Unos minutos más tarde, el agente la dejó a la vuelta de la esquina de su calle y volvió sobre sus pasos en dirección a la pequeña estación de Port-Royal. Recorrió una vez más el boulevard hasta la intersección con la Rué Bertholet. Decimosegunda vez. Hablando y acompañando a la mujer había perdido como mucho diez minutos de su ronda, pero le parecía que eso también formaba parte de su trabajo.
Diez minutos. Sin embargo habían bastado. Cuando echó un vistazo a la Rué Bertholet, larga y recta, vio la forma en la acera.
«Ya está -pensó con desesperación-, me ha tocado a mí.»
Se acercó corriendo. Ojalá no fuera más que una alfombra enrollada. Pero la sangre manaba hasta él. Puso la mano en el brazo extendido en el suelo. Estaba tibio, acababa de ocurrir. Era una mujer.
Su receptor de radio chirrió. Contactó con sus colegas, apostados en Gobelins, Vavin, Saint-Jacques, Cochin, Raspail y Denfert para pedirles que transmitieran la noticia, que no abandonaran sus puestos y que interrogaran a todos los transeúntes que encontraran. Aunque el asesino se hubiera ido, en coche por ejemplo, seguro que escaparía. No se sentía culpable de haberse alejado de su trayecto el tiempo de acompañar a la joven. Quizás había salvado a la chica del bonito maxilar.
Pero no había podido salvar a ésta. Así es la vida. Además, del maxilar de la muerta, no se veía absolutamente nada. Solo, descorazonado, el agente desvió la linterna, alertó a sus superiores y esperó, con la mano en la pistola. Hacía mucho tiempo que la noche no le impresionaba tanto.
Cuando sonó el teléfono, Adamsberg levantó la cara hacia Danglard, pero no se sobresaltó.
– Ha ocurrido -dijo.
Y luego descolgó, mordiéndose el labio.
– ¿Dónde? Repita dónde -dijo después de un minuto-. ¿En Bertholet? ¡Pero si todo el distrito 5 tenía que estar abarrotado de hombres! ¡Tenía que haber cuatro solamente a lo largo de Port-Royal! ¿Qué ha pasado, Dios mío?
El tono de voz de Adamsberg había aumentado. Conectó el micro para que Danglard pudiera oír las respuestas del agente.
– Sólo estábamos dos en Port-Royal, comisario. Hubo un accidente de metro en Bonne-Nouvelle, dos trenes colisionaron hacia las veintitrés quince. No hubo heridos graves pero muchos hombres tuvieron que ir allí.
– ¡Pero había que despejar los sectores periféricos y enviar a los hombres al distrito 5! ¡Dije que vigilaran las calles del distrito 5! ¡Lo dije!
– No he podido evitarlo, comisario. No recibí instrucciones.
Era la primera vez que Danglard veía a Adamsberg casi fuera de sí. Es verdad que habían sido alertados del accidente de Bonne-Nouvelle, pero los dos habían pensado que los hombres de los distritos 5 y 14 no se verían involucrados. Seguramente habían recibido órdenes contradictorias, o bien la red desplegada por Adamsberg no había sido considerada tan indispensable como para ocupar un lugar destacado.
– De todas formas -dijo Adamsberg moviendo la cabeza- lo habría hecho. En esa calle o en otra, a esa hora o a otra, habría acabado haciéndolo. Es un monstruo. No se podía hacer nada, no merece la pena alterarse. Vamos, Danglard, vamos allá.
Ahí estaban los faros giratorios, los proyectores, la camilla, el médico forense, por tercera vez alrededor de un cuerpo degollado, perfectamente circunscrito en los límites de su círculo azul.
– «Victor, mala suerte, ¿qué haces fuera?» -murmuró Adamsberg.
Miró la nueva víctima.
– Acuchillada de un modo tan terrible como el otro -dijo el médico-. Se ha ensañado con el cuchillo en las vértebras cervicales. El instrumento no era lo bastante potente como para seccionarlas, pero tenía esa intención, se lo garantizo.
– De acuerdo, doctor, escríbanos todo eso -dijo Adamsberg que estaba viendo a Danglard bañado en sudor-. El crimen acaba de cometerse, ¿verdad?
– Sí, entre la una y cinco y la una treinta y cinco, si el agente es exacto.
– Su itinerario -dijo Adamsberg volviéndose hacia el agente-¿era desde aquí a la Place de Port-Royal?
– Sí, comisario.
– ¿Qué le ocurrió? No podía llevarle más de veinte minutos ir y volver.
– No, es verdad, pero una chica pasó sola cuando llegaba por undécima vez a la estación. No sé, llámelo un presentimiento, quise acompañarla hasta la esquina de su calle. No estaba lejos. Podía ver Port-Royal a todo lo largo del camino. No intento disculparme, comisario, y tomo ese breve alejamiento bajo mi responsabilidad.
– Dejémoslo -dijo Adamsberg-. Lo habría hecho de todas formas. ¿No vio usted a nadie que se pareciera al que buscamos?
– A nadie.
– ¿Y los del sector?
– No han advertido nada.
Adamsberg suspiró.
– Comisario, ¿se ha fijado en el círculo? -dijo Danglard-. No es redondo. Es increíble, no es redondo. Como la acera era demasiado estrecha en esta calle, tuvo que hacerlo ovalado.
– Sí, y eso debió de contrariarle.
– Pero ¿por qué no lo hizo en el boulevard, donde tenía todo el espacio?
– Demasiados polis, Danglard, está claro. ¿Quién es la dama?
De nuevo tuvo lugar la lectura de los documentos, la búsqueda en el bolso a la luz de las linternas.
– Delphine Le Nermord, Vitruel era su apellido de soltera, tenía cincuenta y cuatro años. Y ésta es una foto de ella, me parece -continuó Danglard vaciando con cuidado el contenido del bolso en un plástico-. Parece guapa, un poco llamativa. El hombre que la agarra por el hombro debe de ser su marido.
– No -dijo Adamsberg-, es imposible. A él no se le ve ninguna alianza, pero a ella sí. Seguramente era su amante, un tipo más joven. Eso explicaría que llevara esta foto con ella.
– Sí, tendría que haberme dado cuenta.
– Está oscuro. Acompáñeme, Danglard, vamos al furgón.
Adamsberg sabía que Danglard ya no podía soportar ver más cuellos abiertos.
Se sentaron cada uno en una banqueta, frente a frente, en la parte trasera del furgón. Adamsberg se puso a hojear una revista de modas que había encontrado en el bolso de la señora Le Nermord.
– Me suena el nombre de Le Nermord -dijo-, pero no tengo mucha memoria. Busque en su agenda de direcciones el nombre de su marido, y su dirección.
Danglard sacó una tarjeta de visita gastada.
– Augustin-Louis Le Nermord. Tiene dos direcciones, una en el Colegio de Francia y la otra en la Rué d'Aumale, en el distrito 9.
– Me suena de algo, pero sigo sin saber de qué.
– Yo sí -dijo Danglard-. Hace poco hablaron del tal Le Nermord como candidato a un puesto en la Académie des Inscriptions et Belles-Lettres. Es un bizantinista -siguió afirmando tras un instante-, un especialista en el Imperio de Justiniano.
– Pero, Danglard, ¿cómo sabe usted eso? -dijo Adamsberg levantando la cabeza de la revista, sinceramente sorprendido.
– Bueno. Digamos que sé algunas cosas sobre Bizancio.
– Pero ¿por qué?
– Me gusta mucho saber, nada más.
– ¿También le gusta saber sobre el Imperio de Justiniano?
– Por supuesto -suspiró Danglard.
– ¿De cuándo era Justiniano?
Adamsberg nunca se sentía incómodo cuando preguntaba algo que no sabía, ni siquiera sobre lo que debería haber sabido.
– Del siglo VI.
– ¿Después de Cristo o antes?
– Después.
– El hombre me interesa. Y ahora, Danglard, vamos a anunciarle la muerte de su mujer. Para una vez que una de nuestras víctimas tiene familia cercana, hay que aprovechar para verle reaccionar.
La reacción de Augustin-Louis Le Nermord fue normal. Después de escucharles, aún adormilado, el hombrecillo cerró los ojos, se puso las manos en el estómago y palideció alrededor de los labios. Corrió fuera de la habitación, y Danglard y Adamsberg le oyeron vomitar en alguna parte de la casa.
– Al menos, está claro -digo Danglard-. Está impresionado.
– O ha tomado un vomitivo después de oír sonar el telefonillo.