Érase una vez un niño que vivía en el país más injusto de la tierra, gobernado por criaturas que, juzgadas de acuerdo con los cánones humanos, debían ser consideradas como seres degenerados. Pero no fueron tenidas por tales.
Y había una ciudad, la ciudad más hermosa de la tierra, con un río gris inmenso que discurría hacia distantes llanuras, como el inmenso cielo gris que cubría aquel río. A orillas de aquel río había magníficos palacios con fachadas tan bellamente elaboradas que, si el niño se quedaba en la orilla derecha, la izquierda se le antojaba la estampa de un gigantesco molusco llamado civilización. Que ya no existe.
Por la mañana muy temprano, cuando el cielo todavía estaba tachonado de estrellas, el niño se levantaba y, después de tomarse una taza de té y un huevo, acompañados por la voz de la radio que anunciaba un nuevo avance en la fundición de acero, a lo que seguía la voz del coro del ejército cantando un himno al Jefe cuyo retrato estaba clavado en la pared, sobre la cabecera de la cama del niño, todavía caliente, echaba a correr por el malecón de granito, cubierto de nieve, camino de la escuela.
El amplio río, blanco y helado, era como una lengua de tierra a la que se hubiera impuesto silencio, mientras el gran puente se arqueaba sobre el cielo azul como un paladar de hierro. Si el niño disponía de dos minutos sobrantes, se deslizaba sobre el hielo y daba veinte o treinta pasos hasta el centro mientras iba pensando qué hacían los peces bajo aquella gruesa capa de hielo. Después se paraba, daba una vuelta de 180 grados y echaba a correr, sin volver a detenerse, hasta la entrada de la escuela. Irrumpía en el vestíbulo, arrojaba la chaqueta y el gorro en la percha y volaba por las escaleras hasta la clase.
La clase es grande, con tres hileras de pupitres, un retrato del Jefe en la pared detrás de la silla del maestro y un mapa con dos hemisferios, de los que sólo uno es legal. El niño toma asiento, abre la cartera, deja la pluma y la libreta sobre el pupitre, levanta los ojos y se dispone a escuchar bobadas.
(1976)
GUIA PARA UNA CIUDAD REBAUTIZADA
Poseer el mundo en forma de imágenes es,
precisamente, reexperimentar la irrealidad
y la lejanía de lo real.
Susan Sontag, Sobre la fotografía
Delante de la estación de Finlandia, una de las cinco terminales ferroviarias a través de las cuales puede el viajero entrar en esta ciudad o salir de ella, en la misma orilla del río Neva, se alza un monumento a un hombre cuyo nombre ostenta actualmente la ciudad. En realidad, toda estación de Leningrado tiene un monumento a este hombre, ya se trate de una estatua de tamaño natural frente al edificio o de un busto imponente dentro de él. Pero el monumento ante la estación de Finlandia es único. No es la estatua en sí lo que aquí importa, puesto que el camarada Lenin ha sido reproducido al modo usual, casi romántico, con la mano alzada y supuestamente dirigiéndose a las masas; lo que importa es el pedestal, pues el camarada Lenin pronuncia su discurso de pie sobre un vehículo blindado. Pertenece al estilo del constructivismo primerizo, tan popular hoy en Occidente, y en general la misma idea de tallar en piedra un coche blindado denota una cierta aceleración psicológica, un escultor un tanto adelantado respecto a su tiempo. Que yo sepa, éste es el único monumento existente en el mundo dedicado a un hombre sobre un coche blindado. Sólo por este aspecto, es un símbolo de una nueva sociedad. A la antigua sociedad se la solía representar a través de hombres montados a caballo.
Y muy apropiadamente, unos tres kilómetros río abajo, en la orilla opuesta, hay un monumento a un hombre cuyo nombre ostentó esta ciudad desde el día de su fundación: un monumento a Pedro el Grande. Se le conoce universalmente como el «Jinete de Bronce» y su inmovilidad sólo puede parangonarse con la frecuencia con la que ha sido fotografiado. Es un monumento impresionante, de unos seis metros de altura, la mejor obra de Étienne-Maurice Falconnet, el cual fue recomendado a la vez por Diderot y Voltaire a Catalina la Grande, su patrocinadora. Sobre la enorme roca granítica arrastrada hasta aquí desde el Istmo de Carelia, Pedro el Grande se cierne en lo alto, refrenando con la mano izquierda el caballo que se encabrita y que simboliza a Rusia, y extendiendo la diestra hacia el norte.
Puesto que ambos hombres son responsables del nombre del lugar, resulta tentador comparar, no sus monumentos por sí solos, sino también su entorno inmediato. A su izquierda, el hombre sobre el vehículo blindado posee la estructura casi clasicista del Comité del Partido local y de las tristemente célebres «Cruces», la mayor penitenciaría de Rusia. A su derecha se encuentra la Academia de Artillería, y, si uno sigue la dirección que señala su mano, el edificio posrevolucionario más alto en la orilla izquierda del río: la sede de la KGB de Leningrado. En cuanto al Jinete de Bronce, también éste tiene una institución militar a su derecha: el Almirantazgo; a su izquierda, sin embargo, se encuentra el Senado, hoy Archivo Histórico del Estado, y su mano apunta, a través del río, hacia la Universidad que él construyó y donde más tarde el hombre del coche blindado recibió parte de su educación.
Por lo tanto, esta ciudad, con sus doscientos setenta y cinco años a cuestas, tiene dos nombres, el de soltera y un apodo, y en general sus habitantes tienden a no utilizar ninguno de ellos. Cuando se trata de su correspondencia o de sus documentos de identidad, escriben, desde luego, «Leningrado», pero en una conversación normal prefieren llamarla simplemente «Peter». Esta preferencia por un nombre muy poco tiene que ver con la política; lo cierto es que tanto «Leningrado» como «Petersburgo» resultan un tanto farragosos fonéticamente, y, por otra parte, a la gente le agrada adjudicar un apodo a sus hábitats… es un grado más avanzado de domesticación. Desde luego, «Lenin» no le va, aunque sólo sea porque se trataba del apellido del hombre (además de un apodo), en tanto que «Peter» parece ser la opción más natural. Por una parte, a la ciudad ya se la ha llamado así durante un par de siglos y, por otra, la presencia del espíritu de Pedro I es en ella todavía mucho más palpable que el sabor de la nueva época. Además, puesto que el verdadero nombre del emperador en ruso es Piotr, «Petera sugiere un cierto matiz extranjero y suena bien, ya que en la atmósfera de la ciudad existe un algo claramente extranjero y alienante: sus edificios de aspecto europeo, tal vez su misma ubicación, en el delta de ese río norteño que desemboca en un mar abierto y hostil. En otras palabras, en el borde de un mundo tan familiar.
Rusia es un país muy continental; su masa terrestre constituye una sexta parte del firmamento mundial. La idea de construir una ciudad al borde de la tierra, y para colmo proclamarla como capital de la nación, fue considerada por los contemporáneos de Pedro I como desdichada, por decir lo mínimo. El mundo uterino y claustrofóbico, y tradicional en lo idiosincrático, de la Rusia propiamente dicha tiritaba bajo el viento frío y penetrante del Báltico. La oposición a las reformas de Pedro fue formidable, sobre todo porque las tierras del delta del Neva eran verdaderamente adversas. Eran tierras bajas y marismas, y para construir sobre ellas era necesario reforzar el suelo. Había abundancia de madera en los alrededores, pero no voluntarios para cortarla, y mucho menos para clavar los pilares en el suelo.
Pero Pedro I tenía una visión de la ciudad, y de algo más que la ciudad, pues él veía a Rusia con su rostro vuelto hacia el mundo. En el contexto de su época, esto quería decir hacia Occidente, y la ciudad estaba destinada a convertirse -como dijo un escritor europeo que visitó entonces Rusia- en una ventana hacia Europa. En realidad, Pedro quería una puerta, y la quería entreabierta. A diferencia de sus antecesores y también de sus sucesores en el trono de Rusia, ese monarca, con su estatura de un metro noventa y cinco, no padecía la tradicional dolencia rusa: un complejo de inferioridad respecto a Europa. Él no quería imitar a Europa: quería que Rusia fuese Europa, tal como él era, al menos en parte, un europeo. Desde su infancia, muchos de sus íntimos amigos y compañeros, así como los principales enemigos con los que guerreaba, eran europeos, y había pasado más de un año trabajando, viajando y literalmente viviendo en Europa, a la que después visitaría con frecuencia. Para él, Occidente no era tierra incógnita. Hombre de mente sobria, aunque tremendamente inclinado a la bebida, contemplaba cada país en el que había puesto el pie -incluido el suyo- como una mera continuación del espacio. En cierto modo, la geografía era para él mucho más real que la historia, y sus direcciones predilectas eran el norte y el oeste.