– No ha pasado nada -dijo Ulises.
– ¿Puedo irme ahora que el Viejo Ser ha muerto? -preguntó Ghlij-. Me gustaría volver a casa.
– ¿Dónde está tu casa? -preguntó Ulises, esperando cazarle desprevenido.
– Como ya he dicho, Señor, en el sur. A muchas, muchas jornadas de aquí.
– Puedes irte -dijo Ulises, preguntándose lo que Ghlij guardaba en su inexistente manga. Le parecía que Ghlij iba a informar sobre él, pero no tenía ni idea de a quién. No tenía sentido intentar retenerle-. ¿Volveré a verte pronto?
– No lo sé. Señor -respondió Ghlij, con aquella mirada oblicua que tanto irritaba a Ulises-. Pero quizás veáis a otros de mi especie.
– Te veré más pronto de lo que crees -dijo Ulises. Ghlij pareció sorprendido.
– ¿Qué queréis decir con eso, mi Señor? -preguntó.
– Adiós -dijo Ulises-. Y gracias por lo que has hecho. Ghlij vaciló y luego dijo:
– Adiós, mi Señor. Ha sido para mí una experiencia provechosísima y la más emocionante de toda mi vida.
Fue a despedirse de los jefes de cada una de las tres tribus y de Awina. Ulises estuvo observándole hasta que aleteó desapareciendo tras un alto cerro.
– Creo -dijo a Awina- que ha ido a informar a alguien de los resultados de su espionaje.
– ¿Corno, Señor? -dijo ella-. ¿Espionaje?
– Sí, estoy seguro de que trabaja para alguien que no es él mismo ni su pueblo. No puedo hablar aún de pruebas concretas. Pero tengo ese presentimiento.
– ¿Creéis que trabaje para Wurutana…? -preguntó ella.
– Quizás -contestó él-. Ya lo descubriremos. Iremos hacia el sur a buscar a Wurutana después de instalar estos colmillos a la entrada del templo.
– ¿Iré yo también? -preguntó ella. Sus grandes ojos azul gato siamés se fijaron en él, y su postura traicionaba tensión.
– Comprendo que será muy peligroso -dijo él-. Pero tú no pareces temer al peligro. Sí, me sentiré muy feliz si vienes conmigo. Pero no ordenaré a nadie que me acompañe. Sólo llevaré voluntarios.
– Me siento muy feliz pudiendo ir con mi Señor -dijo ella, y luego añadió-: Pero, ¿vais a enfrentaros a Wurutana o a buscar a vuestros hijos e hijas?
– ¿Mis qué?
– Esos mortales de los que habló Ghlij. Los seres que se parecen tanto a vos que han de ser hijos vuestros.
– Eres muy inteligente -dijo él, sonriendo- y muy perspicaz, Awina. Iré hacia el sur por ambas cosas, desde luego.
– ¿Y buscaréis una compañera entre los mortales que son hijos vuestros?
– ¡No lo sé! -contestó él, con más aspereza de lo que pretendía. ¿Por qué habría de alterarle aquella pregunta? Por supuesto que buscaría una compañera. ¡Vaya pregunta! Y entonces pensó, bueno, es una mujer, y es natural que haga esa pregunta.
Pero Awina anduvo pensativa y triste varios días. No salía de su tristeza hasta que él no se esforzaba por hacerla hablar y animarla un poco. Aun así, muchas veces la sorprendía mirándole con una expresión extraña.
Llegaron a la aldea wufea tras varios desvíos en su ruta para acercarse a aldeas próximas. Instalaron los colmillos de modo que formasen los vértices de un cuadrado ante las puertas del templo y luego construyeron un techo apoyado en ellos. Hubo festejos y ceremonias hasta que los jefes se quejaron de que los wufeas corrían el peligro de arruinarse. Además, no se estaban atendiendo adecuadamente los cultivos, y la caza necesaria para alimentar a todos los huéspedes había limpiado de animales el territorio en varios kilómetros a la redonda.
Ulises había ordenado que se fabricasen más bombas y unos cuántos cohetes. Mientras se hacía esto, organizó una gran cacería por las llanuras del sur. Quería capturar también algunos caballos salvajes y echar un vistazo desde más cerca a Wurutana.
El cuerpo principal de la partida regresó a las aldeas con gran cantidad de carne ahumada. Llevaba también con ellos caballos capturados con instrucciones de tratarlos suavemente y no sacrificarlos.
Ulises sé dirigió hacia el sur con cuarenta guerreros y Awina. Pasaron ante grandes manadas de elefantes del mismo tamaño, más o menos, que los elefantes africanos, pero con un montículo de grasa sobre las ancas y pelo considerablemente más largo. Vieron también rebaños de antílopes de diversas especies y géneros, algunos parecidos a los antílopes americanos y africanos de su época.
Vieron también manadas de perros salvajes con manchas blancas y rojas en sus cuerpos. Había también unos felinos grandes parecidos a las panteras y otros del tamaño de los leones y semejantes a los jaguares. Vieron también varios de los correcaminos de cuatro metros de altura. En una ocasión, Ulises vio a dos de estas grandes aves espantar a dos jaguares de un caballo que los felinos acababan de matar.
Su gente no parecía tan preocupada por las aves y los animales como por los kurieiaumeas. Eran éstos unos individuos altos de largas piernas, piel rojiza y cara blanca. Gente muy salvaje, según Awina. No se relacionaban con los wufeas, los wuagarondites ni los alkumquibes. Utilizaban boleadoras y atlatles o lanzajabalinas.
Nadie hablaba de dar la vuelta, pero cuanto más se adentraban en el territorio kurieiaumea, más nerviosos se ponían.
Ulises insistió en seguir hacia el sur. Pero a los dos días, y sin encontrarse al parecer más cerca del lugar deseado, decidió dar la vuelta. Sus preguntas indirectas le habían revelado, sin embargo, una información, aunque no estaba seguro de poder creer en ella.
A menos que malinterpretase sus comentarios, Wurutana era un árbol. Un árbol distinto a todos los demás que habían existido desde el nacimiento de los árboles.
Regresaron sin ver señal alguna de los feroces kurieiaumeas, y Ulises inició inmediatamente los preparativos para el gran viaje. Pero empezaban a caer las hojas, el viento a hacerse frío, y decidió esperar a la primavera.
Un mes después, con las primeras nieves, llegaron a la aldea Ghlij y su esposa, Ghuaj. Vestidos con pieles ligeras, parecían pigmeos esquimales alados. Ghuaj era aún más pequeña que Ghlij, pero mucho más escandalosa. Era una hembra quisquillosa, exagerada y parlanchína a la que Ulises detestó inmediatamente. Si hubiese tenido plumas y garras de pájaro, podría realmente habérsela considerado una arpía.
– ¿Te cansaste de esperar por mí? -dijo Ulises sonriendo.
– ¿Yo esperando? No sé lo que queréis decir, mi Señor -dijo Ghlij. Pero él y su esposa hicieron muchas preguntas a los habitantes de la aldea después de transmitir sus noticias y murmuraciones y de informar sobre los movimientos de la caza en el sur. No les fue difícil descubrir que el dios de piedra planeaba marchar sobre Wurutana después del deshielo de primavera. Ulises, por su parte, preguntó a Awina y a otros y descubrió que los hombres murciélago raras veces aparecían en aquella época del año. El sumo sacerdote dijo que ninguna «boca alada» había ido por aquellas fechas en por lo menos veinte años, y quizás más.
Ulises cabeceó al oír eso. Sospechaba que el hombre murciélago y su esposa habían sido enviados para descubrir qué le retenía a él. Y estaba seguro de que ambos se irían mucho antes de lo que solían hacerlo. Se despidió de ellos una fría mañana y decidió que partiría antes aun de lo planeado.
Entre tanto, sacó sus caballos y enseñó a los guerreros a montarlos. Las nieves del invierno no eran tan abundantes como acostumbraban. Aquello podía seguir siendo geográficamente Syracusa, pero el clima se había hecho más suave. Nevaba con frecuencia, pero no con tanta intensidad, y la nieve no solía cuajar. Había espacio de sobra para montar sus caballos, que conservaba dentro del templo. Aquella primavera habían nacido potros, e instruyó a los suyos para que se cuidasen de ellos. Insistió mucho en que tratasen humanamente a los animales.
Por fin la primavera liberó el suelo helado y las llanuras se llenaron de barro. Estaba aplazando la expedición por causa de una enfermedad que había aparecido entre los wufeas. Murieron docenas en unas semanas, y luego Awina cayó en cama con la fiebre. Estuvo a su lado casi constantemente y la alimentó él mismo. Aizira entraba a menudo a ejecutar las ceremonias de purificación. Desconocían la existencia de gérmenes causantes de la enfermedad. Creían en la vieja teoría de la posesión de los malos espíritus enviados por hechiceros. Ulises no discutió este asunto. Sin microscopios, no podía demostrar su explicación, y aunque hubiese podido de nada hubiese valido en la cura de la enfermedad. La fiebre y los forúnculos en la cabeza que la acompañaban solían durar una semana. Unos morían y otros se recobraban; no parecía haber ninguna razón aparente por la que unos sobreviviesen y sucumbiesen otros. Hubo muchos entierros diarios; y luego, por fin, la fiebre desapareció.