Ulises se sacudió la desilusión. No tenía planes de atacar la base aunque supiese su emplazamiento. Carecía de fuerza suficiente para un ataque. Pero le hubiese gustado saber dónde estaba para cuando tuviese fuerzas suficientes poder atacarla. De un modo u otro descubriría su situación.

Estaba sentado, con la espalda apoyada en un trozo relativamente suave de corteza desprendida, con una gran hoguera a unos tres metros de él. Era casi de noche. Debajo, era noche. El cielo estaba aún azul, y las nubes distantes tenían un tono rosado, verde luminoso y gris hosco. Los gritos y chillidos de los animales de cazadores y cazados, se entremezclaban como pesadillas casi olvidadas de lo vagas que eran. Junto a él estaban los dos hombres murciélago, uno junto a otro, pero sin hablarse ni mirarse siquiera. Los wufea, wuagarondites y alkumquibes estaban alrededor de seis grandes hogueras. Había centinelas apostados en las ramas y también ocultos en salientes de la corteza a los lados de ésta. El sabroso aroma de la carne y el pescado asado llenaba el aire. Había salido una partida de caza rama adelante un rato atrás y vuelto con tres cabras de cuatro cuernos y pelo dorado, diez grandes peces (arrebatados a un gran felino con manchas negras y grises que los había cazado), sacos llenos de diferentes tipos de frutos y tres grandes monos muy peludos.

Los cazadores habían informado que la vegetación de la parte superior de la rama consistía principalmente en gruesos abetos, matas de fresas, una hierba que llegaba hasta la rodilla y que crecía en la tierra atrapada en las fisuras y un musgo que llegaba hasta el tobillo. En el riachuelo había abundancia de peces, pero no había snoligósteros ni ratas gigantes. Los principales predadores parecían ser los pumas negros y grises, un pequeño oso y varios tipos de nutria. Los demás animales eran las cabras y los monos.

Comieron bien aquella noche y durmieron lo más cerca de la hoguera que pudieron sin quemarse. A aquella altura, hacía mucho frío en cuanto desaparecía el sol.

Por la mañana, comieron para desayunar los restos de la cena y comenzaron luego a construir las balsas. Cortaron abetos, que sólo alcanzaban unos siete metros de altura, y construyeron balsas. Y se embarcaron en ellas con grandes ánimos y grandes esperanzas.

Por una vez, no se vieron desilusionados o engañados. El río les llevó a un ritmo agradable durante unos veinte kilómetros y luego concluyó en un ensanchamiento de la rama. Allí el río no se precipitaba por un declive de noventa grados en una catarata. Simplemente se derramaba por los lados de aquella amplia zona, bloqueado por una ascensión de la rama. El grupo desmontó las balsas y transportó los troncos por el repecho, que ascendía en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. Una vez arriba, se encontraron con otro arroyo que pronto se convirtió en río. Ataron de nuevo los troncos y dejaron que la corriente les llevara. Esta operación la repitieron diez veces. Luego la rama recorrió la extensión más larga sin interrupciones que habían visto hasta entonces. Se prolongaba durante unos veinte kilómetros, y el descenso fue tan suave que el agua simplemente se derramaba en la ciénaga. Ulises calculó que debían haber recorrido unos cuatrocientos kilómetros por aquella rama. Ghlij dijo que habían tenido mucha suerte encontrándola. Había muy pocas así.

Subieron de la ciénaga húmeda, fría y nauseabunda hasta que hallaron una rama prometedora a unos dos mil metros de altura. Diez días más tarde, llegaron a una catarata, cuyo pie estaba a unos mil ochocientos metros por debajo de ellos. Y allí concluía el Árbol.

Ulises se sintió un poco desconcertado y un poco irreal. Había llegado a acostumbrarse a que el mundo fuese un árbol gigantesco con muchos niveles de ramas entremezcladas, troncos que parecían elevarse hasta el cielo y densa vegetación, hasta el punto que había concebido el mundo como sólo… Árbol.

Ahora había ante él una llanura que se extendía quizás a lo largo de ochenta o noventa kilómetros, y más allá las cimas de los montes. Al otro lado de la cordillera, si Ghlij no mentía, estaba el mar.

A su lado estaba Awina, lo bastante cerca para que su peluda cadera le rozase. Su larga cola negra se balanceaba acariciándole de vez en cuando las piernas por detrás.

– Wurutana nos ha dejado libres -dijo ella-. No sé por qué. Pero él tiene sus razones.

Ulises se enfureció.

– ¿Por qué no puedes pensar -preguntó- que nuestro éxito se debe a mis poderes como dios?

Awina se detuvo y le miró de reojo. Sus ojos eran enormes como siempre, pero las pupilas se habían achicado.

– Perdonadme, Señor -dijo-. Os debemos mucho. Sin vos habríamos perecido sin duda. Pero aun así, sois un dios pequeño comparado con Wurutana.

– El tamaño no significa necesariamente superioridad -replicó él.

Estaba enfurecido, pensó, no porque ella negase o menospreciase su divinidad. No estaba, desde luego, tan loco. Era sólo que deseaba que le rindiesen el tributo adecuado por haber conseguido sacarlos de allí. Que le honrasen como a un ser humano, aunque él se viese obligado a hablar en términos de divinidad.

Quería que Awina, sobre todo, reconociese esto. Pero, ¿por qué lo deseaba? ¿Por qué sería tan importante para él aquella criatura bella pero extraña, aquel ser inteligente pero no humano?

Por otra parte, pensaba, ¿por qué debería hacerlo? Ella había sido su principal ayudante desde el primer día, le había enseñado su primer idioma (en cierto modo le había enseñado a hablar), le había prestado numerosos servicios, siendo uno de los más importantes el apoyo moral. Y era muy atractiva, en un sentido físico. Llevaba tanto tiempo sin ver un ser humano, que se había acostumbrado a los no humanos. Awina era una hembra muy bella (casi pensó mujer)

Sin embargo, aunque sentía a menudo mucho cariño hacia ella, a veces le repugnaba. Esto ocurría cuando se le aproximaba demasiado físicamente. El se apartaba, y ella le miraba con una expresión inescrutable. ¿Sabía lo que pensaba él? ¿Interpretaba correctamente su reacción?

Ulises esperaba que no fuese así, porque en tal caso, ella era lo bastante inteligente y sensible para saber que la evitación del contacto físico era una defensa por parte de él. Y ella sabría, como sabía él, por qué él tenía necesidad de defenderse.

– ¡Vamos! -gritó a Wulka y a los otros jefes-. ¡Seguidme fuera del Árbol! ¡Pronto estaremos sobre terreno sólido y seco!

El descenso transcurrió sin novedad, aunque Ulises tuvo que reprimirse para no correr. La inmensa masa gris oscura del Árbol parecía aún más amenazadora, ahora que estaba a punto de librarse de él, que cuando había estado dentro. Pero nada sucedía. No surgieron ni gigantes ni hombres leopardo del Árbol para un ataque final.

Sin embargo, una vez que estuvieran en la llanura, serían fácilmente localizados por los hombres murciélago. Sería mejor permanecer a la sombra del Árbol hasta que cayese la noche y salir entonces.

Afortunadamente, el terreno que había en la base del gran Árbol en aquella zona no era tan pantanoso. En cuanto se separaron de la rama por la que descendía el río, encontraron terreno seco. Hicieron su campamento en el lado norte de una rama que se clavaba en la tierra en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Ulises estudió la llanura, cubierta de una hierba muy alta de un color parduzco, salpicada de árboles parecidos a la acacia. Había grandes rebaños de comedores de hierba y hojas por allí: caballos, antílopes, búfalos, aquel otro animal parecido a la jirafa que según su opinión debía proceder del caballo, el animal parecido al elefante que podría haber evolucionado del tapir, el conejo gigante de grandes patas, y el jabalí azul de largas zancas y curvados colmillos. Había también predadores, el correcaminos de cuatro metros de altura, el felino parecido a la pantera y arrogantes leones de pelo como de puercoespín.