—¿Una semana? Imposible —respondió Miguel—. En una semana todo puede haber acabado en España. Volaré a España. Intentaré volar.

—No es cuestión de intentarlo. Quien lo intentará será el piloto. Esto es una locura, Miguel. Es una locura que no tiene nombre. Le he hecho una promesa y ahora no puedo retirar la palabra, pero siento que esto es insensato. Y lo veo muy claramente porque yo mismo volaré con el segundo piloto. Pague pronto el vermut. Los matachines de las Cruces de fuegoestán sobre la pista aparte de que los tres pilotos sin duda mantienen contacto con ellos. Me están siguiendo desde la mañana. No podemos perder ni un segundo.

En el aeródromo de X... todo presentaba un aspecto habitual y descuidado. El policía que revisa los pases de entrada estaba sentado en un banco ante su puesto, dormitando con un periódico en las manos. Los mecánicos discutían en el bar. Los aviones de línea aterrizaban y partían. Una avioneta daba vueltas por encima del campo. André se metía por los hangares con la mayor naturalidad del mundo y charlaba con los obreros; Miguel le estaba observando desde cierta distancia. La maletita le cohibía y le traicionaba; Miguel hasta quería abandonarla en el retrete, pero tenía miedo de perder de vista a André. Así se acercaron a un gran aparato bimotor, cuyas hélices rodaban ya lentamente. André se puso a hablar con un joven que estaba echado sobre la hierba y, de súbito, sin soltar el pitillo de la boca, dijo nerviosamente a Miguel:

—Pero ¿qué espera usted?

Miguel trepó en un santiamén a la cabina. Dentro, había dos personas. Una muchacha con un impermeable blanco, tostada por el sol y con un ramo de flores, sentada sobre largas bombas cilindricas. Un viejo de cabello blanco peinado con raya al medio, se acomodó en el «farol» delantero de cristal.

El joven se levantó de la hierba y sin despedirse de André ocupó el asiento del piloto. No llevaba ni casco ni gorra ni guantes. André llamó a un obrero con un grito. El obrero retiró las cuñas de debajo de las ruedas. En seguida, con un ceñido viraje inclinado, casi rozando la avioneta, el aparato tomó altura. Por un instante se vio a André, que estaba de pie, las piernas separadas, puestas las manos en los bolsillos, el pitillo en la boca, como director de music-hall en un ensayo general.

El día era claro, caluroso; el avión oscilaba; los viajeros hacían como si no se dieran cuenta de la presencia de los demás. El piloto, por la espalda, tenía el aspecto de hombre pensativo, soñador. Miguel intentaba orientarse. Desconocía el paraje, pero lo recordaba bien por la geografía. Procuró descubrir el Ródano, la ciudad amurallada de Carcasona, las primeras cadenas de los Pirineos, Perpiñán. Pero no se veían montañas.

Nunca se acababan los fértiles campos franceses, el verdor brillante, deleitoso, cuadriculado por la red de las carreteras, como trazada a lápiz. Transcurrieron más de dos horas; por fin llegaron las montañas, el aparato se elevó a más de dos mil metros, el aire se hizo fresco. Miguel perdió definitivamente la orientación. Ante el piloto no había mapa alguno, su aspecto infundía poca confianza.

En último término, si se vuela hacia Barcelona, el mar, tarde o temprano, ha de verse, sin falta, por la izquierda. ¿Y si se vuela hacia Burgos o hacia Sevilla? El mar se presentará por la derecha. Es posible que se vea, pero no es forzoso. Cabe volar a Burgos cruzando los Pirineos por su parte central, sin ver el mar. El cálculo puede hacerse sólo por el tiempo. Miguel, disimuladamente, sacó el revólver del bolsillo posterior del pantalón y se lo puso en el de la chaqueta. La muchacha no prestó la menor atención; el viejo permanecía sentado, inmóvil, con los pies sobre el cristal.

Miguel se puso a la espalda del piloto. Éste apenas le dirigió una mirada y siguió casi dormitando con las puntas de los dedos en el volante. ¿Será éste, de los dos, el que no ha pedido el dinero? Era difícil adivinarlo por sus hombros, por sus cabellos negros, brillantes, en los que apuntaba alguna que otra cana, por lo azulino del juvenil cuello afeitado, por la pequeftita oreja. Faltaban sólo siete minutos para las dos horas de vuelo. ¡Hacía mucho que debería verse el mar!

Miguel decidió aplicar el revólver a la nuca del piloto diciéndole al mismo tiempo: «¡Rumbo a la izquierda!» No habría pelea, quizá el piloto tendría tiempo de agarrarle las manos, pero con una bala en la nuca no es mucho lo que con las manos se puede hacer. Entonces Miguel tomaría el mando, tenía idea de cómo se pilota un avión, si bien temía estrellar aquel pesado aparato que, además, llevaba bombas, al tomar tierra.

¿Y si el joven no hubiera maquinado nada? Tenía una oreja sonrosada, como la de un niño, y todo el perfil del rostro se veía franco como el de un adolescente. Dos horas y diez minutos de vuelo. A lo mejor ha ido un poco al azar, quizá él mismo desconoce esos parajes. Miguel preguntó:

—¿Estamos llegando? —y con un dedo dio unos golpecitos en la pulsera del reloj. El piloto movió un hombro y no respondió.

Diez minutos más. Montañas. Miguel se concedió otros ocho minutos, no, diez. Pasaron los diez minutos. El viejo miraba hacia adelante sin volver la cabeza; la muchacha estudiaba su impermeable blanco. Montañas... Los ardientes dedos de la mano, en el bolsillo, se pegaron a la pistola. Pero, sin saber por qué, Miguel puso la mano izquierda sobre el hombro del piloto. Éste no reaccionó para nada. Y una eternidad después, que quizá sólo fue de unos segundos, dijo:

—He dado un rodeo por las montañas, aquí hace más fresco. André me ha pedido que cambie de ruta cada vez, para no encontrarme con los aviones de línea, algunos son alemanes. En seguida se verá Barcelona...

Ahora estamos tomando vermut con él en el bar del aeródromo militar. Se llama Abel Guides. Tiene más años de los que aparenta —veintiocho—. Es el que aún no ha hablado de dinero. Ayer otro piloto y él tuvieron tiempo de volver a X... y hoy han regresado con dos aparatos. Es aviador militar de la reserva, ahora piloto de la aviación civil, sin empleo. Tiene unos ojos interesantes: infantiles, claros, y, al mismo tiempo, salientes, atentos, como los de un pájaro.

Quien tiene los ojos más salientes es André. Sus córneas enormes, al anochecer, casi iluminan su fino rostro oval y le dan un leve matiz de insomnio, de inquietud, de vela nocturna. Sería raro ver a André con los ojos cerrados; en general, adormilado, no es André.

La única línea aérea civil que por ahora funciona es la LuftHansa. Un enorme Junker con la esvástica fascista en la cola aterriza al lado mismo del puesto de mando de la aviación militar. Los pilotos y pasajeros se pasean entre los aviadores de guerra españoles, escuchan las conversaciones, sacan fotografías. Descargan del avión y cargan en él enormes cajas con la inscripción: «Al Consulado general de Alemania en Barcelona.» Nadie pone la menor dificultad.

Sandino ha ordenado a su ayudante con cordones dorados que me mande en coche a la ciudad. Ello ha dado lugar a una gran tremolina. Había en la pista unos quince automóviles; los chóferes estaban sentados en círculo en el suelo y cantaban. Ninguno de ellos quería hacer el viaje, a pesar de que el ayudante les ha echado un gran discurso sobre la necesidad de la disciplina en la guerra revolucionaria. Ha recalcado, asimismo, la importancia de apoyar la autoridad del coronel Sandino, comandante en jefe de Cataluña, sobre todo cuando vienen camaradas extranjeros. No obstante, nadie quería ir. El ayudante ha lanzado unos juramentos y ha gritado, rojo por el esfuerzo. Todo ha sido inútil. Hemos vuelto al pabellón —en la mesa aún tomaban café y licores—. Al enterarse de que los chóferes no querían hacer el viaje, Sandino ha arrojado la taza contra la mesa. Ha salido, ha hablado con los chóferes y, al fin, uno de ellos ha accedido a conducirme a la ciudad.