la prisa me hizo perder la cabeza, y él no quiso escuchar razones, y me amenazó con la espada. —Y sacando la llave que le arrebatara al muerto, cerró la puerta—. Esta llave —dijo— ha de ser entregada al Señor Faramir.

—Quien tiene el mando ahora, en ausencia del Señor, es el Príncipe de Dol Amroth —dijo Gandalf—; pero al no estar él presente, me corresponde a mí tomar la decisión. Guarda tú mismo la llave hasta tanto vuelva el orden a la Ciudad.

Se internaron finalmente en los circuitos más altos de la Ciudad, y a la luz de la mañana siguieron camino hacia las Casas de Curación que eran residencias hermosas y apacibles, destinadas al cuidado de los enfermos graves, aunque ahora acogían también a los heridos en la batalla y a los moribundos. Se alzaban no lejos de la puerta de la Ciudadela, en el círculo sexto, cerca del muro del sur, y estaban rodeadas de jardines y de un prado arbolado, el único lugar de esa naturaleza en toda la Ciudad. Allí moraban las pocas mujeres a quienes porque eran hábiles en las artes de curar o de ayudar a los curadores, se les había permitido quedarse en Minas Tirith.

Y en el momento en que Gandalf y sus compañeros llegaban con el féretro a la puerta principal de las Casas, un grito estremecedor se elevó desde el campo delante de la Puerta, y hendiendo el cielo con una nota aguda y penetrante, se desvaneció en el viento. Fue un grito tan terrible que por un instante todos quedaron inmóviles; pero en cuanto hubo pasado sintieron de pronto que la esperanza les reanimaba los corazones, una esperanza que no conocían desde que llegara del Este la oscuridad; y tuvieron la impresión de que la luz era más clara, y que por detrás de las nubes asomaba el sol.