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– Ustedes dos pueden marcharse ahora -ordenó Leo-; le veré mañana, Morozov, e iremos a echar un vistazo a la tienda.

– Verdaderamente, estoy sorprendida, Leo -observó con dignidad Antonina Pavlovna, mientras se ponía en pie-, se deja usted influenciar, y pierde las maneras, sin apreciar la oportunidad que se le ofrece. Yo creía que quedaría tan agradecido…

– ¿Quién tiene que estar agradecido? -repitió Leo mirándole con dureza-. Ustedes me necesitan a mí y yo a ustedes. Es un negocio; eso es todo.

– Claro, claro; es exactamente como usted dice -dijo Morozov-, yo por mi parte aprecio su colaboración, Lev Sergeievitch. Muy bien. Tonia, alma mía, vamonos ahora. Mañana estipularemos los detalles.

Estiró las piernas y se levantó apoyando con fuerza las manos en las rodillas. Cuando se movió, su grueso vientre osciló dibujándose demasiado visiblemente bajo las arrugas de su traje. En la puerta se volvió hacia Leo:

– Bien, Lev Sergeievitch, ¿no quiere usted cambiar un apretón de manos conmigo? No podemos firmar ningún contrato, naturalmente, ya lo comprende usted, pero confiamos en su palabra. Con una mueca de desprecio, Leo tendió la mano, como si aquel gesto representase una victoria sobre sí mismo. Morozov se la estrechó largamente, con calor, y se inclinó hasta el suelo, a la manera de los campesinos rusos, al marcharse, Antonina Pavlovna le siguió sin mirar a Kira. Leo les acompañó hasta el rellano. Cuando volvió, Kira permanecía en el mismo sitio en que se había quedado. Leo le dijo, sin darle tiempo a volverse:

– No discutamos más, Kira.

– Sólo hay una cosa, Leo -murmuró ella-, y no quise decirla delante de ellos. Dijiste que no tenías nada en la vida. Yo creía que te quedaba… yo…

– No lo he olvidado. Y ésta es una de las razones de mí acto. Oye, ¿crees que quiero vivir a tu costa por todo el resto de mis días? ¿Crees que puedo quedarme aquí contemplándote mientras paseas a los paletos por el Museo o engulles humo de cara al "Primus"? Aquella imbécil de Antonina no tiene que hacer de cicerona. Y no se pondría tus trajes ni que fuera para fregar el suelo. Lo que ocurre es que no tiene que fregar el suelo. Y bien: tampoco tú tendrás que hacerlo. ¡Pobre ingenua! No sabes lo que es la vida. No la viste nunca; pero la verás. Óyeme: si estuviera seguro de que iban a fusilarme dentro de seis meses, haría lo mismo.

Kira se apoyó en la mesa. Estaba muy cansada, y murmuró: -Leo, si te lo pidiese por todo nuestro amor, si te dijera que cada día bendeciría mi trabajo, que bendeciría todos los suelos que tenga que fregar, todas las manifestaciones a que deba tomar parte, y todos los Centros y todas las banderas rojas, a condición de que no hicieras eso… ¿lo harías igualmente? -Sí -replicó él.

El ciudadano Karp Morozov encontró al ciudadano Pavel Syerov en un restaurante. Se sentaron a una mesa en un oscuro rincón.

El ciudadano Morozov pidió una sopa de coles; Pavel Syerov, té y pasteles franceses. Luego el ciudadano Morozov se inclinó por encima de la mesa y dijo entre el humo de su plato:

– Ya está todo listo, Pavlusha. Tengo al hombre. Ayer le vi.

Pavel Syerov levantó hasta sus labios pálidos la taza de té y, con un movimiento apenas perceptible de aquéllos, preguntó:

– ¿Quién es?

– Se llama Leo Kovalensky. Joven. Sin un céntimo. Desesperado y dispuesto a todo.

Los pálidos labios formularon otra pregunta:

– ¿De confianza?

– Completamente.

– ¿Fácil de manejar?

– Como un niño.

– ¿Tendrá la boca cerrada? -Como una tumba.

Morozov se metió en la boca una cucharada de sopa; un pedazo de col quedó colgando y él lo recogió con una fuerte chupada; luego, inclinándose todavía más, murmuró:

– Por añadidura, tiene su pasado social… Su padre fue ajusticiado por actividades contrarrevolucionarias. En caso de ocurrir algo… sería exactamente el hombre adecuado para hacer recaer la culpa sobre él. ¡ Imagínese usted, un aristócrata traidor…!

– Espléndido -susurró Syerov.

Hundió la cucharilla en un pastel de chocolate; un poco de crema amarilla salió del dulce, esparciéndose por el plato. A través de sus labios pálidos, Syerov murmuró en voz baja, sin expresión: -Ahora óigame bien; quiero mi parte por anticipado en todos los cargamentos. No admito retrasos ni quiero tener que reclamar las cosas más de una vez.

– Dios me ayude, Pavlusha, lo tendrá… no hay por qué… -Y otra cosa. Quiero prudencia. ¿Comprendido? Prudencia. A partir de este momento, no me conoce usted. Si por casualidad nos encontramos, haga como si no me hubiera visto jamás. Antonina me dejará el dinero en la casa que ella ya sabe.

– Muy bien, Pavlusha; no olvidaré ningún detalle.

– Y diga a Kovalensky que no tiene por qué verme. No quiero ni conocerle.

– No hay ninguna necesidad.

– ¿Tiene ya la tienda?

– Hoy firmaremos el contrato.

– Bien; ahora quédese aquí. Yo me marcharé primero. Aguarde usted veinte minutos. ¿Comprendido?

– Muy bien. ¡Que Dios le bendiga!

– Guárdese la frase para usted. ¡Adiós!

En la oficina de la estación, una secretaria estaba sentada detrás de una valla de madera y escribía a máquina, mordiéndose el labio inferior y echando el superior hacia afuera. Delante de la valla había un espacio sin barrer y dos sillas: seis visitantes aguardaban pacientemente, cuatro de ellos en pie. Detrás de la secretaria se veía una puerta sobre la que campeaba un rótulo: "Camarada Syerov".

El camarada Syerov volvió de comer. Atravesó rápidamente el patio, haciendo crujir sus lustrosas botas militares. Los seis visitantes se volvieron, siguiéndole con mirada tímida y ansiosa. El pasó como si la estancia estuviese vacía, y la secretaria le siguió a su despacho particular.

En la pared de éste, detrás de un escritorio nuevo y grande, había un retrato de Lenin, y en otra pared un gráfico indicando los progresos de las líneas férreas y un cartel que ponía: "Camaradas, exponed vuestros asuntos en pocas palabras. La eficiencia proletaria es la disciplina de la construcción revolucionaria en tiempo de paz."

Pavel Syerov sacó de su bolsillo una ancha petaca de oro, encendió un cigarrillo, se sentó en el escritorio y echó un vistazo al montón de cartas que le aguardaba. La secretaria esperaba, sin saber qué hacer.

Luego Syerov levantó la cabeza y preguntó: -¿Qué hay de nuevo?

– Aquellos ciudadanos, ahí fuera, están aguardando para hablar con usted, camarada Syerov.

– ¿Qué quieren?

– La mayor parte solicitan trabajo.

– Hoy no recibo a nadie. Dentro de media hora debo estar en una reunión del Centro. ¿Ha copiado usted mi informe sobre los ferrocarriles considerados como arterias del estado proletario?

– Sí, camarada Syerov, aquí está.

– Bien.

– Aquellos ciudadanos, camarada Syerov, llevan tres horas aguardando.

– Mándelos al infierno. Que vuelvan mañana. Si hubiera algo importante telefonéeme al Sindicato de Ferroviarios. Estaré después de la reunión del Centro. Y a propósito, mañana vendré tarde.

– Está bien, camarada Syerov.

Syerov volvió del Sindicato a pie, acompañado por un amigo. Syerov estaba de buen humor. Silbaba alegremente, guiñando el ojo a las muchachas que pasaban. Dijo a su amigo:

– Me parece que esta noche voy a tener fiesta. Llevo varias semanas sin divertirme y tengo ganas de juerga. ¿Qué te parece?

– Bueno.

– Una pequeña reunión. Nuestro grupo… ¿En mi casa?

– Bueno.

– A ver si encuentras a alguien que tenga vodka, pero vodka auténtico. Iremos a los "Gourmets" a comprar todo cuanto tengan.

– Soy de los vuestros, amigo.

– Vamos a celebrar algo.

– ¿Qué?

– No importa. Lo celebraremos, y no nos preocuparemos del gasto. ¿Para qué? No me gusta pensar en el gasto cuando tengo ganas de divertirme. -Muy bien, camarada.

– ¿A quién vamos a invitar? Veamos: a Grinhka y a Baxim con las muchachas, desde luego. -Y a Lisaveta.