– A veces no podíamos respirar por el olor caliente de los jazmines -dijo, mirando el cielo deslumbrante, y suspiró con toda el alma-. Sin embargo, lo que más me ha hecho falta desde entonces es el trueno de las tres de la tarde.
Me impresionó, porque yo también recordaba el estampido único que nos despertaba de la siesta como un reguero de piedras, pero nunca había sido consciente de que sólo fuera a las tres.
Después del corredor había una sala de recibo reservada para ocasiones especiales, pues las visitas cotidianas se atendían con cerveza helada en la oficina, si eran hombres, o en el corredor de las begonias, si eran mujeres. Allí empezaba el mundo mítico de los dormitorios. Primero el de los abuelos, con una puerta grande hacia el jardín, y un grabado de flores de madera con la fecha de la construcción: 1925. Allí, sin ningún anuncio, mi madre me dio la sorpresa menos pensada con un énfasis triunfal:
– ¡Y aquí naciste tú!
No lo sabía hasta entonces, o lo había olvidado, pero en el cuarto siguiente encontramos la cuna donde dormí hasta los cuatro años, y que mi abuela conservó para siempre. La había olvidado, pero tan pronto como la vi me acordé de mí mismo llorando a gritos con el mameluco de florecitas azules que acababa de estrenar, para que alguien acudiera a quitarme los pañales embarrados de caca. Apenas si podía mantenerme en pie agarrado a los barrotes de la cuna, tan pequeña y frágil como la canastilla de Moisés. Esto ha sido motivo frecuente de discusión y burlas de parientes y amigos, a quienes mi angustia de aquel día les parece demasiado racional para una edad tan temprana. Y más aún cuando he insistido en que el motivo de mi ansiedad no era el asco de mis propias miserias, sino el temor de que se me ensuciara el mameluco nuevo. Es decir, que no se trataba de un prejuicio de higiene sino de una contrariedad estética, y por la forma como perdura en mi memoria creo que fue mi primera vivencia de escritor.
En aquel dormitorio había también un altar con santos de tamaño humano, más realistas y tenebrosos que los de la Iglesia. Allí durmió siempre la tía Francisca Simodosea Mejía, una prima hermana de mi abuelo a quien llamábamos la tía Mama, que vivía en la casa como dueña y señora desde que murieron sus padres. Yo dormí en la hamaca de al lado, aterrado con el parpadeo de los santos por la lámpara del Santísimo que no fue apagada hasta la muerte de todos, y también allí durmió mi madre de soltera, atormentada por el pavor de los santos.
Al fondo del corredor había dos cuartos que me estaban prohibidos. En el primero vivía mi prima Sara Emilia Márquez, una hija de mi tío Juan de Dios antes de su matrimonio, que fue criada por los abuelos. Además de una prestancia natural desde muy niña, tenía una personalidad fuerte que me abrió mis primeros apetitos literarios con una preciosa colección de cuentos de Calleja, ilustrados a todo color, a la que nunca me dio acceso por temor de que se la desordenara. Fue mi primera y amarga frustración de escritor.
El último cuarto era un depósito de trastos y baúles jubilados, que mantuvieron en vilo mi curiosidad durante años, pero que nunca me dejaron explorar. Más tarde supe que allí estaban también las setenta bacinillas que compraron mis abuelos cuando mi madre invitó a sus compañeras de curso a pasar vacaciones en la casa.
Frente a esos dos aposentos, en el mismo corredor, estaba la cocina grande, con anafes primitivos de piedras calcinadas, y el gran horno de obra de la abuela, panadera y repostera de oficio, cuyos animalitos de caramelo saturaban el amanecer con su aroma suculento. Era el reino de las mujeres que vivían o servían en la casa, y cantaban a coro con la abuela mientras la ayudaban en sus trabajos múltiples. Otra voz era la de Lorenzo el Magnífico, el loro de cien años heredado de los bisabuelos, que gritaba consignas contra España y cantaba canciones de la guerra de Independencia. Tan cegato estaba que se había caído dentro de la olla del sancocho y se salvó de milagro porque apenas empezaba a calentarse el agua. Un 20 de julio, a las tres de la tarde, alborotó la casa con chillidos de pánico:
– ¡El toro, el toro! ¡Ya viene el toro!
En la casa no estaban sino las mujeres, pues los hombres se habían ido a la corraleja de la fiesta patria, y pensaron que los gritos del loro no eran más que un delirio de su demencia senil. Las mujeres de la casa, que sabían hablar con él, sólo entendieron lo que gritaba cuando un toro cimarrón escapado de los toriles de la plaza irrumpió en la cocina con bramidos de buque y embistiendo a ciegas los muebles de la panadería y las ollas de los fogones. Yo iba en sentido contrario del ventarrón de mujeres despavoridas que me levantaron en vilo y me encerraron con ellas en el cuarto de la despensa. Los bramidos del toro perdido en la cocina y los trancos de sus pezuñas en el cemento del corredor estremecían la casa. De pronto se asomó por una claraboya de ventilación y el resoplido de fuego de su aliento y sus grandes ojos inyectados me helaron la sangre. Cuando los picadores lograron llevárselo al toril, ya había empezado en la casa la parranda del drama, que se prolongó por más de una semana con ollas interminables de café y pudines de boda para acompañar el relato mil veces repetido y cada vez más heroico de las sobrevivientes alborotadas.
El patio no parecía muy grande, pero tenía una gran variedad de árboles, un baño general sin techo con una alberca de cemento para el agua de lluvia y una plataforma elevada a la cual se subía por una frágil escalera de unos tres metros de altura. Allí estaban los dos grandes toneles que el abuelo llenaba al amanecer con una bomba manual. Más allá estaba la caballeriza de tablones sin cepillar y los cuartos del servicio, y por último el traspatio enorme de árboles frutales con la letrina única donde las indias del servicio vaciaban de día y de noche las bacinillas de la casa. El árbol más frondoso y hospitalario era un castaño al margen del mundo y el tiempo, bajo cuyas frondas arcaicas debieron de morir orinando más de dos coroneles jubilados de las tantas guerras civiles del siglo anterior.
La familia había llegado a Aracataca diecisiete años antes de mi nacimiento, cuando empezaban las trapisondas de la United Fruit Company para hacerse con el monopolio del banano. Llevaban a su hijo Juan de Dios, de veintiún años, y a sus dos hijas, Margarita María Miniata de Alacoque, de diecinueve, y Luisa Santiaga, mi madre, de cinco. Antes de ella habían perdido dos gemelas por un aborto accidental a los cuatro meses de gestación. Cuando tuvo a mi madre, la abuela anunció que sería su último parto, pues había cumplido cuarenta y dos años. Casi medio siglo después, a la misma edad y en circunstancias idénticas, mi madre dijo lo mismo cuando nació Eligió Gabriel, su hijo número once. La mudanza para Aracataca estaba prevista por los abuelos como un viaje al olvido. Llevaban a su servicio dos indios guajiros -Aliño y Apolinar- y una india -Meme-, comprados en su tierra por cien pesos cada uno cuando ya la esclavitud había sido abolida. El coronel llevaba todo lo necesario para rehacer el pasado lo más lejos posible de sus malos recuerdos, perseguido por el remordimiento siniestro de haber matado a un hombre en un lance de honor. Conocía la región desde mucho antes, cuando pasó rumbo a Ciénaga en campaña de guerra y asistió en su condición de intendente general a la firma del tratado de Neerlandia.
La nueva casa no les devolvió el sosiego, porque el remordimiento era tan pernicioso que había de contaminar todavía a algún tataranieto extraviado. Las evocaciones más frecuentes e intensas, con las cuales habíamos conformado una versión ordenada, las hacía la abuela Mina, ya ciega y medio lunática. Sin embargo, en medio del rumor implacable de la tragedia inminente, ella fue la única que no tuvo noticias del duelo hasta después de consumado.
El drama fue en Barrancas, un pueblo pacífico y próspero en las estribaciones de la Sierra Nevada donde el coronel aprendió de su padre y su abuelo el oficio del oro, y adonde había regresado para quedarse cuando se firmaron los tratados de paz. El adversario era un gigante dieciséis años menor que él, liberal de hueso colorado, como él, católico militante, agricultor pobre, casado reciente y con dos hijos, y con un nombre de hombre bueno: Medardo Pacheco. Lo más triste para el coronel debió ser que no fuera ninguno de los numerosos enemigos sin rostro que se le atravesaron en los campos de batalla, sino un antiguo amigo, copartidario y soldado suyo en la guerra de los Mil Días, al que tuvo que enfrentar a muerte cuando ya ambos creían ganada la paz.