A Danglard no le producía la menor sorpresa. Desde hacía mucho tiempo pensaba que alguien se servía del hombre de los círculos con un objetivo concreto. Sin embargo, ni el asesinato de Chátelain ni el de Pontieux parecían ser provechosos para nadie. No parecían servir más que para acreditar la idea de una «serie maníaca». ¿Acaso por eso había que esperar una nueva masacre? Pero ¿por qué Adamsberg seguía pensando sólo en el hombre de los círculos? Y ¿por qué le había llamado «amigo mío»? Agotado de dar miles de vueltas en la cama, y muerto de calor, Danglard pensó en levantarse para ir a refrescarse a la cocina con lo que quedaba en la botella. Tenía cuidado ante los niños y solía dejar siempre algo en la botella. Aunque sin duda Arlette descubriría mañana que había pimplado durante la noche. Bueno, no sería la primera vez. Diría poniendo mala cara: «Adrien -solía llamarle Adrien-, Adrien, eres un cerdo». Sin embargo, si dudaba era porque beber por la noche le producía un dolor de cabeza infernal al despertar, le ponía los pelos de punta y le paralizaba las articulaciones, y mañana por la mañana era absolutamente imprescindible estar bien. Para el caso de que apareciera un nuevo círculo. Y para organizar las patrullas de la noche siguiente, la noche del crimen. Era irritante dejarse llevar así por las etéreas convicciones de Adamsberg, pero resultaba más agradable, pensándolo bien, que luchar en contra.

El hombre dibujó otro círculo. En la otra punta de París, en la pequeña Rué Marietta-Martin, en el distrito 16. La comisaría tardó un tiempo en avisarles. No estaban muy al corriente, pues hasta ese momento el sector no había sufrido la presencia de los círculos azules.

– ¿Por qué ese nuevo barrio? -preguntó Danglard.

– Para demostrarnos, después de haber tamizado los alrededores del Panteón, que no es tan limitado como para tener aprioris, y que, con crimen o sin crimen, conserva su libertad y su poder en todo el territorio de la capital. Algo así -murmuró Adamsberg.

– No nos ayuda mucho -dijo Danglard apretándose la frente con el dedo.

Esa noche no había aguantado y se había terminado la botella, e incluso había empezado otra. La barra de plomo que ahora le golpeaba la frente casi le hacía perder la vista. Y lo que más le preocupaba era que Arlette no le había dicho nada en el desayuno. Pero es que Arlette sabía que tenía muchas preocupaciones en este momento, atrapado entre su cuenta bancaria casi vacía, aquella investigación imposible y el carácter desestabilizador del nuevo comisario. Quizás ella no quería hundirle más. Sin embargo, lo que no sabía era que a Danglard le gustaba cuando le decía: «Adrien, eres un cerdo». Porque en ese momento, estaba seguro de ser amado. Era una sensación sencilla pero sin embargo real.

En medio del círculo, hecho de un solo trazo, estaba la alcachofa de una regadera de plástico rojo.

– Ha debido de caer del balcón de arriba -dijo Danglard levantando la nariz-. Esta alcachofa de regadera se remonta a la Antigüedad. Y ¿por qué rodear esto con un círculo, y no la cajetilla de cigarrillos que está a dos metros?

– Danglard, usted conoce la lista. Pone mucho cuidado en que todos los objetos rodeados por un círculo no sean objetos voladores. Jamás un billete de metro, jamás una hoja o un pañuelo de papel, o todo lo que el viento podría llevarse durante la noche. Quiere estar seguro de que el objeto que pone en el círculo siga ahí a la mañana siguiente. Lo que hace pensar que se ocupa más de la imagen que quiere dar de sí mismo que de la «revitalización de la cosa en sí», como diría Vercors-Laury. Si no, no excluiría los objetos fugaces, que tienen tanta importancia como los demás, desde el punto de vista del «renacimiento metafórico de las aceras…». Pero desde el punto de vista del hombre de los círculos, encontrar un redondel vacío a la mañana siguiente sería un insulto a su creación.

– Esta vez -dijo Danglard- tampoco habrá testigos. Una vez más es un rincón sin cines y sin un bar próximo que abra por la noche. Un rincón donde la gente tiende a acostarse pronto. El hombre de los círculos se muestra muy discreto.

Hasta mediodía, Danglard siguió apretándose la frente con el dedo. Después de comer se sintió un poco mejor. Por la tarde pudo ocuparse junto con Adamsberg de organizar el aumento de efectivos que debían recorrer París esa noche. Danglard movía la cabeza preguntándose la utilidad de todo aquello. Sin embargo, reconocía que Adamsberg había estado en lo cierto respecto al círculo de esa mañana.

Hacia las ocho de la tarde todo estaba organizado. Sin embargo, el territorio de la ciudad era tan grande que las redes de vigilancia eran, lógicamente, demasiado extensas.

– Si es hábil -dijo Adamsberg-, escapará, eso es evidente. Y realmente es muy hábil.

– En el punto en que estamos deberíamos vigilar la casa de Mathilde Forestier, ¿no cree? -preguntó Danglard.

– Sí -respondió Adamsberg-, pero que no dejen que les descubran, por piedad.

Esperó a que Danglard hubiera salido para llamar a casa de Mathilde. Le pidió sencillamente que tuviera mucho cuidado esa noche y no intentara una escapada o una persecución.

– Hágame ese favor -precisó-. No trate de entenderlo. Dígame, ¿Reyer está en su casa?

– Sin duda -dijo Mathilde-. No me pertenece y no le vigilo.

– Y Clémence, ¿está con usted?

– No. Como siempre Clémence ha ido, riéndose para sus adentros, a una prometedora cita. Todo se desarrolla de un modo invariable. O ella espera al tipo un montón de horas en un bar sin ver a nadie, o el tipo se va corriendo en cuanto la ve. En cualquiera de los dos casos vuelve hecha polvo. La perspectiva es muy jodida. No debería hacer esas cosas por la noche porque luego se pone tristísima.

– Bien. Quédese tranquila hasta mañana, señora Forestier.

– ¿Teme que ocurra algo?

– No lo sé -respondió Adamsberg.

– Como siempre -dijo Mathilde.

Esa noche Adamsberg no quiso abandonar la comisaría. Danglard decidió quedarse con él. El comisario dibujaba en silencio en un papel sobre las rodillas, con las piernas estiradas, metidas en la papelera. Danglard masticaba unos caramelos viejos que había encontrado en el cajón de Florence, para intentar evitar beber.

Un agente de guardia caminaba por el Boulevard de Port-Royal, entre la pequeña estación y la esquina de la Rué Bertholet. Otro agente hacía lo mismo partiendo de Gobelins.

Desde las diez de la noche, había tenido tiempo de ir y volver once veces, y le irritaba no poder evitar contar el número de trayectos. ¿Qué otra cosa podía hacer? Desde hacía una hora no había encontrado mucha gente en el boulevard. Había empezado julio y París ya se había vaciado en parte.

En ese momento, una joven con cazadora de cuero se cruzó con él con un paso un poco irregular. Era guapa y seguramente regresaba a su casa. Era casi la una y cuarto de la madrugada y el agente sintió deseos de decirle que apretara el paso. Le parecía vulnerable y tuvo miedo por ella. Corrió para alcanzarla.

– Señorita, ¿va usted muy lejos?

– No -dijo la chica-. Al metro Raspail.

– ¿Raspail? No me hace mucha gracia -dijo el agente-. Quiero acompañarla un poco. Mi siguiente compañero está apostado lejos, en el sector Vavin.

La joven tenía el pelo corto a la altura de la nuca. La línea del maxilar era nítida e inquietante. No, él no quería que se la destrozaran. Aunque aquella chica parecía tranquila en medio de la noche. Parecía conocer bien la noche de la ciudad.

La chica encendió un cigarrillo. No estaba muy a gusto en su compañía.

– Dígame, ¿pasa algo? -preguntó.

– Al parecer la noche no está tranquila. La acompaño un trecho, cincuenta metros.

– Como quiera -dijo la chica.

Pero estaba claro que ella hubiera preferido estar sola, y caminaron en silencio.