Por esa época tuve la rara impresión de que se estaba volviendo mayor antes de tiempo. Se lo comenté a Rosa Cabarcas, y a ella le pareció natural. Cumple quince años el cinco de diciembre, me dijo. Una Sagitario perfecta. Me inquietó que fuera tan real como para cumplir años. ¿Qué podría regalarle? Una bicicleta, dijo Rosa Cabarcas. Tiene que atravesar la ciudad dos veces al día para ir a pegar botones. Me mostró en la trastienda la bicicleta que usaba, y de verdad me pareció un cacharro indigno de una mujer tan bien amada. Sin embargo, me conmovió como la prueba tangible de que Delgadina existía en la vida real.
Cuando fui a comprar la mejor bicicleta para ella no pude resistir la tentación de probarla y di algunas vueltas casuales en la rampa del almacén. Al vendedor que me preguntó la edad le contesté con la coquetería de la vejez: Voy a cumplir noventa y uno. El empleado dijo justo lo que yo quería: Pues representa veinte menos. Yo mismo no entendía cómo conservaba la práctica del colegio, y me sentí colmado por un gozo radiante. Empecé a cantar. Primero para mí mismo, en voz baja, y después a todo pecho con ínfulas del gran Caruso, por entre los bazares abigarrados y el tráfico demente del mercado público. La gente me miraba divertida, me gritaban, me incitaban a participar en la Vuelta a Colombia en silla de ruedas. Yo les hacía con la mano un saludo de navegante feliz sin interrumpir la canción. Esa semana, en homenaje a diciembre, escribí otra nota atrevida: Cómo ser feliz en bicicleta a los noventa años.
La noche de su cumpleaños le canté a Delgadina la canción completa, y la besé por todo el cuerpo hasta quedarme sin aliento: la espina dorsal, vértebra por vértebra, hasta las nalgas lánguidas, el costado del lunar, el de su corazón inagotable. A medida que la besaba aumentaba el calor de su cuerpo y exhalaba una fragancia montuna. Ella me respondió con vibraciones nuevas en cada pulgada de su piel, y en cada una encontré un calor distinto, un sabor propio, un gemido nuevo, y toda ella resonó por dentro con un arpegio y sus pezones se abrieron en flor sin tocarlos. Empezaba a adormecerme en la madrugada cuando sentí como un rumor de muchedumbres en el mar y un pánico de los árboles que me atravesaron el corazón. Entonces fui al baño y escribí en el espejo: Delgadina de mi vida, llegaron las brisas de Navidad.
Uno de mis recuerdos más felices fue un trastorno que sentí una mañana como aquélla al salir de la escuela. ¿Qué me pasa? La maestra me dijo alelada: Ay, niño, ¿no ves que son las brisas? Ochenta años después volví a sentirlo cuando me desperté en la cama de Delgadina, y era el mismo diciembre que volvía puntual con sus cielos diáfanos, las tormentas de arena, los torbellinos callejeros que Desentechaban casas y les alzaban las faldas a las colegialas. La ciudad adquiría por entonces una resonancia fantasmal. En noches de brisa podían escucharse los gritos del mercado público hasta en los barrios más altos, como si estuvieran a la vuelta de la esquina. No era raro entonces que las ráfagas de diciembre nos permitieran encontrar por sus voces a los amigos desperdigados en burdeles remotos.
Sin embargo, también con las brisas me llegó la mala noticia de que Delgadina no podía pasar las navidades conmigo sino con su familia. Si algo detesto en este mundo son las fiestas obligatorias en que la gente llora porque está alegre, los fuegos de artificio, los villancicos lelos, las guirnaldas de papel crespón que nada tienen que ver con un niño que nació hace dos mil quinientos años en una caballeriza indigente. Sin embargo, cuando llegó la noche no pude resistir la nostalgia y me fui al cuarto sin ella. Dormí bien, y desperté junto a un oso de peluche que caminaba en dos patas como si fuer polar, y una tarjeta que decía: Para el papá feo. Rosa Cabarcas me había dicho que Delgadina estaba aprendiendo a leer con mis clases escritas en el espejo, y su buena letra me pareció admirable. Pero ella misma me defraudó con la noticia peor de que el oso era un regalo suyo, así que la noche de Año Nuevo me quedé en mi casa y en mi cama desde las ocho, y me dormí sin amarguras. Fui feliz, porque al toque de las doce, entre los repiques furiosos de las campanas, las sirenas de fábricas y bomberos, los lamentos de los buques, las descargas de pólvora, los cohetes, sentí que Delgadina entró en punta de pies, se acostó a mi lado, y me dio un beso. Tan real, que me quedó en la boca su olor de regaliz.
4
A principios del nuevo año empezábamos a conocernos como si viviéramos juntos y despiertos, pues yo había encontrado un tono de voz cauteloso que ella oía sin despertar, y me contestaba con un lenguaje natural del cuerpo. Sus estados de ánimo se le notaban en el modo de dormir. De exhausta y montaraz que había sido al principio, fue haciéndose a una paz interior que embellecía su rostro y enriquecía su sueño. Le contaba mi vida, le leía al oído los borradores de mis notas dominicales en las que estaba ella sin decirlo, y sólo ella.
Por esa época le dejé en la almohada unos zarcillos de esmeraldas que fueron de mi madre. Los llevó puestos en la cita siguiente y no le lucían. Le llevé después unos pendientes más adecuados para el color de su piel. Le expliqué: Los primeros que te traje no te quedaban bien por tu tipo y el corte del cabello. Estos te irán mejor. No llevó ninguno en las dos citas siguientes, pero a la tercera se puso los que le había indicado. Así empecé a entender que no obedecía a mis órdenes, pero aguardaba la ocasión para complacerme. Por esos días me sentí tan habituado a aquel género de vida doméstica, que no seguí durmiendo desnudo sino que llevé las piyamas de seda china que había dejado de usar por no tener para quién quitármelas.
Empecé a leerle El principito de Saint-Exupéry, un autor francés que el mundo entero admira más que los franceses. Fue el primero que la entretuvo sin despertarla, hasta el punto de que tuve que ir dos días continuos para acabar de leérselo. Seguimos con los Cuentos de Perrault, la Historia sagrada, Las mil y una noches en una versión desinfectada para niños, y por las diferencias entre uno y otro me di cuenta de que su sueño tenía diversos grados de profundidad según su interés por las lecturas. Cuando sentía que había tocado fondo apagaba la luz y me dormía abrazado a ella hasta que cantaban los gallos.
Me sentía tan feliz, que la besaba en los párpados, muy suave, y una noche ocurrió como una luz en el cielo: sonrió por primera vez. Más tarde, sin ningún motivo, se revolvió en la cama, me dio la espalda, y dijo disgustada: Fue Isabel la que hizo llorar a los caracoles. Exaltado por la ilusión de un diálogo, le pregunté en el mismo tono: ¿De quién eran? No contestó. Su voz tenía un rastro plebeyo, como si no fuera suya sino de alguien ajeno que llevaba dentro. Toda sombra de duda desapareció entonces de mi alma: la prefería dormida.
Mi único problema era el gato. Estaba inapetente y huraño y llevaba dos días sin levantar cabeza en su rincón habitual, y me tiró un zarpazo de fiera herida cuando quise ponerlo en su canasto de mimbre para que Damiana lo llevara con el veterinario. Apenas logró someterlo, y se lo llevó pataleando dentro de un saco de fique. Al cabo de un rato me llamó desde el criadero para decirme que no había más remedio que sacrificarlo, y necesitaban mi orden. ¿Por qué? Porque ya está muy viejo, dijo Damiana. Pensé con rabia que a mí también podían asarme vivo en un horno de gatos. Me sentí inerme entre dos fuegos: no había aprendido a querer el gato, pero tampoco tenía corazón para ordenar que lo mataran sólo porque era viejo.