No. Todo había empezado antes, cuando la había creído muerta. Fue en ese momento cuando Camille había emergido de lejanos horizontes en los que él la veía evolucionar con ternura y distancia. Pero entonces ya había conocido a Mathilde, y su rostro egipcio había debido de resucitar a Camille con más violencia que antes; así había empezado todo. Sí, así era como había empezado aquella peligrosa serie de sensaciones que le estaba bullendo en la cabeza, recuerdos que se levantaban como las tejas con el viento durante una tempestad, liberando aquí y allá grietas en un tejado hasta entonces mantenido con cuidado. Mierda. Una jodida pendiente. Adamsberg siempre había puesto pocas esperanzas y pocas expectativas en el amor, no porque se opusiera a la existencia de los sentimientos, cosa que no habría significado nada, sino porque éstos no justificaban lo esencial de su vida. En realidad era una deficiencia, pensaba unas veces; una suerte, pensaba otras. Y aquella falta de creencia no se la planteaba. Aquella noche menos que ninguna. Sin embargo, caminando a grandes zancadas por el apartamento, constataba que le hubiera gustado tener a Camille junto a él durante una hora. No poder hacerlo le frustraba, cerraba los ojos para imaginarlo, pero no le hacía ningún bien. ¿Dónde estaba Camille? ¿Por qué no estaba allí para apretarse contra él hasta mañana? Y comprender que estaba preso en aquel deseo, irrealizable, ahora y siempre, le exasperaba. No era el deseo lo que le molestaba. Adamsberg jamás se metía en debates de orgullo. Era la impresión de perder su tiempo y sus sueños en un inútil y recurrente fantasma, sabiendo que la vida habría sido para él, desde hacía mucho tiempo, más ligera si hubiera sabido librarse de él. Y liberado no estaba. Conocer a Mathilde había sido una verdadera putada.

Adamsberg no volvió a dormirse y abrió la puerta de su despacho a las seis y cinco de la mañana. Fue él quien contestó la llamada, diez minutos más tarde, de la comisaría del distrito 6. Un círculo había sido descubierto en la esquina del Boulevard Saint-Michel y la larga y desierta Rué du Val-de-Gráce. En el centro, habían encontrado un diccionario en miniatura de inglés-español. Hecho polvo por la noche que había pasado, Adamsberg aprovechó aquella ocasión para salir y caminar. Un agente ya estaba en el lugar, vigilando el círculo azul como si fuera el santo sudario. El agente se mantenía erguido cerca del pequeño diccionario. El espectáculo era absurdo.

«¿Estaré equivocado?», se preguntó Adamsberg.

A veinte metros de allí bajando por el boulevard, había un café ya abierto. Eran las siete. Se instaló en la terraza y preguntó al camarero si el establecimiento cerraba tarde, y quién estaba de servicio entre las once y las doce y media de la noche. Pensaba que para llegar a la estación de Luxembourg, el hombre de los círculos había podido pasar por delante de ese bar, si seguía fiel al metro. El dueño en persona acudió a responderle. Era bastante agresivo y Adamsberg le enseñó su placa.

– Su nombre no me es desconocido -dijo el dueño-. Es usted famoso en su oficio.

Adamsberg dejó que lo dijera sin desmentirlo. Facilitaba la charla.

– Sí -afirmó el dueño después de haber escuchado a Adamsberg-. Sí, vi un tipo muy extraño que podría corresponderse con el que busca. Hacia las doce y cinco pasó corriendo a toda velocidad, mientras yo recogía las mesas de la terraza para cerrar. Ya sabe cómo son esas sillas de plástico, se enroscan, se caen rodando, se enganchan por todas partes. En resumen, una de ellas se cayó y al hombre se le enredaron los pies en ella. Me acerqué para ayudarle a levantarse, pero me rechazó sin decir una palabra y siguió corriendo tan deprisa como antes, con un maletín que no había soltado, apretado bajo el brazo.

– Está bien -dijo Adamsberg.

El sol llegó a la terraza, entonces removió el café y se sintió mejor. Por fin Camille regresaba a su lejano lugar.

– ¿Pensó usted algo? -preguntó.

– Nada. Sí. Pensé, ahí va otro pobre hombre, digo pobre hombre porque era muy delgaducho, bueno, pues ahí va un hombre que ha pasado la noche dándole a la botella y corre porque su bondadosa mujer le va a echar una espantosa bronca.

– Solidaridad masculina -murmuró Adamsberg, sintiendo una ligera repulsión hacia el hombre-. Y ¿por qué una noche dándole a la botella? ¿No le sostenían bien las piernas?

– Sí. Pensándolo bien, incluso era muy ágil. Digamos que debía de oler a alcohol, aunque apenas lo advertí en ese momento. Lo recuerdo ahora porque usted me ha hecho hablar de ello. En mi caso, el olor del alcohol es como una segunda naturaleza. Ya comprende, mi oficio… Usted me enseña cualquier hombre y puedo decirle el estado exacto en que se encuentra. Y ese hombre, el delgado y nervioso de ayer por la noche, había tomado varías copas. Olía, sí, olía.

– ¿A qué? ¿A whisky? ¿A vino?

– No -dudó el dueño-, ni lo uno ni lo otro. Era algo más dulzón. Imagino más bien vasitos pequeños de licor que se van bebiendo uno tras otro en torno a una partida de cartas entre solterones, con ese estilo de toda la vida, ya sabe, y que a pesar de todo cumple su objetivo como quien no quiere la cosa.

– ¿Calvados? ¿Licor de pera?

– Ay, si me pregunta demasiado acabaré inventándomelo. Después de todo, yo no tenía ninguna razón para oler a ese hombre.

– Entonces digamos a alcohol de frutas…

– ¿Eso le aporta algo?

– Mucho -dijo Adamsberg-. Sea amable y pase por la comisaría a lo largo del día para que tomen nota de su declaración. Le dejo la dirección. Y sobre todo, no olvide señalar ese olor a frutas a mi colega.

– He dicho alcohol, no he dicho frutas.

– Sí, como quiera. No tiene importancia.

Adamsberg sonrió satisfecho. Volvió a pensar en la querida pequeña, para ver qué ocurría. No le impresionó casi nada, un ligero deseo pasando como un pájaro a lo lejos, pero nada más. Aliviado, abandonó el bar. Hoy enviaría a Danglard a casa de Mathilde para que le intentara arrancar la dirección del restaurante al que ella había seguido a aquel hombre triste y trabajador del impermeable. Nunca se sabe.

Hoy prefería no ver a Mathilde.

El hombre de los círculos, mientras, seguía haciendo girar su tiza no lejos de la Rué Pierre-et -Marie-Curie. Continuaba agitándose, hablando.

Y él, Adamsberg, le esperaba.

Danglard arrancó a Mathilde la dirección del restaurante de Pigalle, pero el establecimiento había desaparecido hacía dos años. A lo largo del día, Danglard espió el humor de Adamsberg. A Danglard le parecía que la investigación avanzaba lentamente. Aunque reconocía que no se podía hacer gran cosa. Por su lado había tamizado toda la vida de Madeleine Chátelain sin encontrar en ella la menor escoria. También había ido a ver a Charles Reyer para pedirle que le explicara su curiosidad a propósito del artículo del periódico. Reyer se había sentido pillado de improviso, bastante disgustado y sobre todo enfadado, sin duda por haber disimulado tan mal las cosas ante Adamsberg. Sin embargo, Reyer tenía una cierta debilidad por Danglard, y las sonoridades sordas y monótonas de la voz de aquel hombre cansado, al que imaginaba enorme, le preocupaban menos que el timbre demasiado suave de la voz de Adamsberg. Su respuesta a Danglard había sido sencilla. Siendo aún estudiante de anatomía animal, había tenido ocasión de asistir a los seminarios que había dado la señora Forestier. Se podía comprobar. En esa época, no tenía ninguna razón para estar resentido con nadie, y había apreciado a la señora Forestier tal como era, inteligente y seductora, y jamás había olvidado una sola palabra de las conferencias que había dado. Después, había intentado borrar todo lo que pertenecía a aquella vida. Sin embargo, cuando aquel hombre en el vestíbulo del hotel había hecho alusión a la «gran dama del mar», el eco del recuerdo había sido lo bastante agradable, pensándolo bien, como para desear comprobar si realmente se trataba de ella y lo que podían reprocharle. Reyer entendió que Danglard parecía convencido. Sin embargo, Danglard le preguntó por qué no se lo había contado ayer a Adamsberg, y por qué no había dicho a Mathilde que ya la conocía antes de su «casual» encuentro en la Rué Saint-Jacques. Reyer había respondido a la primera pregunta que no quería que Adamsberg le complicara demasiado la existencia, y a la segunda que no quería que Mathilde le relacionara con esos eternos estudiantes que se convertían, al envejecer, en sirvientes de la dama. Exactamente lo que él no quería ser.