Creo que fue Hazlitt quien dijo que lo único que podía superar a esta ciudad de agua sería una ciudad construida en el aire. Era una idea calvinista y, quién sabe, como resultado de los viajes espaciales, tal vez se haga realidad. Hasta ahora, aparte de la llegada a la Luna, este siglo merecerá ser recordado por haber dejado este lugar intacto, por haberlo dejado estar. Personalmente, advertiría inclusive contra la interferencia amable. Por supuesto, los festivales de cine y las ferias de libros están de acuerdo con el brillo mortecino de la superficie de los canales, con sus rizos y sus garabatos atentamente leídos por el siroco. Y, por supuesto, convertir este sitio en una capital de la investigación científica sería una opción aceptable, especialmente si se tienen en cuenta las probables ventajas de la dieta fosfórica local para cualquier esfuerzo mental. El mismo cebo serviría para trasladar desde Bruselas hasta aquí la sede de la CEE, o la del Parlamento Europeo desde Estrasburgo. Y, por supuesto, sería una solución aún mejor conceder a esta ciudad y a una porción de sus alrededores el estatuto de parque nacional. No obstante, yo diría que la idea de convertir Venecia en un museo es tan absurda como la ansiedad por revitalizarla con sangre nueva. Por una parte, lo que pasa por ser sangre nueva acaba siempre siendo simple orín viejo. Y por otra, esta ciudad no es apta para museo, por ser en sí misma una obra de arte, la mayor obra maestra que produjo nuestra especie. No se resucita una pintura, ni mucho menos una estatua. Se las deja, se las protege contra los vándalos, en cuyas hordas podemos llegar a contarnos.

Las estaciones son metáforas de continentes existentes, y el invierno es siempre algo antártico, aun aquí. La ciudad ya no depende tanto del carbón; ahora depende del gas. Las magníficas chimeneas con forma de trompeta, que semejaban torrecillas medievales en el telón de fondo de cada Madonna y cada Crucifixión, no cumplen función alguna y, poco a poco, se desmoronan, dejando paso al horizonte local. De ello resulta que uno tiemble y se vaya a dormir con los calcetines de lana puestos, porque los radiadores siguen su errático ciclo aquí, inclusive en los hoteles. Sólo el alcohol puede absorber el rayo polar que recorre el cuerpo cuando se pone un pie en el suelo de mármol, con o sin zapatillas, con o sin zapatos. Si se trabaja de noche, se queman partenones de velas -no para limpiar la atmósfera o tener más luz, sino por su ilusoria calidez-; o se va uno a la cocina, enciende los hornillos de gas y cierra la puerta. Todo desprende frío, especialmente las paredes. Las ventanas no cuentan porque ya se sabe lo que se puede esperar de ellas. En realidad, sólo dejan pasar el frío, mientras que las paredes lo acumulan. Recuerdo una ocasión en que pasé el mes de enero en un apartamento del quinto piso de una casa próxima a la iglesia de Fava. El lugar pertenecía a un descendiente nada menos que de Ugo Foseólo. El propietario era ingeniero forestal o algo parecido y estaba, naturalmente, en viaje de negocios. El apartamento no era muy grande: dos habitaciones, con pocos muebles. El techo, sin embargo, era extraordinariamente alto, y las ventanas correspondían a él. Había seis o siete, porque el apartamento estaba en una esquina. A mediados de la segunda semana, la calefacción dejó de funcionar. Esa vez, no estaba solo, y mi camarada de armas y yo echamos a suertes quién tendría que dormir del lado de la pared. «¿Por qué tengo que ir siempre al lado de la pared?», había preguntado ella de antemano. «¿Por qué soy una víctima?» Y la incredulidad oscureció sus ojos color mostaza-y-miel al ver que había perdido. Se envolvió para pasar la noche -jersey rosa de lana, bufanda, calcetines, largas medias- y, tras contar uno, due, tre!, se metió en la cama de un salto como si se tratara de un río oscuro. Para ella, italiana, romana, con un toque de sangre griega en las venas, probablemente lo fuera. «Mi único punto de desacuerdo con Dante», solía destacar, «es la forma en que describe el Infierno. Para mí, el Infierno es frío, muy frío. Yo conservaría los círculos, pero hechos de hielo, con una temperatura que descendiera en cada espiral. El Infierno es el Ártico.» Lo decía en serio. Con la bufanda alrededor del cuello y la cabeza, se parecía a Francesco Querini en esa estatua de los Giardini, o al famoso busto de Petrarca (que, para mí, es la viva imagen de Montale -o, más bien, al revés-). No había teléfono allí; un revoltijo de chimeneas como tubas asomaban en el cielo oscuro. Todo hacía pensar en la Huida a Egipto, con ella haciendo a la vez de mujer y de niño, y yo de mi homónimo y el asno; después de todo, era enero. «Entre el Herodes del pasado y el Faraón del futuro», me repetía a mí mismo. «Entre Herodes y el Faraón, ahí es donde estamos.» Al final, enfermé. El frío y la humedad me alcanzaron; o, mejor dicho, alcanzaron a los músculos y los nervios de mi pecho, arruinado por la cirugía. Me asaltó el pánico al paro cardíaco, y ella se las arregló para meterme a empujones en el tren de París, ya que ninguno de los dos confiaba en los hospitales locales, por mucho que yo adore la fachada del de Giovanni e Paolo. En el vagón hacía calor, se me partía la cabeza por obra de las píldoras de nitroglicerina, un grupo de bersaglieri celebraba en el compartimiento su partida con Chianti. Yo no sabía bien qué haría en París; pero lo que se interponía entre mi miedo y yo era el claro sentimiento de que, como fuese, enseguida -bueno, en un año-volvería al lugar frío entre Herodes y el Faraón. Aun entonces, acurrucado en el asiento de madera de mi compartimiento, yo era plenamente consciente del absurdo de ese sentimiento; aunque, en la medida en que me ayudara a ver a través de mi miedo, el absurdo era bienvenido. El ruido de las ruedas y el efecto de su constante vibración sobre el esqueleto hicieron, supongo, el resto, arreglando o desarreglando mis músculos, etc., aún más. O quizá fuera únicamente el calor del vagón el que hizo su obra. En cualquier caso, llegué a París, mi electrocardiograma fue pasable, y cogí el avión para los Estados Unidos. En otras palabras, viví para contarlo, y repetirlo.

Italia», solía decir Anna Ajmatova, «es un sueño que vuelve durante el resto de la vida.» Se debe señalar, sin embargo, que el advenimiento de los sueños es irregular, y su interpretación inspira el bostezo. Además, si los sueños constituyesen un género, su principal recurso estilístico sería, sin duda, el non sequitur. Ello, al menos, justificaría todo lo ocurrido hasta aquí en estas páginas. También explicaría las tentativas que hice a lo largo de estos años de asegurarme de la recurrencia de este sueño, maltratando mi superego en el proceso con no menos brutalidad que mi inconsciente. Para decirlo francamente, sigo regresando al sueño, no rodeándolo. En efecto, en algún punto tuve que pagar por esta especie de violencia, erosionando lo que constituía mi realidad, u obligando al sueño a cobrar rasgos mortales, como lo hace el alma en el curso de una vida. Sospecho que pagué en los dos órdenes; y no me importó, especialmente en el segundo, que tomaría la forma de una Cartavenezia (fecha exp. ene. 1988) en mi cartera, de ira en aquellos ojos de una variedad particular (preparados, y como de la misma fecha, para mejores visiones), o de algo igualmente finito. La realidad sufrió más y muchas veces me encontré cruzando el Atlántico, camino de mi hogar, con la clara sensación de estar viajando de la historia a la antropología. Pese a todo el tiempo, la sangre, la tinta, el dinero y todo lo demás que derramé o desembolsé aquí, nunca pude afirmar, ni siquiera ante mí mismo, que hubiese adquirido una sola característica local, que me hubiese convertido, de alguna manera, por minúscula que fuese, en un veneciano. Una vaga sonrisa de reconocimiento en el rostro de un hotelero o del propietario de una trattoria, no cuenta, como no engañan a nadie las ropas compradas aquí. Gradualmente, me fui convirtiendo en un transeúnte en ambos reinos, y la imposibilidad de convencerme del sueño de mi presencia en éste es algo más desalentadora. A eso, por supuesto, estaba acostumbrado. Sin embargo, supongo que se puede alegar fidelidad cuando uno regresa año tras año al lugar que ama, en la estación equivocada, sin garantía alguna de ser amado. Pues, como toda virtud, la fidelidad sólo tiene valor cuando es instintiva o forma parte de la propia personalidad, y no cuando es racional. Además, a cierta edad, y en cierto oficio, ser amado cuando se ama no es exactamente imperativo. El amor es un sentimiento desinteresado, una calle de dirección única. Por eso es posible amar ciudades, amar la arquitectura per se, la música, los poetas muertos o, dado un temperamento particular, a una deidad. Ya que el amor es un asunto entre un reflejo y su objeto. Éste es, en definitiva, lo que le trae a uno de vuelta a esta ciudad -como la marea trae el Adriático y, por extensión, el Atlántico y el Báltico-. En todo caso, los objetos no hacen preguntas: en la medida en que el elemento exista, su reflejo está garantizado, en forma de un viajero que retorna o en forma de un sueño, ya que un sueño es la fidelidad del ojo cerrado. Este es el tipo de confianza de la que nuestra especie carece, aunque en parte estemos hechos de agua.