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No creo ni por un momento que todas las claves de la personalidad deban encontrarse en la infancia. Durante tres generaciones, aproximadamente, los rusos han vivido en apartamentos comunitarios y habitaciones estrechas. Nuestros padres hacían el amor mientras nosotros simulábamos dormir. Después hubo una guerra, hambre, padres ausentes o lisiados, madres que perdían su pudor, mentiras oficiales en la escuela y no oficiales en casa, inviernos rigurosos, indumentarias horribles, exhibición pública de nuestras sábanas mojadas en campamentos de verano y comentarios sobre estas cuestiones delante de extraños. Después, la bandera roja ondearía en el mástil del campamento. ¿Y qué? Toda esa militarización de la infancia, toda esa amenazadora majadería, la tensión erótica (a los diez años todos deseábamos a nuestras maestras) no habían afectado mucho a nuestra ética ni a nuestra estética, como tampoco nuestra capacidad para amar y sufrir. Recuerdo esas cosas no porque piense que son las claves del subconsciente ni tampoco, desde Luego, por nostalgia de mi infancia, las recuerdo porque nunca lo he hecho antes, porque quiero que algunas permanezcan…, por lo menos en el papel. Y también porque mirar hacia atrás es más remunerador que lo contrario. Mañana es mucho menos atractivo que ayer. Por alguna razón, el pasado no irradia la inmensa monotonía del futuro. Debido a su profusión, el futuro es propaganda. Lo mismo que la hierba.

La verdadera historia de la conciencia se inicia con la primera mentira. Resulta que yo recuerdo la mía. Fue en la biblioteca de la escuela, al llenar la solicitud de lector. El quinto espacio en blanco hacía referencia, como es lógico, a la «nacionalidad». Yo tenía siete años y sabía muy bien que era judío, pero dije a la empleada que no lo sabía. Con un turbio regocijo me aconsejó que me fuera a casa y se lo preguntara a mis padres. No volví nunca más a aquella biblioteca, pese a lo cual me hice socio de muchas otras en las que había que rellenar la misma solicitud. Ni estaba avergonzado de ser judío ni tenía miedo de admitirlo. En el libro de la clase estaban registrados con todo detalle nuestros nombres, los nombres de nuestros padres, las señas de los hogares y la nacionalidad. De vez en cuando un maestro «olvidaba» el libro sobre la mesa durante el recreo y entonces, como buitres, nos lanzábamos sobre sus páginas. Todos los de la clase sabían que yo era judío, pero los niños de siete años no son buenos antisemitas. Además, yo era muy fuerte para mi edad y lo que más contaba entonces eran los puños. Lo que a mí me avergonzaba era la palabra «judío» en sí -en ruso «yevrei»-, cualesquiera que fuesen sus connotaciones.

El destino de una palabra depende de la variedad de sus contextos, de la frecuencia de su uso. En el ruso impreso, «yevrei» aparece tan raramente como, por ejemplo, «mediastino» o «dondequiera» en castellano. En realidad, tiene también algo de la condición de un sonoro taco o del nombre que sirve para designar una enfermedad venérea. Cuando uno tiene siete años, su vocabulario demuestra ser suficiente para detectar la rareza de esta palabra y es sumamente desagradable identificarse con ella; en cierto modo, va contra el sentido que uno tiene de la prosodia. Recuerdo que siempre me sentía más a gusto con un equivalente ruso de «kike» (judío), «yid» (pronunciado como André Gide): era claramente ofensivo y, por ello, carente de sentido, exento de alusiones. Las palabras de una sola sílaba no pesan mucho en ruso, pero en cuanto se les aplican sufijos, terminaciones o prefijos, entonces se arma la de San Quintín. Esto no quiere decir que sufrí como judío en aquella tierna edad, sino simplemente que mi primera mentira tuvo que ver con mi identidad.

No fue un mal comienzo. En cuanto al antisemitismo como tal, no me preocupaba demasiado, puesto que procedía en gran medida de los maestros: parecía innato en su participación negativa en nuestras vidas y debía ser aceptado con resignación, al igual que las malas notas. De haber sido católico, habría deseado verlos a todos en el infierno. A decir verdad, algunos maestros eran mejores que otros, pero, supuesto que todos eran dueños de nuestras vidas inmediatas, no nos molestábamos en hacer distinciones. Tampoco ellos trataban de hacerlas entre sus pequeños esclavos y hasta las observaciones antisemíticas más ardientes llevaban el sello de una inercia impersonal. En cualquier caso, yo nunca me tomé en serio la agresión verbal, especialmente si procedía de un grupo con una edad tan diferente de la mía. Supongo que las diatribas que mis padres solían pronunciar contra mí me curtieron perfectamente. Además, había maestros que también eran judíos, y no les temía menos que a los rusos de pura sangre.

Esto es tan sólo un ejemplo del recorte de la personalidad que -junto con el lenguaje en sí, donde verbos y nombres intercambian sus puestos con tanta libertad como uno osa concederles-, engendró en nosotros una sensación de ambivalencia tan abrumadora que, al cabo de diez años, terminamos con una fuerza de voluntad en nada superior a la de un alga marina. Cuatro años en el ejército (donde los hombres eran reclutados a los diecinueve años), coronaban el proceso de rendición total al estado. La obediencia se convertía en primera y segunda naturaleza.

Si uno tenía cerebro, no hay duda de que trataba de burlar el sistema ideando todo tipo de subterfugios, haciendo oscuros tratos con sus superiores, acumulando mentiras y tirando de las cuerdas de las conexiones seminepóticas de cada uno. Esto se convertía en un trabajo de dedicación total, pese a lo cual uno tenía plena conciencia de que la red que había tejido era una red de mentiras y, pese al grado de éxito o al sentido del humor de cada uno, acababa despreciándose. Ese es el triunfo definitivo del sistema: tanto si lo burlas como si te unes a él, te sientes igualmente culpable. La creencia nacional es -como bien dice el proverbio- que no hay mal que por bien no venga, y posiblemente viceversa.

La ambivalencia, creo yo, es la principal característica de mi nación. No hay en Rusia verdugo que no tema convertirse en víctima un día, ni hay víctima, por desgraciada que sea su situación, que no se reconozca (aunque sólo sea en su fuero interno) capacidad mental para convertirse en verdugo. Nuestra historia reciente ha abonado ambas posturas. En todo esto hay una cierta sabiduría, y cabría pensar incluso que esta ambivalencia es sabiduría, que la propia vida no es ni buena ni mala, sino arbitraria. Quizá nuestra literatura hace tanto hincapié en la causa del bien porque esa causa se ha visto desafiada demasiado a menudo. Si ese hincapié fuera simplemente resultado de una duplicidad de pensamiento, la cosa estaría muy bien, pero exacerba los instintos. Este tipo de ambivalencia, creo yo, corresponde precisamente a esas «buenas noticias» que el Este, que tiene poco más que ofrecer, se dispone a imponer al resto del mundo. Y el mundo parece estar maduro para recibir.

Dejando aparte el destino del mundo, el único medio que tenía un niño para luchar contra lo que se le venía encima era salirse del camino trazado, cosa difícil debido a los padres y debido a que el propio niño sentía miedo ante lo desconocido. Sobre todo, porque le diferenciaba de la mayoría, y uno había mamado, junto con la leche materna, la creencia de que la mayoría tiene razón. Se requiere una cierta falta de interés y yo era una persona despreocupada. Que yo recuerde, el hecho de que dejara la escuela a la edad de quince años no obedeció tanto a una elección consciente como a una reacción visceral.

Simplemente, no podía soportar determinados rostros de la clase: los de algunos de mis compañeros, pero principalmente de mis profesores. Así es que una mañana de invierno, sin razón aparente, me levanté en plena clase y protagonicé una melodramática salida por la puerta de la escuela, sabiendo positivamente que nunca más volvería a entrar por ella. De las emociones que me invadieron en aquel momento, la única que recuerdo es el disgusto generalizado que me producía mi persona por el hecho de ser excesivamente joven y dejar que me dominaran tantas cosas a mi alrededor. Por otra parte, subsistía también una sensación de huida difusa, pero feliz, como una calle llena de sol que no tuviera final.