– Bien, invitaremos a tu Lisaveta. Y a Valka Dourova; ¡vaya chica! Traerá media docena de personas. Luego a Víctor Dunaev con su amiga, Marisha Lavrova. Víctor es una liendre que no tardará en convertirse en un gran piojo. Hay que estar bien con el. Y… ¿qué te parece, tengo que invitar también a la camarada Sonia?
– ¿Por qué no?
– Te diré. Aquella imbécil está andando detrás de mí desde hace más de un año. Se ha propuesto pescarme, y yo tengo tantas ganas como de que me ahorquen…
– Entonces, Pavlusha, debes andarte con cuidado. Si la ofendes, la posición que ocupa…
– Ya lo sé. ¡Maldita sea! Dos Sindicatos y cinco Centros femeninos están en sus manos. ¡Qué diablo! La invitaré.
Pavel Syerov había corrido las cortinas de las tres ventanas de su cuarto. Una de las muchachas había cubierto la lámpara con un chal anaranjado, de modo que la habitación estaba casi a oscuras. Las caras de los invitados parecían manchas blancas encima de las sillas, de los divanes, del pavimento. En el centro de la estancia había un plato con un gran centro de chocolate, traído de los "Gourmets"; alguien había metido el pie en el pastel. Junto a la almohada de la cama de Pavel se veía una botella rota. Sobre la cama estaban sentados Víctor y Marisha. El sombrero de Víctor, en el suelo, servía de cenicero. Un gramófono tocaba John Gray. El disco estaba estropeado y repetía continuamente unas mismas notas estridentes; pero nadie se daba cuenta. Un joven estaba sentado en el suelo, apoyado en la cama, intentando cantar, pero no lograba más que murmurar una salmodia triste y monótona; de pronto levantó la cabeza y profirió una especie de chillido que hizo estremecerse a todo el mundo. Alguien le tiró un zapato y una almohada por la cabeza, gritando: " ¡Basta ya, Grishka!", y luego Grishka volvió de nuevo a su sopor. En un rincón, cerca de la escupidera, había una muchacha tendida… Estaba dormida. Los cabellos le caían a mechones sobre el rostro sudoroso y encendido.
Pavel Syerov daba vueltas por la estancia, tambaleándose, agitando en la mano una botella vacía y murmurando insistentemente, en voz quejumbrosa:
– Un trago… ¿Quién quiere un trago…? ¿Hay alguien que quiera un trago?
– Vete a paseo, Pavel, ¿no ves que la botella está vacía? -le gritó alguien desde la oscuridad.
Pavel se detuvo. Levantó la botella y la miró al trasluz, escupió y la arrojó encima de la mesa.
– ¿Creéis que ya no tengo más? -dijo amenazándoles con el puño-. ¿Creéis que soy un miserable que os quiere hacer morir de sed? ¿Que soy un pobre desgraciado que no puede permitirse el lujo de beber un poco de vodka? ¿Esto os figuráis? Bien, vais a ver… vais a ver si puedo permitirme ciertos lujos… vais a ver…
Hurgó en una caja debajo de la cama y se levantó vacilando y blandiendo una botella por descorchar. -Conque no puedo permitírmelo, ¿eh? -dijo riendo, y se precipitó hacia el rincón de donde había salido la voz. Rió a las blancas manchas que le contemplaban atónitas, agitó la botella haciéndole describir un ancho círculo, y la estrelló ruidosamente contra una estantería llena de libros. Una de las muchachas dio un grito. El cristal se esparció en una lluvia tintineante, y un hombre profirió una blasfemia.
– ¡Mis medias, Pavel, mis medias! -sollozó una joven levantándose la falda sobre sus piernas mojadas. La mano de un hombre la cogió, en la oscuridad.
– No importa, amor mío, quítatelas.
Pavel Syerov gritaba, triunfante:
– Conque no puedo permitírmelo, ¿verdad? ¿Puedo o no? Pavel Syerov puede permitírselo todo. ¡Todo, en esta tierra maldita! ¡No hay nada que Pavel no pueda permitirse…! ¡Os puedo comprar a todos, en cuerpo y alma!
Alguien se había arrastrado debajo de la mesa y andaba buscando otras botellas; se oyó llamar a la puerta.
– ¡Adelante! -gritó Pavel.
Nadie entró. Llamaron de nuevo.
– ¿Qué diablos sucede? ¿Qué diablos quiere usted?
Pavel corrió tambaleándose a la puerta y la abrió. Su vecina, una mujer pálida y gruesa, estaba en el corredor, tiritando de frío en su camisón de franela, envolviéndose los hombros en una vieja bufanda, con mechones grises de pelo sobre sus ojos ensoñados.
– Ciudadano Syerov -gritó indignada-, ¿quieren ustedes terminar con este escándalo? A estas horas resulta indecente… Ustedes, los jóvenes, no tienen, vergüenza ni temor de Dios… ni…
– ¡Fuera, abuela, fuera! -gritó Pavel Syerov-, esconda la cabeza bajo la almohada y cierre esta maldita boca. ¿Acaso prefiere que la lleve a la G. P. U.?
La mujer se retiró precipitadamente, persignándose. La camarada Sonia estaba sentada en un rincón junto a la ventana, fumando. Llevaba un traje sastre de color caqui, con bolsillos a los lados y sobre el pecho, de excelente paño extranjero; pero había dejado caer ceniza sobre su falda. A su lado, una voz de muchacha suplicaba con triste cantilena:
– Dime, Sonia, ¿por qué has echado de la oficina a Dashka? Necesitaba el empleo, y honradamente…
_ No discutamos asuntos de negocios fuera de las horas de ofi-
cina -replicó Sonia-; aparte de que mis decisiones obedecen
siempre al bien de la colectividad.
_ ¡No tengo la menor duda! Pero óyeme, Sonia…
La camarada Sonia observó a Pavel, que estaba todavía junto a la puerta, sin tenerse apenas en pie. Se levantó y se acercó a él, sin hacer caso de la muchacha, a la que dejó a media frase.
– Ven aquí, Pavel -le dijo arrastrándole con su fuerte brazo hacia una silla-, vale más que te sientes. Vamos: deja que te instale aquí.
– Eres una buena amiga, Sonia -murmuró él, mientras ella le acomodaba un almohadón detrás de la espalda-, una verdadera amiga. ¡No vas a reñirme porque haya metido un poco de bulla!
– ¡Claro está que no!
– Pero tú no crees que yo no pueda permitirme beber un poco de vodka, ¿verdad?, como creen algunos de esos cretinos.
– Claro está que no, Pavel. Pero hay gente que no te sabe apreciar.
– Esto es. Aquí está el mal. No se me aprecia. Pero yo soy un gran hombre; llegaré a ser un verdadero personaje. Pero ellos no tienen idea. Nadie tiene idea. Llegaré a ser un hombre poderoso. A mi lado, los capitalistas extranjeros no serán más que unos pordioseros. Esta es la palabra: unos pordioseros… daré órdenes incluso al camarada Lenin.
– Pavel, nuestro gran jefe murió.
– Es verdad. Tienes razón. El camarada Lenin murió, pero ¿qué importa? Quiero beber, Sonia. Estoy muy triste. El camarada Lenin ha muerto.
– Este sentimiento te honra, Pavel, pero ahora será mejor que no bebas más.
– Estoy muy triste, Sonia. Nadie me aprecia.
– Yo sí, Pavel.
– Tú eres una amiga, Sonia, una verdadera amiga… Encima de la cama, Víctor estrechaba a Marisha entre los brazos. Marisha reía en voz baja contando los botones de la chaqueta de Víctor, pero al llegar al tercer botón perdía la cuenta y tenía que volver a empezar. Murmuraba:
– Eres un caballero, Víctor; esto es lo que eres: un caballero…
Por esto te quiero, porque eres un caballero, mientras yo no soy más que una muchacha de la calle. Mi madre era cocinera antes de… antes de… En fin, antes. Me acuerdo de que hace muchos años trabajaba en una casa muy grande, en que había coches y caballos, y cuarto de baño, y yo ayudaba a mi madre a lavar la verdura en la cocina. Y había un joven elegante, el hijo de la casa, que llevaba un uniforme muy bonito, y hablaba lenguas extranjeras… Se parecía a ti, y yo no me atrevía ni siquiera a mirarle.
Y ahora… tengo a un caballero mío, todo para mí -dijo riendo
de felicidad-. ¿No es chocante? ¡Yo, Marisha, aquella que lim
piaba la verdura!
– ¡Cállate! -dijo Víctor, besándola, mientras su cabeza se caía de sueño.
Junto a ellos una muchacha rió en la oscuridad y preguntó:
– ¿Cuándo os casáis, vosotros dos?
– Déjanos en paz -dijo Marisha con un gesto de la mano-. Nos vamos a casar. Somos novios.