El ojo es el más autónomo de nuestros órganos. Ello es debido a que los objetos de su atención están inevitablemente situados en el exterior. Salvo en un espejo, el ojo nunca se ve a sí mismo. Es el último en cerrarse cuando el cuerpo se duerme. Permanece abierto cuando el cuerpo es golpeado por la parálisis o la muerte. El ojo sigue registrando la realidad aun cuando no hay razón aparente para hacerlo, y en cualquier circunstancia. La pregunta es: ¿por qué? Y la respuesta es: porque el medio es hostil. La vista es el instrumento de adaptación a un medio que sigue siendo hostil a pesar de todos los esfuerzos por adaptarse a él. La hostilidad del medio aumenta en proporción directa al tiempo que se pase en él, y no me refiero solamente a la vejez. En pocas palabras: el ojo busca seguridad. Esto explica la predilección del ojo por el arte en general, y por el arte veneciano en particular. Explica el apetito de belleza del ojo, así como la existencia misma de la belleza. Puesto que la belleza consuela desde el momento en que es segura. No nos amenaza con la muerte, ni nos enferma. Una estatua de Apolo no muerde, ni tampoco el perro de lanas de Carpaccio. Cuando el ojo no logra encontrar belleza -consuelo-, ordena al cuerpo crearla o, si no le es posible, adaptarse para percibir virtud en la fealdad. En primera instancia, confía en el genio humano; en segunda, se vale de nuestras reservas de humildad. Esta última abunda más y, como toda mayoría, tiende a legislar. Ilustremos esta idea; por ejemplo, con una joven doncella. A cierta edad, uno mira sin gran interés a las doncellas que pasan, sin la pretensión de montarlas. Como un televisor encendido en un apartamento abandonado, el ojo sigue enviando imágenes de todos esos milagros de un metro setenta, acabados con cabellos castaño claro, óvalos faciales del Perugino, ojos de gacela, pechos de nodriza, vestidos de terciopelo verde oscuro y afiladísimos tendones. Un ojo puede apuntar sobre ellos en una iglesia, en alguna boda o, lo que es peor, en la sección de poesía de una librería. A una distancia razonable o con el consejo del oído, el ojo puede conocer sus identidades (que se acompañan de nombres tan vertiginosos como, digamos, Arabella Ferri) y, ¡ay!, sus descorazonadoramente firmes convicciones románticas. Sin atender a la inutilidad de tales datos, el ojo sigue recogiéndolos. A decir verdad, cuanto más inútil es el dato, más perfecto es el enfoque. La pregunta es por qué, y la respuesta es que la belleza es siempre externa; también, que ésa es la excepción a la regla. Eso -su localización y su singularidad- es lo que determina que el ojo oscile salvajemente o -en términos de humildad militante- vague. Porque la belleza está donde el ojo descansa. El sentido estético es el gemelo del instituto de autopreservación, y es más fiable que la ética. La principal herramienta de la estética, el ojo, es absolutamente autónoma. En su autonomía, sólo es inferior a una lágrima.
En este sitio, se puede verter una lágrima en varias ocasiones. Admitiendo que la belleza es la distribución de la luz en la forma que más congenie con nuestra retina, una lágrima es una confesión de la incapacidad de la retina, así como también de la lágrima, para retener la belleza. En general, el amor llega con la velocidad de la luz; la separación, con la del sonido. Es la degradación desde la velocidad mayor a la menor lo que moja el ojo. Debido a que uno es finito, una partida de este lugar siempre se siente como final; dejarlo atrás es dejarlo para siempre. Porque partir es un destierro del ojo a las provincias de los demás sentidos; en el mejor de los casos, a las grietas y hendeduras del cerebro. Porque el ojo no se identifica con el cuerpo al que pertenece, sino con el objeto de su atención. Y para el ojo, por razones puramente ópticas, la partida no es el abandono de la ciudad por el cuerpo, sino el abandono de la pupila por la ciudad. Igualmente, la desaparición del amado, especialmente cuando es gradual, causa dolor, sin que importe quién, ni por qué peripatéticas razones, sea el que realmente se mueve. Tal como va el mundo, esta ciudad es la amada del ojo. Después de ella, todo es decepción. Una lágrima es la anticipación del futuro del ojo.
En efecto, todo el mundo tiene proyectos para ella, para esta ciudad. Los políticos y los empresarios especialmente, porque nada tiene más futuro que el dinero. Tanto es así, que el dinero se siente sinónimo del futuro y trata de ordenarlo. De ahí la abundancia de efusiones superficiales acerca de la renovación de la ciudad, acerca de la conversión de la provincia entera del Véneto en una puerta de la Europa Central, acerca del fomento de la industria de la región, de la expansión del complejo portuario de Marghera, aumentando el tráfico de petroleros en la laguna y haciendo más profunda la laguna con la misma finalidad, acerca de la transformación del Arsenale veneciano, inmortalizado por Dante, en la reproducción exacta del Beaubourg para almacenar la porquería más reciente, acerca de alojar aquí una Expo en el año 2000, etc. Por lo general, todas estas tonterías escapan a borbotones de la misma boca y, a menudo, en la misma emisión de aire que esa cháchara sobre la ecología, la protección, la restauración, el patrimonio cultural y cosas por el estilo. La meta es una sola: la violación. Ningún violador, sin embargo, quiere verse a sí mismo como tal, y menos aún quiere que le cojan. A ello se debe la mezcla de objetivos y metáforas, alta retórica y fervor lírico que hincha por igual los pechos de tonel de los diputados parlamentarios y de los commendatore.
Pero a pesar de que esos personajes son mucho más peligrosos -en realidad, mucho más dañinos- que los turcos, los austriacos y Napoleón juntos, puesto que el dinero tiene más batallones que los generales, en los diecisiete años que llevo frecuentando esta ciudad, poco ha cambiado en ella. Lo que salva a Venecia, como a Penélope, de sus pretendientes es la rivalidad entre ellos, la naturaleza competitiva del capitalismo reducida por cocción a las relaciones de sangre de los peces gordos de los diferentes partidos políticos. La introducción de palos en las ruedas de los engranajes de los demás es algo para lo cual la democracia es horrorosamente buena, y se ha demostrado que los saltos de potro de los gabinetes italianos son el mejor seguro para la ciudad. Al igual que el mosaico del propio rompecabezas político local. Ya no hay dogos, y no es la grandeza de ninguna visión particular lo que guía a los 80.000 habitantes de estas 118 islas, sino sus intereses inmediatos, a menudo miopes, su deseo de extender el dinero.
No obstante, la previsión, aquí, sería contraproducente. En un lugar de este tamaño, veinte o treinta personas sin empleo constituyen un inmediato dolor de cabeza para el concejo de la ciudad, lo cual, sumado a la desconfianza innata de los isleños hacia el continente, conduce a una pobre recepción de los planes procedentes de éste, por asombrosos que sean. Atractivas como suelen serlo en todas partes, las promesas de pleno empleo y crecimiento tienen poco sentido en una ciudad que a duras penas alcanza los doce kilómetros de circunferencia, y que ni siquiera en el apogeo de sus fortunas marítimas excedió jamás las 200.000 almas. Tales perspectivas pueden emocionar a un tendero, o tal vez a un médico; un empresario de pompas fúnebres, en cambio, las pondría en tela de juicio, ya que los cementerios locales están saturados y ahora hay que enterrar a los muertos en el continente. En último análisis, para eso sirve el continente.
Si el enterrador y el médico pertenecieran a diferentes partidos políticos, todavía estaría bien, se podría hacer algún progreso. En esta ciudad, suelen pertenecer al mismo, y las cosas se detienen en seguida, aunque el partido sea el PCI. En pocas palabras, debajo de todas esas disputas, se tenga o no conciencia de ello, yace la sencilla verdad de que las islas no crecen. Eso es lo que el dinero, es decir, el futuro, es decir, los políticos volubles y los peces gordos, no llegan a ver, a percibir. Lo que es peor, sienten el desafío de este lugar, puesto que la belleza, un fait accompli por definición, siempre desafía al futuro, considerándolo sobre todo como un presente marchito, impotente, o su descolorido territorio. Si este sitio es realidad (o, como algunos afirman, el pasado), el futuro, con todos sus sinónimos, está excluido de él. En el mejor de los casos, alcanza al presente. Y quizá nada lo pruebe mejor que el arte moderno, profético por su misma pobreza. Un hombre pobre siempre habla para el presente, y tal vez la única función de colecciones como la de Peggy Guggenheim y similares acumulaciones de materiales de este siglo, habitualmente exhibidas aquí, sea mostrar lo barato, agresivo, avaro, unidimensional, del montón en que nos hemos convertido, instilarnos humildad: no hay otro resultado concebible contra el fondo de esta ciudad Penélope, que teje sus tapices durante el día y los desteje durante la noche, sin ningún Ulises a la vista. Sólo el mar.