—Las tinieblas se están disipando —dijo Gandalf—, pero todavía pesan sobre la Ciudad.

En la puerta de la Ciudadela no encontraron ningún guardia.

—Entonces Beregond ha de haber ido allí —dijo Pippin, más esperanzado. Dieron media vuelta, y corrieron por el camino que llevaba a la Puerta Cerrada. Estaba abierta de par en par y el portero yacía ante ella. Lo habían matado y le habían robado la llave.

—¡Obra del Enemigo! —dijo Gandalf—. Éstos son los golpes con que se deleita: enconando al amigo contra el amigo, transformando en confusión la lealtad. —Se apeó del caballo y con un ademán le ordenó a Sombragrís que volviese al establo—. Porque has de saber, amigo mío —le dijo—, que tú y yo tendríamos que haber galopado hasta los campos ya hace tiempo, pero otros asuntos me retienen. ¡Ven rápido, si te llamo!

Traspusieron la Puerta y descendieron por el camino sinuoso y escarpado. La luz crecía, y las columnas elevadas y las figuras esculpidas que flanqueaban el sendero desfilaban lentamente como fantasmas grises.

De improviso el silencio se rompió y oyeron abajo gritos y espadas que se entrechocaban: ruidos que nunca habían resonado en los recintos sagrados desde la construcción de la Ciudad. Llegaron por fin al Rath Dínen y fueron rápidamente hacia la Casa de los Senescales, que se alzaba en el crepúsculo bajo la alta cúpula.

—¡Deteneos! ¡Deteneos! —gritó Gandalf, precipitándose hacia la escalera de piedra que llevaba a la puerta—. ¡Acabad esta locura!

Porque allí, en la escalera, con antorchas y espadas en la mano, estaban los servidores de Denethor, y en el peldaño más alto, vistiendo el negro y plata de la Guardia, se erguía Beregond, y él solo defendía la puerta. Ya dos de los hombres habían caído bajo los golpes de la espada de Beregond, profanando con sangre el santuario; y los otros lo maldecían, tildándolo de descastado y de traidor al rey.

Y cuando Gandalf y Pippin corrían aún se oyó la voz de Denethor que gritaba desde la morada de los muertos: —¡Pronto, pronto! ¡Haced lo que he dicho! ¡Matad a este renegado! ¿O tendré que hacerlo yo mismo? —Y en ese instante la puerta que Beregond mantenía cerrada con la mano izquierda se abrió de golpe, y allí en el vano se irguió la figura del Señor de la Ciudad, alta y terrible; una luz le ardía en los ojos, y esgrimía una espada desnuda.

Pero Gandalf llegó de un salto al último peldaño, y los hombres retrocedieron y se cubrieron los ojos con las manos; porque fue como si una luz blanquísima irrumpiera de pronto en un recinto oscuro, y Gandalf venía con una gran cólera. Alzó la mano, y la espada se desprendió del puño de Denethor y voló por el aire, y fue a caer detrás de él, en las sombras de la casa; y Denethor retrocedió ante Gandalf, como estupefacto.

—¿Qué significa esto, mi señor? —dijo el mago—. Las casas de los muertos no fueron hechas para los vivos. ¿Y por qué los hombres están combatiendo aquí, en los Recintos Sagrados cuando hay guerra suficiente ante las puertas de la Ciudad? ¿O acaso el Enemigo ha penetrado hasta el Rath Dínen?

—¿Desde cuándo el Señor de Gondor ha de rendirte cuentas de lo que hace? —dijo Denethor—. ¿O ya no puedo mandar a mis propios sirvientes?

—Puedes —respondió Gandalf—. Pero otros quizá se opongan a tu voluntad, si conduce a la locura y la desgracia. ¿Dónde está Faramir, tu hijo?

—Yace aquí, en la Casa de los Senescales —dijo Denethor—. Ardiendo, ya ardiendo. Pusieron fuego a la carne. Pero pronto arderán todos. El Oeste ha sucumbido. Todo será devorado por un gran incendio, y todo acabará. ¡Cenizas! ¡Cenizas y humo al viento!

Entonces Gandalf, viendo que en verdad Denethor había perdido la razón, y temiendo que hubiese hecho ya algo irreparable, se precipitó en el interior, seguido por Beregond y Pippin, en tanto Denethor retrocedía hasta la mesa. Y allí yacía Faramir, todavía hundido en sueños de fiebre. Había haces de leña debajo de la mesa, y grandes pilas alrededor; y todo estaba impregnado de aceite, hasta las ropas de Faramir y las mantas que lo cubrían; pero aún no habían encendido el fuego. Gandalf reveló entonces la fuerza oculta que había en él, como la luz de poder que ocultaba bajo el manto gris. Se encaramó de un salto sobre las pilas de leña, y levantando al enfermo saltó otra vez al suelo; y con Faramir en los brazos fue hacia la puerta. Y mientras lo llevaba Faramir se quejó en sueños, y llamó a su padre.

Denethor se sobresaltó como alguien que despierta de un trance, y el fuego se le apagó en los ojos, y lloró; y dijo:

—¡No me quites a mi hijo! Me llama.

—Te llama, sí —dijo Gandalf—, pero aún no puedes acudir a él. Porque ahora en el umbral de la muerte necesita ir en busca de curación, y quizá no la encuentre. Tu sitio, en cambio, está en la batalla de tu Ciudad, donde acaso la muerte te espera. Y tú lo sabes, en lo profundo de tu corazón.

—Ya no despertará nunca más —dijo Denethor—. Es en vano la batalla. ¿Para qué desearíamos seguir viviendo? ¿Por qué no partir juntos hacia la muerte?

—Nadie te ha autorizado, Senescal de Gondor —respondió Gandalf—, a decidir la hora de tu muerte. Sólo los reyes paganos sometidos al Poder Oscuro lo hacían, inmolándose por orgullo y desesperación y asesinando a sus familiares para sobrellevar mejor la propia muerte.

Y al decir esto traspuso el umbral y sacó a Faramir de la morada, y lo depositó otra vez en el féretro en que lo habían llevado, y que ahora estaba bajo el pórtico. Denethor lo siguió, y se detuvo tembloroso, mirando con ojos ávidos el rostro de su hijo. Y por un instante, mientras todos observaban silenciosos e inmóviles aquella escena de dolor, pareció que Denethor vacilaba.

—¡Ánimo! —le dijo Gandalf—. Nos necesitan aquí. Todavía puedes hacer muchas cosas.

Entonces, de improviso, Denethor rompió a reír. De nuevo se irguió, alto y orgulloso, y volviendo a la mesa con paso rápido tomó de ella la almohada en que había apoyado la cabeza. Y mientras iba hacia la puerta le quitó la mantilla que la cubría, y todos pudieron ver lo que llevaba en las manos: ¡una palantír! Y cuando levantó la Piedra en alto, tuvieron la impresión de que una llama empezaba a arder en el corazón de la esfera; y el rostro enflaquecido del Senescal, iluminado por aquel resplandor rojizo, les pareció como esculpido en piedra dura, perfilado y de sombras negras: noble, altivo y terrible. Y los ojos le relampagueaban.

—¡Orgullo y desesperación! —gritó—. ¿Creíste por ventura que estaban ciegos los ojos de la Torre Blanca? No, Loco Gris, he visto más cosas de las que tú sabes. Pues tu esperanza sólo es ignorancia. ¡Ve, afánate en curar! ¡Parte a combatir! Vanidad. Quizá triunfes un momento en el campo, por un breve día. Mas contra el Poder que ahora se levanta no hay victoria posible. Porque el dedo que ha extendido hasta esta Ciudad no es más que el primero de la mano. Ya todo el Este está en movimiento. Hasta el viento de tu esperanza te ha engañado: en este instante empuja por el Anduin y aguas arriba una flota de velámenes negros. El Oeste ha caído. Y para aquellos que no quieren convertirse en esclavos, ha llegado la hora de partir.