Ulises no quería matarlos, aunque era la única solución lógica. Sin embargo, seguía en pie el hecho de que aún no habían revelado el emplazamiento de su ciudad base. Sólo en el aire, afirmaban, podían orientarse para volver a ella.

Ulises utilizó esto como pretexto para no matarles. Podían serle útiles algún día para indicarle el camino de su base. Si debían hacerlo desde el aire, así lo harían. Al parecer, nadie sabía de globos o dirigibles, y por eso los hombres murciélagos estaban muy tranquilos y pensaban que su secreto estaba seguro.

Al sexto día, Ulises vio por primera vez a unos hombres pulpo. Había alejado la nave de la costa debido a una gran roca que se interponía en su camino. Antes de que la nave llegase a doscientos metros de la roca, vio a aquellos curiosos seres en una estribación rocosa a algo más de un metro por encima de la superficie del mar. Aproximó el Nueva Esperanza lo más posible a la roca y él y su tripulación contemplaron a las cuatro criaturas que tomaban el sol sobre la roca. Se parecían más a los tiburones de su época que a los centauros-pulpo descritos por Ghlij. De pecho para abajo eran como peces, más bien como pulpos, pues las aletas eran horizontales, no verticales. La piel de la parte inferior del cuerpo era del mismo color bronce claro que la superior. Los genitales, tanto del macho como de la hembra, estaban ocultos entre capas del cuerpo inferior. Del tórax hacia arriba era totalmente humanos, y los dedos, en contra de lo que había supuesto, eran perfectamente normales. Tenían las narices muy pequeñas; Ghlij dijo que podían cerrarlas firmemente con acción muscular. Los ojos podían cubrirse de una capa transparente y rígida que brotaba de debajo de los párpados. El pelo de la cabeza era corto y suave, pareciendo desde lejos más que pelo la piel de las focas. Dos tenían el pelo negro, otra de un rubio ceniza, y la cuarta completamente rubio.

Ulises les hizo una seña y sonrieron. Una mujer y un hombre respondieron con otro saludo. Ghlij, que se había acercado a la borda, dijo:

– Bien hecho. No es bueno enemistarse con la gente del mar. Pueden arrancar el fondo de la nave si quieren.

– ¿Se muestran siempre amistosos?

– A veces comercian con los neshgais y los humanos. Traen extrañas piedras marinas o peces o artículos procedentes de embarcaciones hundidas y los cambian por vino o cerveza.

Ulises se preguntó si podría convertirlos en aliados en su guerra contra los neshgais. Es decir, si libraba una guerra contra los neshgais. Ghlij creía que no tomarían partido, a menos que una de las partes les ofendiese gravemente. Pero incluso los arrogantes neshgais les trataban con cortesía y les hacían obsequios de vez en cuando. Los neshgais tenían una gran flota que no deseaban ver en el fondo del océano.

La roca y su extraña carga se hundió tras ellos.

– Otro día como éste -dijo Ghlij- y llegaremos a la costa de los neshgais. ¿Entonces qué?

– Ya veremos -dijo Ulises-. ¿Tú hablas bien su idioma?

– Muy bien -dijo Ghlij-. Además, muchos de ellos hablan airata.

– Espero que no se asombren demasiado cuando me vean con mi tripulación. No me gustaría que nos atacaran sólo porque les alarmemos.

Una hora después del amanecer del día siguiente, pasaron ante un enorme símbolo grabado en la roca. Era una gran X dentro de un círculo roto. Aquel era el símbolo de Nesh, el dios epónimo ancestral de los neshgais, dijo Ghlij. Aquel grabado, que podría verse desde el mar a varios kilómetros, señalaba la frontera occidental de su tierra.

– Pronto veremos un buen puerto -dijo Ghlij-. Y una ciudad y una guarnición de tropas. Y algunos navíos mercantes y bajeles rápidos.

– ¿Navíos mercantes? -dijo Ulises, ignorando la amenaza de su tono-. ¿Con quién comercian?

– Sobre todo entre sí. Pero algunas de sus grandes naves recorren la costa hacia el norte y comercian con los pueblos que hay en aquellas costas.

Ulises empezó a sentirse excitado. No tanto por enfrentar el peligro de lo desconocido como por una nueva idea. Quizás los neshgais no hubiesen de ser sus enemigos. Quizás pudiesen ser amigos, y ayudarle. Desde luego, tenían un interés común en combatir al gran Árbol o a quien lo utilizase. Y posiblemente podrían estar trabajando con los humanos, no haciendo a los humanos trabajar para ellos. ¿Quién sabía cuántas mentiras no le habría dicho el hombre murciélago?

La costa se curvó profundamente hacia adentro, y entonces Ulises vio un rompeolas a la izquierda. Estaba hecho de grandes bloques de piedra y se extendía a lo largo de varios kilómetros. Más que un simple rompeolas, era un alto muro destinado a proteger el puerto y la ciudad de naves hostiles. En la cima del acantilado se veían algunos inmensos, edificios grises y luego, al cruzar la primera de las entradas, gran número de barcos y una ciudad en la ladera de la colina del fondo.

Habían pasado una torre situada en el extremo del rompeolas y visto dentro personas detrás de algunas de las estrechas aberturas de las ventanas. Algo atronó, y él miró atrás y vio una forma gigante sobre la torre. Sostenía una trompeta inmensa en su boca descomunal. La probóscide elefantina estaba alzada sobre el instrumento como si ella, no el instrumento, trompetease.

Ulises decidió que sería mejor si él acudía a saludarlos en vez de obligarlos a ellos a salir. Sin duda no creerían que aquel pequeño navío pretendiese atacarles. Situó la nave entre la amplia entrada del rompeolas, bajo las dos torres de ambos lados de la entrada. Saludó a la gente de la torre y le sorprendió ver que la mayoría de ellos eran humanos. Llevaban yelmos de cuero y escudos que supuso de madera. Blandían lanzas (de punta de piedra, desde luego) o sostenían arcos y flechas. Tras ellos se alzaban las figuras grisáceos de los neshgais. Los gigantes debían de ser los oficiales.

Nadie disparó desde las torres. Debieron pensar como él que un pequeño navío no podía entrar con propósitos hostiles.

No se sintió tan seguro un momento después, cuando vio un gran bajel, tipo galera, que avanzaba rápidamente hacia el suyo. Lo dirigían varios soldados, dos tercios de ellos humanos, y tenía timón. No tenía vela. Tampoco tenía remeros.

Entonces abrió mucho los ojos con la extraña sensación de que acababa de meter la cabeza en una guillotina. No había visto ni oído nada que indicase que los neshgais tuviesen una tecnología tan avanzada.

Pero cuando la galera giró tras ellos y luego se colocó a su lado para dirigirles, no emitió más sonido que el silbido del agua cortada por la fina quilla y el rumor de las olas al abrirse. Si la embarcación llevaba un motor de combustión interna, tenía también unos excelentes instrumentos para silenciar el ruido.

– ¿Quién conduce eso? -dijo a Ghlij.

– No lo sé, Señor -respondió Ghlij.

El tono con que dijo Señor indicaba que creía que los días de Ulises como dios estaban contados. Pero no parecía demasiado alegre. Quizás también el hombre murciélago corriese peligro de verse esclavizado. Sin embargo, esto no parecía probable, pues Ghlij había dicho que los hombres murciélago comerciaban con los neshgais.

Contempló la nave. ¿Cómo se compaginaba su avanzado método de propulsión con las primitivas armas de su tripulación?

Se encogió de hombros. Ya lo descubriría. Y si no, tendría cosas más importantes de que preocuparse. Siempre había tenido la virtud de la paciencia, y la había fortalecido enormemente desde su despertar. Quizás su «piedritud» increíblemente larga había capacitado a su psique para absorber parte de la resistencia del material inerte y duro.

Su nave bajó la vela, y los remeros alzaron los remos para disminuir la velocidad, cuando el barco comenzó a deslizarse a lo largo del muelle siguiendo las instrucciones de un oficial de la galera. Humanos vistiendo sólo taparrabos tomaron las amarras que les arrojaron los peludos tripulantes y arrastraron el navío por encima de varios sacos de aspecto gomoso. La galera se deslizó por el mismo camino un minuto después y luego paró sus invisibles motores silenciosos y se detuvo a unos centímetros de una estructura que había delante.