– ¿Que qué pienso? -dijo Adamsberg levantando la cabeza-. Pues nada. Pienso en el hombre de los círculos. Ya debería usted saberlo, Danglard.

La vigilancia y luego los ininterrumpidos interrogatorios de Augustin-Louis Le Nermord empezaron el lunes por la mañana. Danglard no le había ocultado que todo le acusaba.

Adamsberg dejaba actuar a Danglard, que machacaba sin piedad a su objetivo. El anciano parecía incapaz de defenderse. Cada intento de justificación que hacía era inmediatamente interceptado por el discurso incisivo de Danglard. Sin embargo, Adamsberg veía claramente que a Danglard, al mismo tiempo, le daba pena su víctima.

Adamsberg no sentía nada parecido. Desde el principio había detestado a Le Nermord y no quería por nada del mundo que Danglard le preguntara por qué. Así que no decía nada.

Danglard llevó a cabo el interrogatorio durante varios días.

De vez en cuando Adamsberg entraba en el despacho de Danglard y observaba. Acorralado, aterrado por las acusaciones que pesaban sobre él, el anciano se venía abajo a ojos vistas. Ya ni siquiera sabía responder a las preguntas más sencillas. No, no sabía que Delphie no había redactado el testamento. Siempre había estado convencido de que todo iría a parar a su hermana Claire. Quería mucho a Claire, que se desenvolvía sola en la vida con tres hijos. No, no sabía qué había hecho durante las noches de los asesinatos. Seguramente había trabajado y luego dormido como todas las noches. Gélido, Danglard le contradecía: la noche del crimen de Madeleine Chátelain, la farmacéutica estaba de guardia y había visto a Le Nermord salir de su casa. Hecho polvo, Le Nermord explicaba que era posible, que a veces salía por la noche a comprar una cajetilla a la máquina expendedora de tabaco: «Les quito el papel y saco el tabaco para la pipa. Delphie y yo siempre fumamos mucho. Ella intentaba dejarlo. Yo, no. Demasiada soledad en aquella enorme casa».

Y de nuevo gestos circulares, desmoronamientos, pero los restos de una mirada que, a pesar de todo, seguía resistiendo. Del profesor del Colegio de Francia ya no quedaba sino un viejo hombrecillo de aspecto derrotado y que se debatía sin el necesario sentido común como para escapar a una condena que parecía inevitable. Seguramente había repetido mil veces: «Pero no puedo haber sido yo. Yo amaba a Delphie».

Danglard, cada vez más alterado, continuaba insistiendo con enorme constancia, sin escatimarle ninguno de los hechos que le convertían en sospechoso. Incluso había dejado que los periodistas recibieran algunas informaciones y las publicaran en primera página. El anciano apenas había conseguido probar las comidas que le llevaban, a pesar de los ánimos de Margellon, que a veces sabía ser agradable. Tampoco se había afeitado, ni siquiera cuando había vuelto a dormir a su casa después del interrogatorio. A Adamsberg le sorprendía verle flaquear tan pronto, a ese anciano que realmente tenía un magnífico cerebro para defenderse. Nunca había asistido a una desestabilización tan rápida.

El jueves, Le Nermord, enloquecido, temblaba literalmente como una hoja. El juez de instrucción había pedido su inculpación y Danglard acababa de anunciarle esta decisión. Entonces Le Nermord ya no dijo nada durante un largo rato, como la otra noche en su casa, y pareció sopesar los pros y los contras. Del mismo modo, Adamsberg hizo una seña a Danglard para que no interviniera bajo ningún pretexto.

Y luego Le Nermord dijo:

– Denme una tiza. Una tiza azul.

Como nadie se movía, recuperó un poco de autoridad para añadir:

– Dense prisa. He pedido una tiza.

Danglard salió y encontró un trozo de tiza en el cajón de la mesa de Florence. Allí se encontraba de todo.

Le Nermord se levantó con las precauciones de un hombre débil y cogió la tiza. De pie frente a la pared blanca, se tomó tiempo para reflexionar durante unos instantes. Y luego, muy deprisa, escribió en grandes letras: «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?».

Adamsberg no se movió. Lo estaba esperando desde ayer.

– Danglard, vaya a buscar a Meunier -dijo-. Creo que está en el edificio.

Durante la ausencia de Danglard, el hombre de los círculos volvió la cara hacia Adamsberg, decidido a mirarle fijamente a los ojos.

– Por fin -le dijo Adamsberg-. Le buscaba desde hacía mucho tiempo.

Le Nermord no respondió nada. Adamsberg miraba su cara de rasgos desagradables, que había recuperado la firmeza con aquella confesión.

Meunier, el grafólogo, entró en el despacho después de Danglard. Examinó las grandes letras que cubrían todo el ancho de la pared.

– Un bonito recuerdo para su despacho, Danglard -murmuró-. Sí, es la misma letra. No es imitable.

– Gracias -dijo el hombre de los círculos, devolviendo la tiza a Danglard-. Aportaré otras pruebas, si las quieren. Mis carnés, las horas de mis salidas nocturnas, mi plano de París cubierto de cruces, mi lista de objetos, todo lo que quieran. Sé que espero demasiado, pero me gustaría que esto no llegara a saberse. Me gustaría que mis estudiantes, mis colegas, no se enteraran jamás de quién soy. Supongo que es imposible. En fin, esto ahora lo cambia todo, ¿verdad?

– Sí -admitió Danglard.

Le Nermord se levantó, recuperando fuerzas, y aceptó una cerveza. Caminó por el despacho de la ventana a la puerta, pasando y volviendo a pasar ante su gran pintada.

– Ya no me quedaba otra elección que decírselo. Había demasiados cargos contra mí. Ahora es diferente. Si hubiera querido matar a mi mujer, pueden imaginar perfectamente que no lo habría hecho en uno de mis propios círculos, sin ni siquiera tomar la precaución de cambiar mi propia letra. Espero que estén ustedes de acuerdo.

Se encogió de hombros.

– Ahora es inútil esperar un asiento en la Academia. E inútil preparar las clases para el año que viene. El Colegio no querrá volver a saber de mí, y es normal. Sin embargo, no tenía elección. A pesar de todo, supongo que he ganado con el cambio. Ahora les corresponde a ustedes comprender el resto. ¿Quién me ha utilizado? Desde que fue encontrado el primer cadáver en uno de mis círculos, intento entenderlo, me debato en esa trampa infame. Tuve mucho miedo cuando me enteré de la noticia del primer crimen. Ya se lo he dicho, no soy más valiente que el resto de la gente. Más bien menos, para serles sincero. Me he torturado la mente para intentar comprender. ¿Quién lo había hecho? ¿Quién me había seguido? ¿Quién había colocado el cadáver de esa mujer en mi círculo? Y si continué con los círculos unos días después, no fue, como dijo la prensa, para provocarles a ustedes. No, nada más lejos de la verdad. Fue con la esperanza de descubrir al que me seguía, de identificar al asesino y poder disculparme. Tardé varios días en tomar la decisión. Cualquiera dudaría ante la idea de que le siguiera, yendo solo de noche, un asesino, sobre todo si fuera un hombre tan miedoso como yo. Pero yo sabía que si ustedes daban conmigo, no tendría ninguna posibilidad de escapar a la acusación de asesinato. Eso fue lo que calculó el asesino: hacerme pagar en su lugar. Así que el combate estaba entre él y yo. Ése fue el primer combate verdadero de mi vida. En ese sentido, no lo lamento. Lo único que no imaginé fue que mataría a mi propia mujer. Durante toda la noche después de que ustedes me visitaran, me pregunté por qué lo había hecho. No encontré más que una explicación: la policía aún no me había descubierto, y eso perjudicaba los planes del asesino. Entonces hizo eso, el asesinato de mi Delphie, para que ustedes llegaran hasta mí, para que me detuvieran y él se quedara tranquilo. Puede ser, ¿no?

– Es posible -dijo Adamsberg.

– Pero cometió un error porque cualquiera de los psiquiatras a los que ustedes pueden consultar les dirá que estoy totalmente cuerdo. Un neurótico habría podido, efectivamente, matar dos veces y luego acabar ensañándose con su propia mujer. Yo, no. No estoy loco. Jamás habría matado a Delphie en uno de mis círculos. Delphie. Sin mis jodidos círculos, Delphie estaría viva.