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Y por ahí andaba el juego. Si el crítico literario Belinski exclamaba en la tercera década del siglo pasado: «Petersburgo es más original que todas las ciudades americanas, porque es una ciudad nueva en un país viejo; por consiguiente, es una nueva esperanza, ¡el maravilloso futuro de este país!», un cuarto de siglo más tarde Dostoievski pudo replicar sarcásticamente: «He aquí la arquitectura de un enorme hotel moderno: su eficiencia ya encarnada, su americanismo, cientos de habitaciones; está bien claro que también nosotros tenemos ferrocarriles, que también nosotros nos hemos convertido de repente en un pueblo activo y emprendedor.»

«Americanismo», como epíteto aplicado a la era capitalista en la historia de San Petersburgo, tal vez resulte un tanto desmesurado, pero la similaridad visual con Europa era de hecho muy impresionante. Y no eran tan sólo las fachadas de los bancos y de las sociedades anónimas las que se asemejaban en su elefantina solidez a sus contrapartidas en Berlín y Londres, sino que la decoración interior de un lugar como la tienda de comestibles de los hermanos Eliseev (que sigue intacta y funciona bien, aunque sólo sea porque hoy no hay mucho que desplegar en ella) podía sostener airosamente la comparación con Fauchon en París. Lo cierto es que cada «ismo» opera a una escala masiva que se sustrae a la identidad nacional, y el capitalismo no era una excepción. La ciudad estaba en pleno auge, llegaba mano de obra desde todos los rincones del imperio, la población masculina doblaba la femenina, la prostitución medraba, los orfelinatos estaban repletos, y las aguas del puerto hervían con los buques que exportaban el grano ruso, como hierven hoy con los barcos que traen a Rusia grano procedente del extranjero. Era una ciudad internacional, con grandes colonias francesa, alemana, holandesa y británica, y sin hablar de los diplomáticos y los comerciantes. La profecía de Pushkin, puesta en boca de su Jinete de Bronce -«¡Todas las banderas vendrán hacia nosotros como huéspedes!»- obtenía su encarnación literal. Si en el siglo XVIII la imitación de Occidente no iba más allá del maquillaje y las modas de la aristocracia («¡Esos monos rusos! -exclamó un noble francés tras asistir a un baile en el Palacio de Invierno-. ¡Con qué rapidez se han adaptado! ¡Están superando a nuestra corte!»), el San Petersburgo del siglo XIX, con su burguesía nouveau riche, su alta sociedad, su démi-monde, etc., se volvió lo bastante occidental como para permitirse incluso un cierto grado de menosprecio respecto a Europa.

Sin embargo, este menosprecio, exhibido sobre todo en la literatura, tenía muy poco que ver con la tradicional xenofobia rusa, a menudo manifestada en forma de un argumento como la superioridad de la ortodoxia sobre el catolicismo. Era más bien una reacción de la ciudad ante sí misma, una reacción de ideales profesados ante la realidad mercantil, del esteta ante el burgués. En cuanto a esa cuestión de la ortodoxia contra el cristianismo occidental, nunca llegó muy lejos, puesto que las catedrales y las iglesias estaban diseñadas por los mismos arquitectos que construían los palacios. Por consiguiente, a menos que uno se adentre bajo sus bóvedas, no hay manera de determinar a qué denominación pertenecen estas casas de oración, a no ser que se preste atención a la forma de la cruz en la cúpula, y en esta ciudad no hay, prácticamente, cúpulas en forma de cebolla. No obstante, en ese menosprecio había un algo de índole religiosa.

Toda crítica de la condición humana sugiere el conocimiento, por parte del crítico, de un plano más alto de apreciación, de un orden mejor. Tal era la historia de la estética rusa que los conjuntos arquitectónicos de San Petersburgo, iglesias incluidas, eran -y siguen siendo todavía- percibidos como la encarnación más cercana posible de semejante orden. En cualquier caso, el hombre que ha vivido el tiempo suficiente en esta ciudad tiende a asociar virtud con proporción. Esta es una antigua idea griega, pero, plasmada bajo el cielo septentrional, adquiere la autoridad peculiar de un espíritu bien fortificado y, como mínimo, hace que un artista sea muy consciente de la forma. Esta clase de influencia es especialmente clara en el caso de la poesía rusa o, para nombrarla de acuerdo con su lugar natal, la poesía petersburguesa. Durante dos siglos y medio, esta escuela, desde Lomonosov y Deryavin hasta Pushkin y su pléyade (Baratinski, Vyazemski, Delvig), hasta los acmeístas -Ajmatova y Mandelstam en este siglo-, ha existido bajo el mismo signo bajo el cual fue concebida: el signo del clasicismo. Sin embargo, menos de cincuenta años separan el pean de Pushkin a la ciudad en El jinete de bronce y la declaración de Dostoievski en Apuntes del subsuelo: «Es una desdicha habitar Petersburgo, el lugar más abstracto y premeditado del mundo». La brevedad de este intervalo de tiempo sólo puede explicarse por el hecho de que el ritmo del desarrollo de esta ciudad no fue en realidad un ritmo: fue, desde un buen principio, una aceleración. El lugar, cuya población en 1700 era igual a cero, había llegado al millón y medio de habitantes en 1900. Lo que en cualquier otra parte hubiera exigido un siglo, comprimióse aquí en unas décadas. El tiempo adquirió una cualidad mítica porque el mito era el de la creación. La industria estaba en pleno auge y alrededor de la ciudad se alzaban chimeneas humeantes como un eco en ladrillo de sus columnatas. El Ballet Ruso Imperial, bajo la dirección de Petipa, lanzó a Anna Pavlova, y en dos décadas escasas su concepto del ballet evolucionó como una estructura sinfónica, un concepto destinado a conquistar el mundo. Unos tres mil buques que enarbolaban banderas extranjeras y rusas utilizaban anualmente el puerto de San Petersburgo, y más de una docena de partidos políticos convergerían en 1906 en el recinto del frustrado parlamento ruso llamado la Duma, que en ruso significa «pensamiento» (vistos retrospectivamente, sus logros hacen que su sonido en inglés -«Dooma»- parezca particularmente ominoso) [En inglés, «doom» significa ruina, perdición, condena. (N. del T.)]. El prefijo «San» estaba desapareciendo -gradual pero justamente- del nombre de la ciudad, y al estallar la primera guerra mundial, debido al sentimiento antialemán, el propio nombre fue rusificado y «Petersburgo» se convirtió en «Petrogrado». La idea de la ciudad, antes perfectamente captable, brillaba cada vez menos a través de la telaraña, cada día más espesa, de la economía y de las demagogias cívicas. En otras palabras, la ciudad del Jinete de Bronce galopaba hacia su futuro como metrópolis regular con zancadas gigantescas, pisándoles los talones a sus hombrecillos e impulsándolos hacia adelante. Y un día llegó un tren a la estación de Finlandia y un hombrecillo se apeó del vagón y trepó a lo alto de un vehículo blindado.

Esta llegada fue un desastre para la nación, pero la salvación para la ciudad, ya que su desarrollo se detuvo en seco, así como la vida económica de todo el país. Esta ciudad se congeló como sumida en un aturdimiento mudo y total ante la era inminente, negándose a asistir a ella. Por lo menos, el camarada Lenin merece sus monumentos aquí por haberle ahorrado a San Petersburgo tanto la innoble pertenencia a la aldea global como la vergüenza de convertirse en la sede de su gobierno, ya que en 1918 él volvió a trasladar la capital de Rusia a Moscú.

El significado de este gesto, por sí solo, podría igualar a Lenin con Pedro. Sin embargo, el propio Lenin difícilmente aprobaría el hecho de dar su nombre a la ciudad, aunque sólo fuera porque todo el tiempo que pasó en ella sumó unos dos años. De haber dependido de él, habría preferido Moscú o cualquier otro lugar en la Rusia propiamente dicha, pues él era hombre de tierra firme, y además un habitante de ciudad. Y si en Petrogrado se sentía incómodo, debíase en parte al mar, aunque no eran las inundaciones lo que le preocupaba, sino la flota británica.