Sin embargo, Éomer mismo lloraba al hablar.

—Que los caballeros de la escolta monten guardia junto a él, y con honores retiren de aquí el cuerpo, para que no lo pisoteen las tropas en la batalla. Sí, el cuerpo del rey y el de todos los caballeros de su escolta que aquí yacen.

Y Éomer miró a los caídos, y recordó sus nombres. De pronto vio a Éowyn, su hermana, y la reconoció. Quedó un instante en suspenso, como un hombre herido en el corazón por una flecha en la mitad de un grito. Una palidez cadavérica le cubrió el rostro, y una furia mortal se alzó en él, y por un momento no pudo decir nada. Parecía que había perdido la razón.

—¡Éowyn, Éowyn! —gritó al fin—. ¡Éowyn! ¿Cómo llegaste aquí? ¿Qué locura es ésta, qué artificio diabólico? ¡Muerte, muerte, muerte! ¡Que la muerte nos lleve a todos!

Entonces, sin consultar a nadie, sin esperar la llegada de los hombres de la Ciudad, montó y volvió al galope hacia la vanguardia del gran ejército, hizo sonar un cuerno y dio con fuertes gritos la orden de iniciar el ataque. Clara resonó la voz de Éomer a través del campo: —¡Muerte! ¡Galopad, galopad hacia la ruina y el fin del mundo!

A esta señal, el ejército de los Rohirrim se puso en movimiento. Pero los hombres ya no cantaban. Muerte, gritaban con una sola voz poderosa y terrible, y acelerando el galope de las cabalgaduras, pasaron como una inmensa marea alrededor del rey caído, y se precipitaron rugiendo rumbo al sur.

Y Meriadoc el hobbit seguía allí sin moverse, parpadeando a través de las lágrimas, y nadie le hablaba: nadie, en realidad, parecía verlo. Se enjugó las lágrimas y agachándose a recoger el escudo verde que le regalara Éowyn, se lo colgó al hombro. Buscó entonces la espada, que se le había caído, pues en el momento de asestar el golpe se le había entumecido el brazo, y ahora sólo podía utilizar la mano izquierda. Y de pronto vio el arma en el suelo, pero la hoja crepitaba y echaba humo como una rama seca echada a una hoguera; y mientras Merry la observaba estupefacto, el arma ardió, se retorció, y se consumió hasta desaparecer.

Tal fue el destino de la espada de las Quebradas de los Túmulos, fraguada en el Oesternesse. Hubiera querido conocerlo el artífice que la forjara en otros tiempos en el Reino del Norte, cuando los Dúnedain eran jóvenes, y tenían como principal enemigo al temible reino de Angmar y a su rey hechicero. Ninguna otra hoja, ni aun esgrimida por manos mucho más poderosas, habría podido infligir una herida más cruel, hundirse de ese modo en la carne venida de la muerte, romper el hechizo que ataba los tendones invisibles a la voluntad del espectro.

Varios hombres levantaron al rey, y tendiendo mantas sobre las varas de las lanzas, improvisaron unas angarillas para transportarlo a la Ciudad; otros recogieron con delicadeza el cuerpo de Éowyn y siguieron al cortejo. Mas no pudieron retirar del campo a todos los hombres de la casa del rey, pues eran siete los caídos en la batalla, entre ellos Déorwine el jefe de la escolta. Entonces, agrupándolos lejos de los cadáveres de los enemigos y la bestia abominable, los rodearon con una empalizada de lanzas. Y más tarde, cuando todo hubo pasado, regresaron y encendieron una gran hoguera y quemaron la carroña de la bestia; pero para Crinblanca cavaron una tumba, y pusieron sobre ella una lápida con un epitafio grabado en las lenguas de Gondor y de la Marca:

Fiel servidor y perdición del amo.

Hijo de Piesligeros, el rápido Crinblanca.

Verde y alta creció la hierba sobre el túmulo de Crinblanca, pero el sitio donde incineraron el cadáver de la bestia estuvo siempre negro y desnudo.

Ahora Merry caminaba con paso lento y triste junto al cortejo, y había perdido todo interés en la batalla. Se sentía dolorido y cansado, y los miembros le temblaban como si tuviese frío. Una fuerte lluvia llegó desde el Mar, y fue como si todas las cosas lloraran por Théoden y Éowyn, apagando con lágrimas grises los incendios de la Ciudad. Como a través de una niebla, vio llegar la vanguardia de los hombres de Gondor. Imrahil, Príncipe de Dol Amroth, se adelantó hasta ellos y se detuvo.

—¿Qué es esa carga que lleváis, Hombres de Rohan? —gritó.

—Théoden Rey —le respondieron—. Ha muerto. Pero ahora Éomer Rey galopa en la batalla: el de la crin blanca al viento.

El príncipe se apeó del caballo, y arrodillándose junto a las parihuelas improvisadas, rindió homenaje al rey y a su heroísmo; y lloró. Y al levantarse, vio de pronto a Éowyn, y la miró, estupefacto.

—¿No es una mujer? —exclamó—. ¿Acaso las mujeres de los Rohirrim han venido también a la guerra, a prestarnos ayuda?

—¡Nada de eso! —le respondieron—. Sólo una ha venido. Es la Dama Éowyn, hermana de Éomer; y hasta este momento ignorábamos que estuviese aquí, y lo deploramos amargamente.

Entonces el príncipe, al verla tan hermosa, pese a la palidez del rostro frío, le tomó la mano y se inclinó para mirarla más de cerca.

—¡Hombres de Rohan! —gritó—. ¿No hay un médico entre vosotros? Está herida, tal vez de muerte, pero creo que todavía vive. —Le acercó a los labios fríos el brazal brillante y pulido de la armadura, y he aquí que una niebla tenue y apenas visible empañó la superficie bruñida.

«Ahora —dijo— tenemos que darnos prisa —y ordenó a uno de los hombres que corriera a la Ciudad en busca de socorro. Pero él mismo se despidió de los caídos con una reverencia, y volviendo a montar partió al galope hacia el campo de batalla.

La furia del combate arreciaba en los Campos del Pelennor; el fragor de las armas crecía con los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos. Resonaban los cuernos, vibraban las trompetas, y los mûmakilmugían con estrépito empujados a la batalla. Al pie de los muros del sur, la infantería de Gondor atacaba a las legiones de Morgul que aún seguían apiñadas allí. Pero la caballería galopaba hacia el este en auxilio de Éomer: Húrin el Alto, Guardián de las Llaves, y el Señor de Lossarnach, e Hirluin de las Colinas Verdes, y el Príncipe Imrahil el hermoso rodeado por todos sus caballeros.

En verdad, esta ayuda no les llegaba a los Rohirrim antes de tiempo: la fortuna le había dado la espalda a Éomer; su propia furia lo había traicionado. La violencia de la primera acometida había devastado el frente enemigo y los Jinetes de Rohan habían irrumpido en las filas de los Sureños, dispersando a la caballería y aplastando a la infantería. Pero en presencia de los mûmakillos caballos se plantaban negándose a avanzar; nadie atacaba a los grandes monstruos, erguidos como torres de defensa, y en torno se atrincheraban los Haradrim. Y si al comienzo del ataque la fuerza de los Rohirrim era tres veces menor que la del enemigo, ahora la situación se había agravado: desde Osgiliath, donde las huestes enemigas se habían reunido a esperar la señal del Capitán Negro para lanzarse al saqueo de la Ciudad y la ruina de Gondor, llegaban sin cesar nuevas fuerzas. El Capitán había caído; pero Gothmog, el lugarteniente de Morgul, los exhortaba ahora a la contienda: Hombres del Este que empuñaban hachas, Variags que venían de Khand, Sureños vestidos de escarlata, y Hombres Negros que de algún modo parecían trolls llegados de la Lejana Harad, de ojos blancos y lenguas rojas. Algunos se precipitaban a atacar a los Rohirrim por la espalda, mientras otros contenían en el oeste a las fuerzas de Gondor, para impedir que se reunieran con las de Rohan.