El gran grupo iba ahora mucho más despacio. Tanta gente no podía avanzar deprisa, y los diez días calculados de marcha se convirtieron en veinte. Pero no volvió a atacarles ninguna gran fuerza. Algunas tribus se apostaban en las laderas e intentaban apoderarse de algún guerrero. Pero eran sólo pequeñas escaramuzas. El mayor problema era alimentar al ejército. La presencia de tantos hombres espantaba la caza, y había que desplazar a pequeños grupos rodeando y adelantándose varios kilómetros por ambos lados. Y estos grupos se convertían en el objetivo de los indígenas. Pero, un día, Ulises organizó una cacería a sugerencia de Awina y una manada de caballos se despeñó por un precipicio. Comieron bien durante varios días, aunque hubieron de retrasar la marcha para ahumar la carne que quedaba.
Llegaron por fin al objetivo de Ulises: los volcanes y las fuentes cálidas. Allí encontró el azufre que buscaba. Era una forma traslúcida y verdosa que podía excavarse con las herramientas de piedra de sus «hombres» A las dos semanas tenía lo que podía transportar y el grupo inició el regreso.
Ulises explicó en las aldeas alkumquibes que los porteadores jóvenes volverían con regalos, después de dejar su cargamento en la aldea wufea.
Cuando el grupo regresó al punto de partida original, Ulises descubrió que había allí un gran suministro de nitrato de potasio. Los wufeas habían seguido sus instrucciones, entre ellas el tratamiento especial destinado a forzar la descomposición de los excrementos a ritmo rápido. Al cabo de unos días, tras los festejos y ceremonias, Ulises puso a sus guerreros, y a las mujeres que pudo sacar de los campos, a trabajar preparando pólvora negra. El resultado fue una mixtura adecuada de nitrato de potasio, carbón y azufre. La primera demostración aterró y sobrecogió a wufeas, wuagarondites y alkumquibes. Fue una bomba de unos dos kilos y medio que hizo estallar dentro de una cabaña a modo de demostración.
Ulises había instruido a todos de los diversos peligros de la nueva arma, incluido el de la inestabilidad de la pólvora. Les prohibió que la usasen sin su permiso y supervisión. Si no establecía límites, pronto habría desaparecido toda su reserva en puras diversiones.
Al sexto día instaló un cohete con una carga explosiva de un kilo en una caja de madera. Lo lanzó contra una pared rocosa proporcionando a todos un hermoso espectáculo.
Tras esto, Ulises dio instrucciones a Ghlij sobre el transporte y el lanzamiento de una bomba de medio kilo. Ghlij voló sobre un gran objeto hecho de madera y paja y modelado según las descripciones del Viejo Ser. Bajó en picado y después se elevó, e insertó el extremo de su mecha en un agujero en una cajita de yesca. Luego rápidamente soltó la bomba que cayó sobre el blanco, pero rodó de él y explotó a unos tres metros de distancia. A los cuatro intentos, Ghlij logró calcular adecuadamente y la bomba destrozó el maniquí.
– Muy bien -dijo Ulises, cuando Ghlij, riendo como un mono, se posó ante él-. Lo hiciste bien. Ahora, el paso siguiente será localizar al Viejo Ser. Tú deberías ser capaz de eso.
– ¡Puede encontrarse a jornadas al norte de aquí! ¡O al este! -protestó Ghlij.
– Tú lo encontrarás -dijo Ulises.
El hombre murciélago se alejó hosco a comer.
– Me pregunto -dijo Awina- por qué no se nos ocurriría a nosotros utilizarle para localizar al Viejo Ser. Deberíamos haberlo hecho. Pero, claro, nosotros no somos dioses.
– ¿Por qué se mostrará tan reacio a hacer esto por mí? -preguntó Ulises-. No corre gran peligro, salvo que calcule mal el momento de la explosión. Pero ya se mostraba reacio antes de saber de las bombas.
– No lo sé -contestó Awina lentamente, como si no quisiese hacer ninguna acusación… todavía.
Intentó que ella expresase cuantos recelos tuviese, pero ella negó tenerlos. El no insistió; la sabía capaz de esquivarle como un felino cuando quería. Pero decidió vigilar aún más a Ghlij. Sin embargo, si Ghlij no quería delatar al Viejo Ser, podía simplemente alejarse. O podía no buscarle.
Tres semanas después, se encontraban de nuevo en la tierra de los alkumquibes. Una semana antes el Viejo Ser había asolado los campos de la zona más al norte de los wuagarondites. Unos mensajeros le habían traído la noticia a Ulises, que había organizado a sus hombres y emprendido la marcha hacia el norte en una hora. Su fuerza la formaban veinte guerreros, treinta porteadores, Awina y él. Avanzaban a trote de lobo, unos cien pasos corriendo y otros cien andando. Devorando kilómetros desde el amanecer al crepúsculo. Ulises caía todas las noches en el saco de dormir y se hundía inmediatamente en el sueño. Cuando despertaba por la mañana protestaban todos sus músculos. Hasta el cuarto día no despertó sin dolores. Por entonces había perdido ya más peso que en la primera expedición. A diferencia de aquellos seres no humanos, más pequeños y ligeros, no podía correr todo el día sin extenuarse. Era demasiado grande y demasiado musculoso. Pero no podía permitir que viesen á su dios jadeante y cansado, así que mantenía el paso.
Había gastado ya los zapatos que llevaba cuando fue despetrificado y calzaba ahora mocasines. Le dolieron mucho tiempo los pies por ello, pero al final se acostumbró.
Calculó que habría perdido unos diez kilos desde el día que despertó. Pero el ejercicio le sentaba bien. No le quedaba grasa y tenía buen fuelle. Aun así, no había un wufea, incluida Awina, que no pudiese adelantarle a la carrera.
Muy dentro ya del territorio alkumquibe, el grupo se detuvo una mañana cuando apareció frente a ellos Ghlij. Volaba con rapidez, rozando las copas de los árboles e, incluso a lo lejos, su expresión les decía que había dado con el Viejo Ser de la Mano Larga.
Un momento más tarde se deslizó sobre la hierba y aterrizó junto a ellos.
– ¡Ahí delante está! -dijo, jadeando-. ¡Al otro lado de aquel gran cerro!
– ¿Y qué hace? -preguntó Ulises.
– ¡Comiendo! ¡Limpiando un árbol de todas sus hojas!
Ulises no esperaba en realidad que Ghlij localizase a la bestia. Quizás hubiese interpretado erróneamente las reacciones del hombre murciélago. O quizás algo había empujado al hombre murciélago a cambiar de actitud. Si así era, ¿quién o qué le habría hecho cambiar?
Ghlij tenía ciertas dificultades para despegar del suelo. No había bastante espacio abierto para que pudiese emprender carrera aunque no llevase carga. Con la bomba de dos kilos y medio no tenía ninguna posibilidad. Ni había allí posibilidad alguna de utilizar un despeñadero como rampa de lanzamiento. Los árboles cubrían la tierra por todas partes.
Ulises vaciló. Podría haber llevado a Ghlij a un punto a unos dos kilómetros por detrás de ellos, donde había una zona de la que podía despegar. Ghlij podía volver volando a reunirse con ellos. No quería esperar por él, pero tendría que hacerlo para que Ghlij pudiese cumplir su misión. Además, había tiempo de sobra. ¿A qué inquietarse por perderlo si acababa de pasar muchos milenios sin la menor inquietud?
Pidió a dos wuagarondites que llevasen a Ghlij a la zona despejada. Luego ordenó al grupo que avanzase poco a poco y con cuidado. Había diez guerreros preparados con sus arcos y flechas, y los otros diez, con los porteadores, tenían dispuestos sus cohetes y bombas.
Subieron la escarpada ladera del cerro entre los grandes árboles de hoja perenne que crecían ligeramente ladeados, coronaron luego, arrastrándose y de rodillas, la cima. Debajo, al otro lado, había un valle con muchos árboles pero con una serie de espacios abiertos. Aproximadamente la mitad de los árboles parecían como asolados por el invierno. Pero se había tragado sus hojas un animal, no una estación. Un animal tan grande que a Ulises le costaba trabajo admitir lo que le decían sus sentidos. Era más alto que algunos de los árboles jóvenes. Aunque gris como cualquier elefante, tenía uña enorme mancha blanca en el lomo derecho. Sus largos y amarillentos colmillos parecían tan pesados que Ulises se preguntó cómo podría el animal alzar la cabeza. Su trompa, proporcionalmente mayor que la de los elefantes de la época de Ulises, se movía sinuosamente entre los árboles, arrancando ramas enteras. Llevándoselas hasta la enorme boca y escupiéndolas luego después de deshojarlas. Incluso desde tan lejos llegaba a los cazadores los rumores y estruendos de su gigantesco estómago.