¡La luz de invierno en esta ciudad! Tiene la extraordinaria propiedad de aumentar el poder de resolución del ojo hasta el punto de la precisión microscópica: la pupila, especialmente cuando es de la variedad gris o mostaza-y-miel, humilla a cualquier lente Hasselblad y perfecciona los recuerdos posteriores, proporcionándoles una nitidez de National Geographic. El cielo es de un azul brillante; el sol, cuya dorada apariencia pasa bajo el pie de San Giorgio, se deja ir por encima de las incontables escamas de los inquietos rizos de la laguna; detrás, bajo las columnatas del Palazzo Ducale, un grupo de hombres bajos y robustos con chaquetas de piel aceleran su interpretación de Eme kleine Nachtmusik, sólo para uno, hundido en la silla blanca y mirando de soslayo los exasperantes gambitos de las palomas sobre el tablero de ajedrez de un vasto campo. El café del fondo de la taza es el único punto negro en, se percibe, un radio de kilómetros. Así son los mediodías aquí. Por la mañana, esta luz enfrenta tu ventana y, habiéndote abierto el ojo como una concha, corre ante ti, pasando sus largos rayos -como un escolar con prisa que hace sonar su bastón a lo largo de la verja metálica de un parque o un jardín- a lo largo de arcadas, columnatas, chimeneas de ladrillo, santos y leones. «¡Pinta! ¡Pinta!», te grita, tomándote equivocadamente por un Canaletto o un Carpaccio o un Guardi, o porque no confía en la capacidad de tu retina para retener lo que te ofrece, por no hablar de la capacidad de tu cerebro para absorberla. Tal vez lo último explique lo primero. Tal vez el arte no sea más que una reacción del organismo contra sus limitaciones retentivas. En cualquier caso, obedeces la orden y coges tu cámara, para complementar tus células cerebrales y tu pupila. Si esta ciudad tuviese alguna vez escasez de dinero, podría acudir directamente a la Kodak en busca de ayuda, o gravar sus productos salvajemente. Igualmente, mientras este lugar exista, mientras la luz de invierno brille sobre ella, las acciones de Kodak son la mejor inversión.

A la puesta de sol, todas las ciudades parecen maravillosas, pero unas más que otras. Los relieves se hacen más flexibles, las columnas más rotundas, los capiteles más rizados, las cornisas más resueltas, las agujas más nítidas, las hornacinas más hondas, los apóstoles parecen mejor vestidos y los ángeles más leves. En las calles, cae la oscuridad, pero aún es de día para la Fondamenta y ese gigantesco espejo líquido en que las motoras, los vaporetti, las góndolas, los botes y las barcazas, «como viejos zapatos cedidos», pisotean cuidadosamente las fachadas barrocas y góticas, sin ahorrarse tampoco el reflejo del espectador o de una nube pasajera. «¡Píntalo!», susurra la luz de invierno, detenida por el muro de ladrillo de un hospital o al llegar a su casa, en el paraíso del frontone de San Zaccaria, tras su largo tránsito por el cosmos. Y se siente la fatiga de esta luz cuando descansa en las conchas de mármol de Zaccaria durante cerca de una hora más, mientras la tierra le pone la otra mejilla a la luminaria. Es la luz de invierno en toda su pureza. No lleva calor ni energía, se ha desprendido de ellas y las ha dejado atrás, en algún lugar del universo, o en los cúmulos próximos. La única ambición de sus partículas es alcanzar un objeto y hacerlo, grande o pequeño, visible. Es una luz privada, la luz de Giorgione o de Belhni, no la luz de Tiépolo o de Tintoretto. Y la ciudad persiste en ella, saboreando su contacto, la caricia del infinito del que procede. Un objeto, en definitiva, es lo que hace del infinito algo privado.

Y el objeto puede ser un pequeño monstruo, con la cabeza de un león y el cuerpo de un delfín. Este último se retuerce; el primero rechina los colmillos. Podría adornar una entrada o, simplemente, sobresalir de una pared sin ningún propósito aparente, cosa que lo haría asombrosamente reconocible. En cierto oficio, a cierta edad, nada es más fácil de reconocer que la falta de propósito. Lo mismo reza para la fusión de dos o más rasgos o propiedades, por no mencionar los géneros. En conjunto, todas esas criaturas de pesadilla -dragones, gárgolas, basiliscos, esfinges con pechos de mujer, leones alados, cerberos, minotauros, centauros, quimeras- que nos llegan de la mitología (la cual, por derecho propio, debería tener el estatuto de surrealismo clásico) son nuestro autorretrato, en el sentido de que denotan la memoria genética de la evolución de la especie. Pequeñas maravillas que aquí, en esta ciudad surgida del agua, abundan. Tampoco en ellas hay nada de freudiano, de subconsciente o inconsciente. Dada la naturaleza de la realidad humana, la interpretación de los sueños es una tautología y, en el mejor de los casos, sólo se podría justificar por la relación entre la luz del día y la oscuridad. Es improbable, sin embargo, que este principio democrático sea eficaz en la naturaleza, donde nada disfruta de mayoría. Ni siquiera el agua, aunque lo refleje y lo refracte todo, incluida ella misma, alterando formas y sustancias, a veces amablemente, a veces monstruosamente. Eso es lo que explica la calidad de la luz de invierno aquí; es lo que explica su cariño tanto hacia los monstruitos como hacia los querubines. Es de presumir que también los querubines formen parte de la evolución de la especie. O del otro camino, el que da un rodeo, porque si se hace el recuento de los que hay en esta ciudad, superarán en número a los nativos.

Sin embargo, los monstruos llaman más la atención. Si no por otra cosa, porque el término nos ha sido aplicado con más frecuencia que el otro; o porque, de este lado, sólo se llega a tener alas en la fuerza aérea. Nuestra conciencia culpable tiene que bastar para identificarnos con alguna de esas invenciones de mármol, bronce o yeso; con el dragón, por ejemplo, más que con San Jorge. En una actividad que exige introducir una pluma en un tintero, cabe identificarse con ambos. Después de todo, no hay santo sin monstruo -por no decir nada de la afinidad de la tinta con el pulpo-. Pero aun cuando no reflejemos ni refractemos esta idea, está claro que ésta es una ciudad de peces, sea que naden, sea que se los haya pescado. Y, visto por un pez -dotado, digamos, de un ojo humano, para evitar la famosa distorsión que le es propia-, el hombre aparecería como un auténtico monstruo; no un pulpo con ocho patas, pero sí, seguramente, con cuatro. Algo, en pocas palabras, mucho más complejo que el pez. Pequeña maravilla, pues, que los tiburones se afanen tanto detrás de nosotros. Si le preguntáramos a una simple orata -ni siquiera atrapada, libre- qué piensa de nuestro aspecto, replicaría: Eres un monstruo. Y la convicción de su tono nos resultaría extrañamente familiar, como si su ojo fuese de la variedad mostaza-y-miel.

De modo que nunca se sabe, al moverse por estos laberintos, si se busca un objetivo o se corre detrás de uno mismo, si se es el cazador o su presa. Seguramente, no un santo, aunque tal vez tampoco un completo dragón; difícilmente un Teseo, pero tampoco un Minotauro hambriento de doncellas. La versión griega, sin embargo, suena mejor, puesto que el ganador no obtiene nada, porque el asesino y su víctima tienen relación. El monstruo, después de todo, era medio hermano del premio; en todo caso, era medio hermano de la que a la larga sería esposa del héroe. Ariadna y Fedra eran hermanas y, por lo que se sabe, el bravo ateniense las tuvo a las dos. En realidad, con la vista puesta en su ingreso por matrimonio en la familia del rey de Creta, él podía haber aceptado la misión criminal para hacerla más respetable. Como nietas de Helios, se daba por sentado que las muchachas eran puras y brillantes; sus nombres así lo sugerían. Por qué, si no, aun su madre, Pasífae, era, a pesar de sus oscuros deseos, la Cegadoramente Brillante. Y quizá cediera a esos oscuros deseos y lo hiciera con el toro para demostrar que la naturaleza desprecia el principio de mayoría, puesto que los cuernos del toro proponen la luna. Quizás estuviera más interesada en el claroscuro que en el bestialismo, y eclipsara al toro por razones puramente ópticas. Y el hecho de que el toro, cuya genealogía cargada de simbolismo se remonta hasta las pinturas de las cavernas, estuviese lo bastante ciego como para dejarse engañar por la vaca artificial que Dédalo construyó para Pasífae en esa ocasión, es la prueba de que el linaje de ésta conservaba un puesto muy elevado en el sistema de causalidad, de que la luz de Helios, refractada en ella, Pasífae, era todavía -después de cuatro hijos (dos hermosas hijas y dos inútiles muchachos)- cegadoramente brillante. En cuanto al principio de causalidad, habría que agregar que el héroe principal de esta historia es, precisamente, Dédalo, quien, amén de una vaca muy convincente, construyó -esta vez a petición del rey- el mismo laberinto en el cual el vástago de cabeza de toro y su asesino iban a enfrentarse un día, con consecuencias desastrosas para el primero. Hasta cierto punto, todo el asunto nace del cerebro de Dédalo, especialmente el laberinto, que se asemeja a un cerebro. Hasta cierto punto, todo el mundo está relacionado con todo el mundo; el perseguidor con el perseguido, al menos. Pequeña maravilla, pues, que en sus paseos sin rumbo fijo por las calles de esta ciudad, cuya mayor colonia fue durante cerca de tres siglos la isla de Creta, uno se sienta un tanto tautológico, especialmente cuando la luz se va apagando -es decir, especialmente cuando sus propiedades pasifaicas, ariádnicas y fédricas se debilitan-. En otras palabras, especialmente por la noche, cuando uno se pierde en el desprecio de sí mismo.