Lo vi tan decidido, que no me atreví a agravar la discrepancia con un argumento de distracción. El problema, en realidad, era que tampoco entonces encontraba un motivo decente para abandonar la noria, y me aterrorizó la idea de decirle que sí una vez más sólo por ganar tiempo. Tuve que reprimirme para que no se me notara la emoción impúdica que me apremiaba las lágrimas.Y otra vez, como siempre, quedamos en las mismas de siempre después de tantos años.

La semana siguiente, presa de un estado que era más de confusión que de alegría, pasé por el criadero a recoger el gato que me habían regalado los impresores. Tengo muy mala química con los animales, por lo mismo que la tengo con los niños antes de que empiecen a hablar. Me parecen mudos del alma. No los odio, pero no puedo soportarlos porque no aprendí a negociar con ellos. Me parece contra natura que un hombre se entienda mejor con su perro que con su esposa, que lo enseñe a comer y descomer a sus horas, a contestar preguntas y a compartir sus penas. Pero no recoger el gato de los tipógrafos habría sido un desaire. Además, era un precioso ejemplar de angora, de pelambre rosada y tersa y ojos iluminados, cuyos maullidos parecían a punto de ser palabras. Me lo dieron en una canasta de mimbre con un certificado de su estirpe y un manual de uso como el de las bicicletas para armar.

Una patrulla militar verificaba la identidad de los transeúntes antes de autorizar el paso por el parque de San Nicolás. Nunca había visto nada igual ni podía imaginarme nada más descorazonador como síntoma de mi vejez. Era una patrulla de cuatro, al mando de un oficial casi adolescente. Los agentes eran hombres de páramos, duros y callados con un olor de establo. El oficial los vigilaba a todos con las mejillas chapeadas de los andinos en la playa. Después de revisar mi cédula de identidad y mi credencial de prensa me preguntó qué llevaba en la cesta. Un gato, le dije. El quiso verlo. Destapé la cesta con toda precaución por temor de que escapara, pero un agente quiso ver si no había algo más en el fondo, y el gato le tiró un zarpazo. El oficial se interpuso. Es una joya de angora, dijo. Lo acarició mientras murmuraba algo, y el gato no lo agredió pero tampoco le hizo caso. ¿Cuántos años tiene?, preguntó. No sé, le dije, acaban de regalármelo. Se lo pregunto porque se ve que es muy viejo, diez años, quizás. Quise preguntarle cómo lo sabía, y muchas cosas más, pero a despecho de sus buenas maneras y su habla florida no me sentía con estómago para hablar con él. Me parece que es un gato abandonado que ha pasado por muchas, dijo. Obsérvelo, no lo acomode a usted sino al contrario, usted a él, y déjelo, hasta que se gane su confianza. Cerró la tapa de la cesta, y me preguntó: ¿En qué trabaja usted? Soy periodista. ¿Desde cuándo? Desde hace un siglo, le dije. No lo dudo, dijo él. Me estrechó la mano y se despidió con un frase que lo mismo podía ser un buen consejo que una amenaza:

– Cuídese mucho.

Al mediodía desconecté el teléfono para refugiarme en la música con un programa exquisito: la rapsodia para clarinete y orquesta de Wagner, la de saxofón de Debussy y el quinteto para cuerdas de Bruckner, que es un remanso edénico en el cataclismo de su obra. Y de pronto me encontré envuelto en las tinieblas del estudio. Sentí deslizarse debajo de mi mesa algo que no me pareció un cuerpo vivo sino una presencia sobrenatural que me rozó los pies, y salté con un grito. Era el gato con la hermosa cola empenachada, su lentitud misteriosa y su estirpe mítica, y no pude evitar el calofrío de estar solo en la casa con un ser vivo que no fuera humano.

Cuando dieron las siete en la catedral, había una estrella sola y límpida en el cielo color de rosas, un buque lanzó un adiós desconsolado, y sentí en la garganta el nudo gordiano de todos los amores que pudieron haber sido y no fueron. No soporté más. Descolgué el teléfono con el corazón en la boca, marqué los cuatro números muy despacio para no equivocarme, y al tercer timbrazo reconocí la voz. Bueno, mujer, le dije con un suspiro de alivio: Perdóname el berrinche de esta mañana. Ella, tranquila: No te preocupes, estaba esperando tu llamada. Le advertí: Quiero que la niña me espere como Dios la echó al mundo y sin barnices en la cara. Ella hizo su risa gutural. Lo que tú digas, dijo, pero te pierdes el gusto de encuerar la pieza por pieza, como les encanta a los viejos, no sé por qué. Yo sí sé, le dije: Porque se están volviendo cada vez más viejos. Ella lo dio por hecho.

– Está bien -dijo-, entonces esta noche a las diez en punto, antes de que se enfríe la pescada.

3

¿Cómo podía llamarse? La dueña no me lo había dicho. Cuando me hablaba de ella sólo decía: la niña. Y yo lo había convertido en un nombre de pila, como la niña de los ojos o la carabela menor. Además, Rosa Cabarcas ponía a sus pupilas un nombre distinto para cada cliente. A mí me divertía adivinarlos por las caras, y desde el principio estuve seguro de que la niña tenía uno largo, como Filomena, Saturnina o Nicolasa. En ésas estaba cuando ella se dio media vuelta en la cama y quedó de espaldas a mí, y me pareció que había dejado un charco de sangre del tamaño y la forma del cuerpo. Fue un sobresalto instantáneo hasta que comprobé que era la humedad del sudor en la sábana.

Rosa Cabarcas me había aconsejado que la tratara con cautela, pues aún le duraba el susto de la primera vez. Es más: creo que la misma solemnidad del rito le había agravado el miedo y habían tenido que aumentarle la dosis de valeriana, pues dormía con tal placidez que habría sido una lástima despertarla sin arrullos. De modo que empecé a se carla con la toalla mientras le cantaba en susurros la canción de Delgadina, la hija menor del rey, requerida de amores por su padre. A medida que la secaba ella iba mostrándome los flancos sudados al compás de mi canto: Delgadina, Delgadina, tú seras mi prenda amada. Fue un placer sin límites pues ella volvía a sudar por un costado cuando acababa de secarla por el otro, para que la canción no terminara nunca. Levántate, Delgadina, ponte tu falda de seda, le cantaba al oído. Al final, cuando los criados del rey la encontraron muerta de sed en su cama, me pareció que mi niña había estado a punto de despertar al escuchar el nombre. Así que era ella: Delgadina.

Volví a la cama con mis calzoncillos de besos estampados y me tendí junto a ella. Dormí hasta las cinco al arrullo de su respiración apacible. Me vestí a toda prisa sin lavarme, y sólo entonces vi la sentencia escrita con lápiz labial en el espejo del lavabo: El tigre no come lejos. Sé que no estaba la noche anterior y nadie podía haber entrado en el cuarto, de modo que la entendí como la cuelga del diablo. Un trueno terrorífico me sorprendió en la puerta, y el cuarto se llenó del olor premonitorio de la tierra mojada. No tuve tiempo para escapar ileso. Antes de que encontrara un taxi se precipitó un aguacero grande, de los que suelen desordenar la ciudad entre mayo y octubre, pues las calles de arenas ardientes que bajan hacia el río se convierten en torrenteras que arrastran cuanto encuentran a su paso. Las aguas de aquel septiembre raro, después de tres meses de sequía, podían ser tan providenciales como devastadoras.

Desde que abrí la puerta de casa me salió al encuentro la sensación física de que no estaba solo. Alcancé a ver el celaje del gato que saltó del sofá y se escabulló por el balcón. En su plato quedaban las sobras de una comida que yo no le había servido. La peste de sus orines rancios y su caca caliente habían contaminado todo. Me había dedicado a estudiarlo como estudié el latín. El manual decía que los gatos escarban en la tierra para esconder su estiércol, y que en las casas sin patio, como ésta, lo harían en las macetas de plantas, o en cualquier otro escondrijo. Lo apropiado era prepararles desde el primer día una caja con arena para orientarles el hábito, y así lo hice. También decía que lo primero que hacen en casa nueva es marcar su territorio orinando por todas partes, y aquél pudo ser el caso, pero el manual no decía cómo remediarlo. Seguía sus trazas para familiarizarme con sus hábitos originales, pero no di con sus escondites secretos, sus sitios de reposo, las causas de sus humores volubles. Quise enseñarlo a comer en sus horas, a usar la cajita de arena en la terraza, a no subirse en mi cama mientras yo dormía ni a olisquear los alimentos en la mesa, y no pude hacerle entender que la casa era suya por derecho propio y no como un botín de guerra. De modo que lo dejé a su aire.