Los tempestuosos adioses de soltero que me hacían en el Barrio Chino iban en contravía de las veladas opresivas del Club Social. Contraste que a mí me sirvió para saber cuál de los dos mundos era en realidad el mío, y me hice la ilusión de que eran ambos pero cada uno a sus horas, pues desde cualquiera de los dos veía alejarse el otro con los suspiros desgarrados con que se separan dos barcos en altamar. El baile de la víspera en El Poder de Dios incluyó una ceremonia final que sólo podía ocurrírsele a un cura gallego encallado en la concupiscencia, que vistió a todo el personal femenino con velos y azahares, para que todas se casaran conmigo en un sacramento universal. Fue una noche de grandes sacrilegios en que veintidós de ellas prometieron amor y obediencia y les correspondí con fidelidad y sustento hasta el más allá de la tumba.

No pude dormir por el presagio de algo irremediable. Desde la madrugada empecé a contar el paso de las horas en el reloj de la catedral, hasta las siete campanadas temibles con que debía estar en la iglesia. El timbre del teléfono empezó a las ocho; largo, tenaz, impredecible, durante más de una hora. No sólo no contesté: no respiré. Poco antes de las diez llamaron a la puerta, primero con el puño, y luego con gritos de voces conocidas y abominadas. Temía que la derribaran por algún percance grave, pero hacia las once la casa quedó en el silencio erizado que sucede a las grandes catástrofes. Entonces lloré por ella y por mí, y recé de todo corazón para no encontrarme con ella nunca más en mis días. Algún santo me oyó a medias, pues Ximena Ortiz se fue del país esa misma noche y no volvió hasta unos veinte años después, bien casada y con los siete hijos que pudieron ser míos.

Trabajo me costó mantener mi puesto y mi columna en El Diario de La Paz , después de aquella afrenta social. Pero no fue por eso que relegaron mis notas a la página once, sino por el ímpetu ciego con que entró el siglo XX. El progreso se convirtió en el mito de la ciudad. Todo cambió; volaron los aviones y un hombre de empresa tiró un saco de cartas desde un Junker e inventó el correo aéreo.

Lo único que permaneció igual fueron mis notas en el periódico. Las nuevas generaciones arremetieron contra ellas, como contra una momia del pasado que debía ser demolida, pero yo las mantuve en el mismo tono, sin concesiones, contra los aires de renovación. Fui sordo a todo. Había cumplido cuarenta años, pero los redactores jóvenes la llamaban la Columna de Mudarra el Bastardo. El director de entonces me citó en su oficina para pedirme que me pusiera a tono con las nuevas corrientes. De un modo solemne, como si acabara de inventarlo, me dijo: El mundo avanza. Sí, le dije, avanza, pero dando vueltas alrededor del sol. Mantuvo mi nota dominical porque no habría encontrado otro inflador de cables. Hoy sé que tuve razón, y por qué. Los adolescentes de mi generación avorazados por la vida olvidaron en cuerpo y alma las ilusiones del porvenir, hasta que la realidad les enseñó que el futuro no era como lo soñaban, y descubrieron la nostalgia. Allí estaban ñus notas dominicales, como una reliquia arqueológica entre los escombros del pasado, y se dieron cuenta de que no eran sólo para viejos sino para jóvenes que no tuvieran miedo de envejecer. La nota volvió entonces a la sección editorial, y en ocasiones especiales, a la primera página.

A quien me lo pregunta le contesto siempre con la verdad: las putas no me dejaron tiempo para ser casado. Sin embargo, debo reconocer que nunca tuve esta explicación hasta el día de mis noventa años, cuando salí de la casa de Rosa Cabarcas con la determinación de nunca más provocar al destino. Me sentía otro. El genio se me trastornó por la gente de tropa que vi apostada en las rejas de hierro que rodeaban el parque. Encontré a Damiana trapeando los pisos, a gatas en la sala, y la juventud de los muslos a su edad me suscitó un temblor de otra época. Ella debió sentirlo porque se cubrió con la falda. No pude reprimir la tentación de preguntarle: Dígame una cosa, Damiana: ¿de qué se acuerda? No estaba acordándome de nada, dijo ella, pero su pregunta me lo recuerda. Sentí una opresión en el pecho. Nunca me he enamorado, le dije. Ella replicó en el acto: Yo sí. Y terminó sin interrumpir su oficio: Lloré veintidós años por usted. El corazón me dio un salto. Buscando una salida digna, le dije: Hubiéramos sido una buena yunta. Pues hace mal en decírmelo ahora, dijo ella, porque ya no me sirve ni de consuelo. Cuando salía de la casa, me dijo del modo más natural: Usted no me creerá, pero sigo siendo virgen, a Dios gracias.

Poco después descubrí que había dejado floreros de rosas rojas por toda la casa, y una tarjeta en la almohada: Le deseo que llegue a los sien. Con este mal sabor me senté a continuar la nota que había dejado a medias el día anterior. La terminé con un solo aliento en menos de dos horas y tuve que torcerle el cuello al cisne para sacármela de las tripas sin que se me notara el llanto. Por un golpe de inspiración tardía decidí rematarla con el anuncio de que con ella ponía término feliz a una vida larga y digna sin la mala condición de morirme.

Mi propósito era dejarla en la portería del periódico y volver a casa. Pero no pude. El personal en pleno me esperaba para celebrarme el cumpleaños. El edificio estaba en obra, con andamies y escombros fríos por todas partes, pero habían parado la obra para la fiesta. En una mesa de carpintero estaban las bebidas para el brindis y las cuelgas envueltas en papel de fantasía. Aturdido por los relámpagos de las cámaras me hice con todas las fotos del recuerdo.

Me alegró encontrar allí a periodistas de radio y de los otros diarios de la ciudad: La Prensa, matutino conservador; El Heraldo, matutino liberal, y El Nacional, vespertino sensacionalista que trataba de aliviar las tensiones del orden público con folletones pasionales. No era extraño que estuvieran juntos, pues dentro del espíritu de la ciudad fue siempre de buen recibo que se mantuvieran intactas las amistades de la tropa mientras los mariscales libraban la guerra editorial.

También estaba allí fuera de horas el censor oficial, don Jerónimo Ortega, a quien llamábamos el Abominable Hombre de las Nueve porque llegaba puntual a esa hora de la noche con su lápiz sangriento de sátrapa godo. Allí permanecía hasta asegurarse de que no hubiera una letra impune en la edición de mañana. Tenía una aversión personal contra mí, por mis ínfulas de gramático, o porque utilizaba palabras italianas sin comillas ni cursivas cuando me parecían más expresivas que en castellano, como debiera ser de uso legítimo entre lenguas siamesas. Después de padecerlo por cuatro años, habíamos terminado por aceptarlo como la mala conciencia de nosotros mismos.

Las secretarias llevaron al salón un pudín con noventa velas encendidas que me enfrentaron por primera vez al número de mis años. Tuve que tragarme las lágrimas cuando cantaron el brindis, y me acordé de la niña sin ningún motivo. No fue un golpe de rencor sino de compasión tardía por una criatura de la que no esperaba volver a acordarme. Cuando acabó de pasar el ángel alguien me había puesto un cuchillo en la mano para que cortara el pudín. Por temor a las burlas nadie se arriesgó a improvisar un discurso. Yo hubiera preferido morirme que contestarlo. Para terminar la fiesta, el jefe de redacción, por quien no tuve nunca gran simpatía, nos devolvió a la realidad inclemente. Ahora sí, ilustre nonagenario, me dijo: ¿Dónde está su nota?

La verdad es que toda la tarde la sentía ardiéndome como una brasa en el bolsillo, pero la emoción me había calado tan hondo que no tuve corazón para aguar la fiesta con mi renuncia. Dije: Por esta vez no hay. El jefe de redacción se disgustó por una falta que había sido inconcebible desde el siglo anterior. Entiéndalo por una vez, le dije, tuve una noche tan difícil que amanecí embrutecido. Pues debió escribir eso, dijo él con su humor de vinagre. A los lectores les gustará saber de primera mano cómo es la vida a los noventa. Una de las secretarias terció. A lo mejor es un secreto delicioso, dijo, y me miró con malicia: ¿O no? Una ráfaga ardiente me abrasó la cara. Maldita sea, pensé, qué desleal es el rubor. Otra, radiante, me señaló con el dedo. ¡Qué maravilla! Todavía le queda la elegancia de ruborizarse. Su impertinencia me provocó otro rubor encima del rubor. Debió ser una noche de ataque, dijo la primera secretaria: ¡Qué envidia! Y me dio un beso que me quedó pintado en la cara. Los fotógrafos se encarnizaron. Ofuscado, le entregué la nota al jefe de redacción, y le dije que lo dicho antes era en broma, aquí la tiene, y escapé atolondrado por la última salva de aplausos, para no estar presente cuando descubrieran que era mi carta de renuncia al cabo de medio siglo de galeras.