– Ustedes no pueden imaginarse por las que ha pasado este pueblo.

Aquella sola frase, que resumió toda una vida, bastó para que lo viera como quizás fue siempre: un hombre solitario y triste. Era alto, escuálido, con una hermosa cabellera metálica cortada de cualquier modo y unos ojos amarillos e intensos que habían sido el más temible de los terrores de mi infancia. Por la tarde, cuando volvíamos de la escuela, nos subíamos en la ventana de su dormitorio atraídos por la fascinación del miedo. Allí estaba, meciéndose en la hamaca con fuertes bandazos para aliviarse del calor. El juego consistía en mirarlo fijo hasta que él se daba cuenta y se volvía a mirarnos de pronto con sus ojos ardientes.

Lo había visto por primera vez a mis cinco o seis años, una mañana en que me colé en el traspatio de su casa con otros compañeros de escuela para robar los mangos enormes de sus árboles. De pronto se abrió la puerta del excusado de tablas construido en un rincón del patio, y salió él amarrándose los calzones de lienzo. Lo vi como una aparición del otro mundo con un camisón blanco de hospital, pálido y óseo, y aquellos ojos amarillos como de perro del infierno que me miraron para siempre. Los otros escaparon por los portillos, pero yo quedé petrificado por su mirada inmóvil. Se fijó en los mangos que yo acababa de arrancar del árbol y me tendió la mano.

– ¡Dámelos! -me ordenó, y agregó mirándome de cuerpo entero con un gran menosprecio-: Raterito de patio.

Tiré los mangos a sus pies y escapé despavorido.

Fue mi fantasma personal. Si andaba solo daba un largo rodeo para no pasar por su casa. Si iba con adultos me atrevía apenas a una mirada furtiva hacia la botica. Veía a Adriana condenada a cadena perpetua en la máquina de coser detrás del mostrador, y lo veía a él por la ventana del dormitorio meciéndose a grandes bandazos en la hamaca, y esa sola mirada me erizaba la piel.

Había llegado al pueblo a principios del siglo, entre los incontables venezolanos que lograban escapar por la frontera de La Guajira al despotismo feroz de Juan Vicente Gómez. El doctor había sido uno de los primeros arrastrados por dos fuerzas contrarias: la ferocidad del déspota de su país y la ilusión de la bonanza bananera en el nuestro. Desde su llegada se acreditó por su ojo clínico -como se decía entonces- y por las buenas maneras de su alma. Fue uno de los amigos más asiduos de la casa de mis abuelos, donde siempre estaba la mesa puesta sin saber quién llegaba en el tren. Mi madre fue madrina de su hijo mayor, y mi abuelo lo enseñó a volar con sus primeras alas. Crecí entre ellos, como seguí creciendo después entre los exiliados de la guerra civil española.

Los últimos vestigios del miedo que me causaba de niño aquel paria olvidado se me disiparon de pronto, mientras mi madre y yo, sentados junto a su cama, escuchábamos los pormenores de la tragedia que había abatido a la población. Tenía un poder de evocación tan intenso que cada cosa que contaba parecía hacerse visible en el cuarto enrarecido por el calor. El origen de todas las desgracias, por supuesto, había sido la matanza de los obreros por la fuerza pública, pero aún persistían las dudas sobre la verdad histórica: ¿tres muertos o tres mil? Quizás no habían sido tantos, dijo él, pero cada quien aumentaba la cifra de acuerdo con su propio dolor. Ahora la compañía se había ido por siempre jamás.

– Los gringos no vuelven nunca -concluyó.

Lo único cierto era que se llevaron todo: el dinero, las brisas de diciembre, el cuchillo del pan, el trueno de las tres de la tarde, el aroma de los jazmines, el amor. Sólo quedaron los almendros polvorientos, las calles reverberantes, las casas de madera y techos de cinc oxidado con sus gentes taciturnas, devastadas por los recuerdos.

La primera vez que el doctor se fijó en mí aquella tarde fue al verme sorprendido por la crepitación como una lluvia de gotas dispersas en el techo de cinc. «Son los gallinazos -me dijo-. Se la pasan caminando por los techos todo el día.» Luego señaló con un índice lánguido hacia la puerta cerrada, y concluyó:

– De noche es peor, porque se siente a los muertos que andan sueltos por esas calles.

Nos invitó a almorzar y no había inconveniente, pues el negocio de la casa sólo necesitaba formalizarse. Los mismos inquilinos eran los compradores, y los pormenores habían sido acordados por telégrafo. ¿Tendríamos tiempo?

– De sobra -dijo Adriana-. Ahora no se sabe ni cuándo regresa el tren.

Así que compartimos con ellos una comida criolla, cuya sencillez no tenía nada que ver con la pobreza sino con una dieta de sobriedad que él ejercía y predicaba no sólo para la mesa sino para todos los actos de la vida. Desde que probé la sopa tuve la sensación de que todo un mundo adormecido despertaba en mi memoria. Sabores que habían sido míos en la niñez y que había perdido desde que me fui del pueblo reaparecían intactos con cada cucharada y me apretaban el corazón.

Desde el principio de la conversación me sentí ante el doctor con la misma edad que tenía cuando le hacía burlas por la ventana, de modo que me intimidó cuando se dirigió a mí con la seriedad y el afecto con que le hablaba a mi madre. Cuando era niño, en situaciones difíciles, trataba de disimular mi ofuscación con un parpadeo rápido y continuo. Aquel reflejo incontrolable me volvió de pronto cuando el doctor me miró. El calor se había vuelto insoportable. Permanecí al margen de la conversación por un rato, preguntándome cómo era posible que aquel anciano afable y nostálgico hubiera sido el terror de mi infancia. De pronto, al cabo de una larga pausa y por cualquier referencia banal, me miró con una sonrisa de abuelo.

– Así que tú eres el gran Gabito -me dijo-. ¿Qué estudias?

Disimulé la ofuscación con un recuento espectral de mis estudios: bachillerato completo y bien calificado en un internado oficial, dos años y unos meses de derecho caótico, periodismo empírico. Mi madre me escuchó y enseguida buscó el apoyo del doctor.

– Imagínese, compadre -dijo-, quiere ser escritor. Al doctor le resplandecieron los ojos en el rostro.

– ¡Qué maravilla, comadre! -dijo-. Es un regalo del cielo -Y se volvió hacia mí-: ¿Poesía?

– Novela y cuento -le dije, con el alma en un hilo.

El se entusiasmó:

– ¿Leíste Doña Bárbara?

– Por supuesto -le contesté-, y casi todo lo demás de Rómulo Gallegos.

Como resucitado por un entusiasmo súbito nos contó que lo había conocido en una conferencia que dictó en Maracaibo, y le pareció un digno autor de sus libros. La verdad es que en aquel momento, con mi fiebre de cuarenta grados por las sagas del Misisipí, empezaba a verle las costuras a la novela vernácula. Pero la comunicación tan fácil y cordial con el hombre que había sido el pavor de mi infancia me parecía un milagro, y preferí coincidir con su entusiasmo. Le hablé de «La Jirafa» -mi nota diaria en El Heraldo- y le avancé la primicia de que muy pronto pensábamos publicar una revista en la que fundábamos grandes esperanzas. Ya más seguro, le conté el proyecto y hasta le anticipé el nombre: Crónica.

Él me escrutó de arriba abajo.

– No sé cómo escribes -me dijo-, pero ya hablas como escritor.

Mi madre se apresuró a explicar la verdad: nadie se oponía a que fuera escritor, siempre que hiciera una carrera académica que me diera un piso firme. El doctor minimizó todo, y habló de la carrera de escritor. También él hubiera querido serlo, pero sus padres, con los mismos argumentos de ella, lo obligaron a estudiar medicina cuando no lograron que fuera militar.

– Pues mire usted, comadre -concluyó-. Médico soy, y aquí me tiene usted, sin saber cuántos de mis enfermos se han muerto por la voluntad de Dios y cuántos por mis medicinas.

Mi madre se sintió perdida.

– Lo peor -dijo- es que dejó de estudiar derecho después de tantos sacrificios que hicimos por sostenerlo.

Al doctor, por el contrario, le pareció la prueba espléndida de una vocación arrasadora: la única fuerza capaz de disputarle sus fueros al amor. Y en especial la vocación artística, la más misteriosa de todas, a la cual se consagra la vida íntegra sin esperar nada de ella.